Luego que estuvieron solos, Aviraneta dijo a su amigo que pues arreciaba el calor dentro del café, harían bien en salir a la calle y dar un par de vueltas, con lo que además de respirar el aire libre, podían hablar sin recelo. Cuando se hallaron en la plazuela del Ángel, Salvador tomó el brazo de su amigo y burlonamente le dijo:
– ¡Pillo!… ¿qué nueva farsa de sociedad secreta es esa? ¿qué trama traes tú ahora entre mano?
– Poco a poco… pase lo de trama; pero no lo de farsa.
– ¿Quién te paga?
– Mucho ahondas, ¡palitroques! Has de comprar mi franqueza con tu benevolencia, no con tus burlas, y si persistes en negarme tu apoyo, no tendrás de mí ni una palabra. Cosas podría decirte que te dejarían pasmado; pero ya sabes… no se dan gratis los secretos como los buenos días. Venga tu voluntad y abriré el pico.
– Es que no puedo dar mi voluntad no conociendo a quién la doy ni por qué la doy.
Aviraneta insistió en que su pensamiento era unir a los liberales para preparar una acción común; pero esto, si no encerraba una intención distinta, era de lo más inocente que se podía ocurrir por aquellos días a hombre nacido, y Aviraneta, justo es decirlo, tenía de todo menos de espíritu puro. Por más que el guipuzcoano se diera aires de inventor de aquel plan sapientísimo, se podía jurar que sólo era instrumento de una voluntad superior, maquinilla engrasada por el oro y movida por una mano misteriosa. Sobre esto no quiso decir una sola palabra que no fuese la misma confusión; pero Monsalud, que era listísimo y además tenía la experiencia de aquellos líos, supo sacar la verdad de entre tanta mentira. Su creencia era que D. Eugenio había recibido de altas regiones la misión de desunir a los liberales y enzarzarlos en disputas sin fin; pero no podía fácilmente averiguarse si el impulso partía del cuarto de María Cristina o del gabinete ministerial de Zea Bermúdez. Salvador hizo una y otra pregunta caprichosa para coger por sorpresa el principal secreto de su amigo; mas este era tan diestro en aquellas artes, que evadió los lazos con extremada gracia.
Este señor Aviraneta fue el que después adquirió celebridad fingiéndose carlista para penetrar en los círculos más familiares de la gente facciosa y enredarla en intrigas mil, sembrando entre ella discordias, sospechas y recelos, hasta que precipitó la defección de Maroto, preparando el convenio de Vergara y la ruina de las facciones. Admirablemente dotado para estas empresas, era aquel hombre un colosal genio de la intriga y un histrión inimitable para el gigantesco escenario de los partidos. Las circunstancias y el tiempo hiciéronle un gran intrigante; otra época y otro lugar hubieran hecho de él quizás el primer diplomático del siglo. Ya desde 1829 venía metido en oscuros enredos y misteriosos trabajos, y por lo general su maquinación era doble, su juego combinado. Probablemente en la época de este encuentro que con él tenemos, durante el invierno de 1833, las incomprensibles diabluras de este juglar político constituían también una labor fina y doble, es decir, revolver los partidos en provecho del ministerio y vender el ministerio a los partidos.
La fundación de la sociedad isabelina servíale de pretexto para entrar en tratos con gente diversa, con cándidos patriotas o políticos ladinos, poniéndose también en relación con militares bullangueros; y así, hablando del bueno del Sr. Rufete, dijo a Salvador:
– Este infeliz ayacucho es una alhaja que no se paga con dinero. Él se presta desinteresadamente a entusiasmarse y a entusiasmar a un centenar de oficiales como él. Se morirá de hambre antes de cobrar un céntimo por sus servicios secretos al Sistema, y se dejará fusilar antes que hacer revelaciones que comprometan a la sociedad. Es un prodigio de inocencia y de lealtad. El pobre Rufete trabaja como un negro, y se pasa la vida haciendo listas de sospechosos, listas de traidores, listas de tibios y listas de calientes. En su compañía pasa por un Séneca empalmado en un Catón. Los sargentos lo adoran y son capaces de meterse con él en un horno encendido, si les dicen que es preciso salvar del fuego el precioso código. ¡Oh! amigo, respetemos y admiremos la buena fe y la valentía de esta gente. ¡Si en todas las clases sociales se encontraran muchos Rufetes!… Pero hay tanta canalla indomesticable de esa que no sirve sino para hacer pueblo, para gritar, para meter bulla, de esa que en los días solemnes desacredita las mejores causas, entregándose a la ferocidad que le inspiran su cobardía y su apetito!…
Entre estos y otros dichos y observaciones, llegaron a la calle del Duque de Alba, porque Salvador, no pudiendo sacar cosa limpia y concreta de las confusas indicaciones de D. Eugenio, había decidido retirarse a su casa. Echaban el último párrafo en el portal de esta, cuando del de la inmediata vieron salir a un hombre silbando el estribillo de una canción político-tabernaria. A pesar del embozo, Aviraneta le conoció al momento y Salvador también.
– Tablillas – dijo D. Eugenio, – cuartéate aquí, que somos amigos.
El atleta se acercó, examinando con atención recelosa a los dos caballeros.
– Señor Vinagrete y la compañía, buenas noches… Estaba encandilado y no les conocía.
– ¿Está durmiendo ya el Sr. D. Felicísimo?
– Todavía están en brega. Han venido tantos señores esta noche que aquello es la bóveda de San Ginés.
– ¿Pues qué, se dan disciplinazos?
– Con la lengua… hablan por los codos, y todo se vuelve manotadas y perjuraciones.
– ¿Qué entiendes tú por perjuraciones?
– Decir, pongo el caso, señores, muramos por el Trono legítimo.
– ¿Y todavía están reunidos?
– Todavía.
– Pero di, ¿no ha venido esta noche la policía? Yo creí que a estas horas D. Felicísimo y su comunidad estaban echando perjuraciones en la cárcel de Corte.
– Vino la policía, sí señor; vinieron tres y llamaron tan fuerte que la casa estuvo si cae o no cae. Los señores se asustaron, y D. Felicísimo les consolaba diciendo: «no hay nada que temer, la policía es la policía. Que entre el que llama». Yo bajé a abrir la puerta, y se colaron tres señores de cara de perro con bastones de porra. Subieron, y al entrar en la sala, se dejaron a un lado las porras y todo fue cortesía limpia y vengan esos cinco. D. Felicísimo me mandó traer vino y bizcochos, y bebieron, cosa la más desacostumbrada que puede verse en esta casa; y uno de los de porra alzó el vaso y dijo: «Por el triunfo de la monarquía legítima y de la religión sacratísima».
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