–No tengas miedo ―dijo don Quijote―, que ahora mismo voy a hacer el bálsamo con el que curarnos. Levántate, si puedes, y pide al señor de este castillo que te dé un poco de aceite, vino, sal y romero para hacer el saludable bálsamo.
Sancho fue en busca del ventero y le pidió lo que su amo le había encargado. Cuando don Quijote tuvo los ingredientes, los mezcló todos y los coció un buen rato. Luego recitó más de ochenta oraciones haciendo una cruz a cada palabra que decía.
Don Quijote quiso comprobar que el bálsamo era bueno y se bebió casi un litro. Apenas lo acabo de beber, comenzó a vomitar, de manera que no le quedó nada en el estómago. Luego le entraron unos grandes sudores y se quedó dormido un gran rato. Cuando despertó, se encontró tan bien que creyó que había acertado con el bálsamo de Fierabrás.
Sancho, que vio la mejoría de su amo, quiso probarlo y se bebió unos buenos tragos. Pero su estómago no debía de ser como el de su amo, y nada más tomar el primer trago, sintió que se moría de los vómitos que le entraban.
Don Quijote, que ya estaba deseoso de buscar otras aventuras, preparó a Rocinante. Ayudó a Sancho a subir a su asno y llamó al ventero para decirle:
–Muchos y grandes favores he recibido en vuestro castillo, por lo que os estoy agradecido. Recordad si hay algún agravio que queráis vengar, que yo lo remediaré como vuestra merced me mande.
–Señor caballero, yo no tengo necesidad de que me ayude en ninguna venganza, que eso lo sé hacer yo. Sólo necesito que me pague el gasto que ha hecho en la venta, tanto de la paja y cebada de los animales como de la cena y la cama.
–Entonces, ¿esto es una venta? ―dijo Quijote.
–Y muy honrada ―respondió el ventero.
–Engañado he vivido hasta aquí ―dijo don Quijote― porque yo pensé que era castillo, siendo así, tendréis que perdonarme el pago, porque no puedo ir en contra de las leyes de los caballeros andantes, que jamás pagaron posada ni otra cosa en donde estuvieran.
–Poco tengo yo que ver con esto; págueme y dejémonos de cuentos y caballerías ―dijo el ventero.
–Sois un estúpido y un mal ventero ―dijo don Quijote.
Dicho esto, subió al caballo y salió de la venta, sin que nadie lo detuviera, y él sin mirar si le seguía su escudero.
El ventero quiso cobrar[69] de Sancho Panza, pero dijo lo mismo que su amo, que para él tambien valían las leyes de la caballería.
Quiso la mala suerte que en la venta hubiera gente alegre y juguetona que decidió divertirse con Sancho. Fueron hacia él y lo bajaron del asno. Uno de los hombres trajo una manta y, puesto Sancho en el centro, comenzaron a levantarlo en alto y a reírse de él.
Las voces de Sancho llegaron a oídos de don Quijote, que volvió a la venta a ver qué le sucedía a su escudero. Cuando vio lo que sucedía, comenzó a decir tantos y tales insultos que es mejor no escribirlos. Pero los hombres no paraban de mantearlo, hasta que se cansaron y lo dejaron en suelo. Le trajeron el asno y lo subieron encima porque él no podía moverse.
Sancho rogó a Maritornes que le trajera un vaso de vino y, una vez bebido el vaso, salió de la venta muy contento de no haber pagado nada, aunque el ventero se quedó con las alforjas en pago de lo que se le debía, sin que Sancho las echara de menos por lo mareado que estaba.
Capítulo XV
La aventura de los rebaños de ovejas
Llegó Sancho adonde estaba don Quijote y al verlo le dijo:
–Ahora creo, Sancho bueno, que aquel castillo o venta está encantado, porque los que se han divertido contigo, ¿qué podían ser sino fantasmas y gente del otro mundo? Lo sé porque no pude ni bajar del caballo para vengarme, y es que me tenían encantado.
–Yo también me hubiera vengado, pero no pude. Aunque yo creo que los que se han burlado de mí no eran fantasmas, sino hombres de carne y hueso, y todos tenían sus nombres, como nosotros. Lo mejor sería volvernos a casa, ahora que es tiempo de la siega, y cuidar de nuestra hacienda en vez de andar de la ceca a la meca[70].
–¡Qué poco sabes, Sancho ―respondió don Quijote―, de asuntos de caballería! Ten paciencia, que un día verás qué honroso es andar en este oficio. ¿Qué mayor alegría puede haber que vencer en una batalla? Ninguna.
–Así debe de ser ―respondió Sancho―, pues yo no lo sé; pero desde que somos caballeros andantes no hemos vencido en ninguna batalla. Sólo en la del vizcaíno, y así y todo vuestra merced salió sin media oreja.
Iban conversando cuando don Quijote vio que se levantaba una gran polvareda[71] por el camino. Entonces se volvió a Sancho y le dijo:
–Hoy es el día en el que se verán mi buena suerte y el valor de mi brazo. ¿Ves aquella polvareda, Sancho? Se trata de un numerosísimo ejército que viene por allí.
–Serán dos ejércitos ―dijo Sancho―, porque por este lado se levanta otra polvareda.
Volvió a mirar don Quijote y vio que era verdad; entonces se alegró muchísimo porque pensó que venían a enfrentarse en aquella llanura. Pero la polvareda la levantaban dos grandes rebaños de ovejas que venían por el mismo camino en diferente sentido.
Tanto insistió don Quijote en que eran ejércitos, que Sancho se lo creyó y le dijo:
–Señor, ¿qué hemos de hacer nosotros?
–¿Qué? ―dijo don Quijote―. Defender y ayudar a los necesitados. Y has de saber que este ejército que viene de frente lo conduce el gran emperador Alifanfarón, y el otro es el de su enemigo, Pentapolín del Arremangado Brazo, llamado así porque siempre combate en las batallas con la manga del brazo derecho subida.
–¿Y por qué se quieren tan mal estos señores? ―preguntó Sancho.
–Se quieren mal ―dijo don Quijote― porque este Alifanfarón es un cruel pagano[72] y está enamorado de la hija de Pentapolín, que es cristiana, y su padre no se la quiere entregar al rey pagano.
Siguió don Quijote nombrando caballeros y príncipes que según él venían en uno y otro bando, además de países y ríos de todas partes para destacar la importancia de la imaginada batalla. Cuando don Quijote terminó, le dijo Sancho:
–Señor, yo no veo ni gigantes ni caballeros; quizá todo sea encantamiento.
–¿Cómo dices eso? ―respondió don Quijote―. ¿No oyes el relinchar[73] de los caballos, el sonido de las trompetas y el ruido de los tambores?
–Yo lo único que oigo ―contestó Sancho― es balido[74] de muchas ovejas.
No resistió más don Quijote y se lanzó a todo galope contra el ejército de ovejas y comenzó a atacarlas con su lanza con tanto coraje que mató más de siete.
Los pastores le daban voces para que parara, pero él no hizo caso. Entonces sacaron sus hondas[75] y comenzaron a tirarle piedras. Una de ellas le rompió dos costillas.
Don Quijote se acordó del bálsamo, sacó la aceitera y bebió unos tragos; pero antes de terminar de beber le alcanzó otra piedra que rompió la aceitera y le quitó tres o cuatro dientes. Fue tal el golpe, que don Quijote cayó del caballo. Los pastores, que creyeron que lo habían matado, recogieron su ganado a toda prisa y se fueron.
Cuando Sancho vio que se habían ido los pastores, se acercó a don Quijote y le dijo:
–¿No