–Con ese bálsamo ―respondió don Quijote― no hay que temerle a la muerte, ni a morir de ninguna herida. Así que cuando lo haga y te lo dé, si un día me parten en dos en alguna batalla, juntas las dos partes de mi cuerpo y me das dos tragos del bálsamo; quedaré más sano que una manzana.
–Si eso es así ―dijo Sancho―, renuncio al gobierno de la prometida ínsula; lo único que quiero es la receta de ese bálsamo, pues con lo que valdrá podré ganar mucho dinero al venderlo y vivir descansadamente. Pero hay que saber cuánto costaría hacerlo.
–Con poco dinero se puede hacer una gran cantidad. Pero pienso enseñarte otros y mayores secretos. Y ahora ve a las alforjas y trae algo de comer, porque luego vamos a buscar algún castillo donde alojarnos esta noche, que me está doliendo mucho la oreja y necesito preparar el bálsamo.
–Aquí traigo una cebolla y un poco de queso, y no sé cuántos mendrugos[53] ―dijo Sancho―; pero no son lanjares para tan valiente caballero como vuestra merced.
–¡Qué mal lo entiendes! ―respondió don Quijote―. Has de saber que es honra de los caballeros andantes no comer en un mes, pero, cuando no hay otra cosa, es bueno comer cosas sencillas del campo como las que tú me ofreces.
Sacó Sancho lo que traía y comieron los dos en paz. Subieron luego a caballo y poco después, como ya anochecía, se detuvieron junto a las cabañas de unos cabreros para pasar la noche.
Capítulo XI
Don Quijote y los cabreros
Los cabreros los recibieron con amabilidad. Sancho se ocupó de Rocinante y de su asno y después se acercó a un caldero[54] donde los cabreros estaban guisando unos trozos de carne de cabra. Pusieron en el suelo unas pieles de oveja, para que les sirvieran de mesa, y se sentaron alrededor. A don Quijote lo sentaron sobre un almohadón, después de rogarle con mucha cortesía que lo hiciera.
Viendo don Quijote que Sancho estaba de pie, le dijo:
–Para que veas, Sancho, el bien que encierra la andante caballería, quiero que aquí a mi lado te sientes en compañía de esta buena gente, que soy tu amo y señor; que comas en mi plato y bebas por donde yo bebo, porque la caballería andante es como el amor, que iguala todas las cosas.
–¡Menudo favor! ―dijo Sancho―, pues si tengo algo que comer, prefiero hacerlo en mi rincón sin finos modales ni respetos, aunque sea pan y cebolla.
–A pesar de todo, te has de sentar, Sancho.
Los cabreros, que no entendían de escuderos y de caballeros andantes, comían y callaban, sin dejar de mirar a sus invitados, que tragaban con gana buenos trozos de cabra.
Una vez acabada la carne, pusieron en el centro gran cantidad de bellotas y medio queso para acompañar el vino que aún quedaba.
Después de comer, don Quijote cogió un puñado[55] de bellotas y dijo:
–Dichosos aquellos siglos dorados, llamados así no porque hubiera mucho oro, sino porque los que vivían en aquel tiempo ignoraban las palabras tuyo y mío. Entonces todas las cosas eran comunes: para comer bastaba con levantar la mano y coger el fruto de las robustas encinas. Las fuentes y los ríos ofrecían frescas y transparentes aguas. En los huecos de los árboles, las abejas regalaban la dulce miel que solo ellas trabajaban. Todo era paz y amistad entonces. Las hermosas muchachas andaban sólo con lo necesario para cubrir lo que la honestidad ha querido siempre que se cubra. El engaño no se mezclaba con la verdad. Y ahora, en estos tiempos que vivimos, nada está seguro. Por ello se creó la orden de los caballeros andantes; para defender a las doncellas, proteger a las viudas y socorrer a los huérfanos y los necesitados. De esta orden soy yo, hermanos cabreros, a quienes agradezco el habernos acogido tan amablemente a mi y a mi escudero.
Los cabreros le estuvieron escuchando embobados[56] y sin decir palabra. Finalmente, dijo uno de los cabreros:
–Para que vea, señor caballero andante, que le acogemos buena voluntad, queremos contentarle con una canción que sabe un compañero nuestro y que no tardará en venir.
Apenas había terminado de hablar, cuando llegó a los oídos de todos la música de un rabel[57], y al poco rato apareció el mozo que lo tocaba.
Uno de los cabreros le dijo:
–Bien podrías cantar un poco para que este señor vea que también por los montes y bosques hay quien sabe de música.
El mozo, sin hacerse más de rogar[58], se sentó en un tronco de encina y comenzó a cantar una canción de amores. Quiso don Quijote que cantara algo más, pero Sancho le dijo que esos hombres estaban ya cansados del duro trabajo que habían hecho.
–Ya te entiendo, Sancho ―dijo don Quijote―. Es hora de descansar. Ponte cómodo donde quieras, que los de mi profesión mejor están despiertos que durmiendo. Pero antes quisiera que me vuelvas a curar esta oreja, que me duele bastante.
Uno de los cabreros dijo que él tenía un excelente remedio para curarla: tomó algunas hojas de romero[59], las machacó y las mezcló con un poco de sal y se lo puso en la oreja, diciéndole que no necesitaba otra medicina, y así fue.
Capítulo XII
La aventura de los yangüeses
Cuenta el sabio Cide Hamete Benengeli que cuando don Quijote se despidió de los cabreros, él y su escudero entraron en un bosque cabalgando y fueron a parar a un prado de frescas hierbas por donde corría un arroyo de aguas claras. Se apearon don Quijote y Sancho y dejaron al asno y a Rocinante pacer a sus anchas por el prado, mientras ellos comían en buena compañía de lo que llevaban en las alforjas.
Había en el prado una manada de yeguas de unos yangüeses que habían parado a descansar. En cuanto Rocinante vio las yeguas, corrió hacia ellas muy contento para saciar su natural instinto, pero lo recibieron a coces. Y viendo los yangüeses la insistencia de Rocinante, acudieron con palos y le dieron golpes hasta derribarlo al suelo.
Don Quijote, que vio la paliza dada a Rocinante, dijo a Sancho:
–Por lo que veo, amigo Sancho, estos no son caballeros, sino gente sin educación. Te lo digo para que me ayudes a vengar el daño que hecho a Rocinante.
–¿Qué dice, mi señor ―respondió Sancho―, si ellos son más de veinte y nosotros sólo dos?
–Yo valgo por ciento ―contestó don Quijote.
Y sin decir más, cogió su espada y atacó a los yangüeses. Lo mismo hizo Sancho Panza, siguiendo el ejemplo de su amo. Don Quijote dio una cuchillada a uno y le rompió el vestido y parte de la espalda.
Los demás yangüeses acudieron con sus palos y comenzaron a dar golpes al amo y al criado hasta hacerlos rodar por el suelo. Los yangüeses, cuando vieron lo que habían hecho, cogieron sus yeguas y echaron a correr camino adelante.
El primero en hablar fue Sancho, que dijo a su amo:
–¡Ay, señor don Quijote! Pido a vuestra merced que me dé un par de tragos de aquella bebida de Fierabrás, si es que la tiene a mano.
–Si la tuviera ―respondió don Quijote, con todo cuerpo dolorido―, te la daría. Pero te juro que la he de conseguir antes de dos días. Te digo, además, que yo tengo la culpa de todo por usar mi espada contra hombres que no son caballeros como yo. No se pueden desobedecer las leyes de caballería.
–Pues yo soy hombre pacífico ―dijo Sancho― y sé disimular cualquier ofensa, porque tengo mujer e hijos que cuidar. Así que no pienso luchar con ningún hombre, alto o bajo, rico o pobre, hidalgo o labrador.
–Has