Luis Prieto, crítico del “positivismo ideológico”, es ciertamente positivista en su modo de entender el derecho. Y, en el panorama del actual constitucionalismo, su posición representa una de las escasas y más convencidas defensas del positivismo jurídico por razones morales. Porque, a partir de una concepción del derecho en términos de fuerza y de organización de esta, ha sostenido siempre la tesis de las fuentes sociales, la primacía del punto de vista externo y, particularmente, la separación conceptual entre derecho y moral. Esto, no como exigencia de la definición del derecho, sino desde una perspectiva ética o de preservación de la conciencia individual como fuente última de las obligaciones morales (Marina Gascón).
Pero Luis Prieto ha sido también calificado de positivista atípico e incluso, en cierta medida, de pospositiva o habitante de un cierto lugar intermedio (así, Alfonso García Figueroa). Ello debido a que, separándose en esto de Ferrajoli, reconoce la existencia de una posible conflictividad en la relación entre principios o normas del mismo valor o nivel jerárquico, en ocasión del enjuiciamiento de un caso concreto. Mas la coincidencia con autores como Alexy y Atienza es solo relativa, pues, en su concepto, la argumentación jurídica y la ponderación son solo medios para tratar de racionalizar el proceso decisional, que, a su juicio, nunca permitiría alcanzar la única solución correcta. Una opción que descarta, en cuanto tiene como presupuesto la aceptación de un cierto objetivismo moral.
Hay un terreno en el que Luis Prieto ha desarrollado una reflexión muy sugestiva y es el de la aplicación jurisdiccional del derecho en un marco constitucional. Podría condensarse en una expresiva afirmación cargada de implicaciones: “la justicia constitucional verdaderamente indispensable no es la del Tribunal Constitucional, sino la jurisdicción ordinaria; y esto en términos cuantitativos evidentes”. En este aserto es de ver, no el exceso de judicialismo objetado en algún caso, sino el reconocimiento de un rasgo profundamente caracterizador de ordenamientos multinivel como los de nuestros países, con el que hay que contar, que imponen al juez una lectura crítica de cada disposición aplicable, a la luz de la norma fundamental. Pero es que, además, la constatación de este dato por nuestro autor, ha tenido consecuente prolongación en la exigencia del alto nivel de rigor, deontológico y técnico, en el ejercicio de la actividad jurisdiccional que, en su apreciación, el vigente modelo demanda.
Hace tres años Luis Prieto —con la misma discreción que le ha distinguido siempre y en todo— puso fin a su actividad profesional, pero no, no podría, a su condición de intelectual de lujo y de excepcional jurista profundamente comprometido con la democracia constitucional y, en general, con la polis. Y, no por casualidad y por fortuna, ha pasado a formar parte de la Comisión de Ética Judicial, recientemente creada, lo que en este caso podría considerarse un destino natural, por razón de su sensibilidad y de su bagaje.
Este libro es la debida expresión de reconocimiento y aprecio a quien ha hecho tanto por el mejor Derecho y por los derechos.
Perfecto Andrés Ibáñez
I
CONSTITUCIÓN Y DEMOCRACIA
Dos concepciones de
pueblo, constitución y
democracia*
Luigi Ferrajoli**
I. DOS CONCEPCIONES DE ‘PUEBLO’
Cabe distinguir dos concepciones diversas y opuestas de la constitución: dos concepciones que, a su vez, suponen dos ideas diversas y opuestas de ‘pueblo’ y de ‘voluntad popular’ y están en la base de otras tantas concepciones diversas y opuestas de ‘democracia política’.
La noción de pueblo es una de las más complicadas y controvertidas. En ella se expresa el fundamento elemental de la democracia como poder, precisamente, del pueblo. Es por lo que de su concepción depende la concepción misma de democracia. Por ‘pueblo’ puede entenderse, simplemente, el conjunto de las personas unidas por la sujeción a un mismo derecho y por el sentido de pertenencia a un mismo ordenamiento generado por la igualdad en los mismos derechos fundamentales. Es una noción de pueblo formulada por Cicerón hace más de dos mil años: el pueblo, escribió, no es cualquier conjunto de seres humanos, sino solo una comunidad basada en la par conditio civium, es decir, en la igualdad proveniente de esos iura paria que son los derechos de los que todos los ciudadanos, más allá de las desigualdades económicas y de las diferentes cualidades personales, son titulares1. No difiere de esta la noción de pueblo formulada por Thomas Hobbes, que igualmente la fundó en la participación del mismo derecho pactada por el conjunto de los individuos que dan vida al artificio estatal: una “multitud”, escribió, “si cada uno de sus miembros pacta que ha de tenerse por voluntad de todos la de alguno en particular o las voluntades coincidentes de la mayoría, entonces es una persona” (Hobbes, cap. VI,§ 1, p. 56 nota); y más adelante: “antes de la constitución del estado el pueblo no existía, ya que no era una persona única sino una multitud de personas singulares” (Hobbes, cap. VII, § 7, p. 71).
Pero con “pueblo” se alude bastante a menudo a un sujeto colectivo natural, dotado de una voluntad y de una identidad unitarias, de intereses y valores comunes y por eso homogéneos. En síntesis: a una suerte de macrosujeto antropomórfico capaz de actuar unitariamente. En este segundo sentido “pueblo” representa uno de los legados más insidiosos y nefastos del pensamiento político. Baste recordar las tesis de Carl Schmitt sobre la “unidad del pueblo como conjunto político” dotado de una “voluntad política” expresada por la constitución e interpretada “de modo directo” por “la autoridad del Presidente del Reich” (Schmitt, 2009, cap. III, § 4, pp. 286-287). Una concepción semejante es la que se funda en lo que Gaetano Azzariti ha llamado principio de homogeneidad o de identidad (Azzariti, § 1.2, pp. 17-22), esto es, sobre la idea —postulada por Schmitt como el “axioma democrático fundamental de la identidad de voluntades de todos los ciudadanos”— “de que la minoría derrotada se somete de antemano al resultado de la elección” y “reconoce como voluntad suya la voluntad de la mayoría” (Schmitt, 2009, cap. II, § 1 A), p. 155)2.
Pues bien, esta concepción organicista del pueblo es una construcción ideológica que oculta las diferencias y los conflictos que atraviesan cualquier sociedad. Como nos enseñó Hans Kelsen con ocasión de su célebre polémica con Schmitt, el pueblo no existe como macrosujeto, es decir, como “un todo colectivo homogéneo” dotado de una “voluntad colectiva unitaria (Kelsen, 2009, § 10, pp. 346-347) y tampoco existe “tal voluntad general” (Kelsen, 2009, § 10, p. 348). “Pero ¿qué es este “pueblo”?” se pregunta Kelsen: “Que en él se reduce a unidad una pluralidad de hombres parece ser un presupuesto fundamental de la democracia. (…) Y, sin embargo, para una investigación centrada en la realidad de los hechos no hay nada más problemático que, justamente, esa unidad designada con el nombre de pueblo. Fraccionado por diferencias nacionales, religiosas y económicas, el pueblo se ofrece antes —desde el punto de vista sociológico— como un conglomerado de grupos que como una totalidad que da cohesión y sentido propio a un agregado” (Kelsen, 2006, cap. II, pp.62-63)3. La asunción ideológica del pueblo como macrosujeto, añade, solo sirve para “ocultar la contraposición radical y real de intereses existentes, que se dan en el hecho de los partidos políticos y en el hecho, aún más significativo y subyacente, de las clases sociales” (Kelsen, 2009, § 10, p. 346)4.
II. DOS CONCEPCIONES DE ‘CONSTITUCIÓN’
Tras de esta concepción organicista del pueblo y de su relación con las instituciones políticas