El chino seguía con su perorata. Eugenio comprendió que Julio no había pagado y le dio a su perseguidor un puñado de monedas. Complacido, pero sin callarse un solo segundo, el hombre dio media vuelta y cerró la puerta.
No estaba seguro si fue producto del humo inhalado dentro del fumadero, pero Eugenio podría jurar que vio la punta de un apéndice peludo asomar por encima el pantalón del celestial.
Hacía un calor infernal aquella noche dentro de Las Tres Piedras. Todas las mesas estaban ocupadas; también había numerosos parroquianos de pie que fumaban y bebían como si mañana fueran a ser fusilados. Los que no cabían se emborrachaban afuera, espectros que apenas se distinguían en la penumbra.
Harta de esperar a Eugenio en su jacal, Murcia se había trasladado a la pulquería en busca de algún cliente. Sentado en una mesa del rincón vio a ese hombre al que algunos vecinos le decían El Chaleco. Estaba solo y no pudo resistir la tentación de acercársele. Tenía una reputación de hombre rudo y mujeriego; Murcia sabía que algunas de sus conocidas preferían darle la vuelta cuando se lo encontraban en la calzada de la Villa de Guadalupe, pero ella no le tenía miedo. Pensó que podía sacarle algunos pulques gratis mientras le hacía compañía.
—¿Por qué tan solo? —preguntó, al tiempo que se sentaba.
Era la primera vez que lo veía tan de cerca, y cuando sus enormes ojos negros se depositaron en ella, no pudo evitar sentir un estremecimiento.
—Te estaba esperando —dijo el hombre, y le acercó el vaso de pulque para que bebiera.
Murcia se sonrojó. De inmediato se llevó la bebida a la boca intentando disimular.
—Hablador —contestó, tras sentir el alivio del pulque en su cuerpo—. Tú ni me conoces.
El Chaleco le quitó la bebida de las manos con brusquedad. Se la acabó de un trago, y le hizo una seña al encargado: dos pulques.
—Tengo rato siguiéndote. Sé dónde vives.
—En el barrio todos nos conocemos. Tú nomás me quieres engatusar.
—¿Y tu noviecito?
El encargado llegó con las bebidas. Murcia apuró la suya. Aquel hombre la intrigaba: su manera de vestir —siempre de negro— y la forma en que la miraba, como si quisiera arrancarle el vestido delante de todo el mundo. Tenía ganas de alejarse, y al mismo tiempo deseaba seguir en su compañía.
—¿Cuál de todos? —respondió, entrando en el juego—. Yo tengo muchos.
El Chaleco bebió y luego se pasó una mano para limpiarse los restos de pulque del bigote.
—Muchos noviecitos —dijo—. Pero ningún hombre de verdad.
Envalentonada por la bebida, Murcia pudo sostenerle la mirada por primera vez.
—Pa luego es tarde —dijo, y esbozó una sonrisa tímida.
—No comas ansias. Ya te tocará.
El Chaleco volvió a llamar al encargado. La mesa comenzó a llenarse de vasos. En contraste, Las Tres Piedras se fue quedando sin clientes, hasta que al final sólo quedaron ellos dos.
Murcia no sabía por dónde andaban, hasta que escuchó que sus pies chapoteaban en los márgenes del Río Consulado. La única luz era el resplandor de la luna. Oyó ladrar a unos perros, pero no pudo ubicarlos. Después intentó localizar alguna vecindad; a pesar de la oscuridad, se dio cuenta que por ahí no vivía nadie. Entonces se dirigió a su acompañante y le preguntó:
—¿Dónde está tu casa?
El Chaleco no se distinguía en la penumbra. Tan sólo se escuchó la voz, que brotaba de la noche:
—Aquí me gusta.
De pronto, Murcia sintió el agua hedionda en su cuerpo; comprendió que El Chaleco la había tumbado y que se le encaramaba con urgencia. Las manos fuertes le rasgaron la parte superior del vestido, liberando sus pechos. Ella tenía ganas, y abrió las piernas para que el hombre la penetrara, pero el deseo se esfumó cuando su respiración caliente la golpeó en el rostro, y escuchó sus bufidos, como si fuera un animal a punto de alimentarse.
El Chaleco abrió grande la boca; una baba espesa cayó sobre la frente y la nariz de Murcia. Ella se preparó para recibir su verga: mientras más pronto terminara todo aquello, mejor. Extrañamente, la sensación no vino de abajo, sino de su garganta: algo se hundía en su carne, cortándole la respiración. Quiso hablar, pero lo único que produjo fue un siseo que escapó de su cuello junto con los borbotones de sangre. Murcia comprendió que moriría y, aunque quiso, no pudo cerrar los ojos. Intentó evocar el rostro de Eugenio pero dos pozos negros se interpusieron. El Chaleco la miraba fijamente, y sus pupilas crecieron hasta sumergirla en la más completa oscuridad.
De las memorias de Eugenio Casasola (II)
Manicomio General la Castañeda, noviembre de 1910
Lamento no haberte llorado, Murcia. Algo me bloqueó. La culpa o la incredulidad, supongo. Quizá las dos cosas. Lo cierto es que ese nudo que desde entonces siento en el pecho nunca se expresó en forma de lágrimas. Hubiera sido mejor una catarsis, un descenso a la locura del duelo, en lugar del fantasma permanentemente enlutado en el que me convertí. Ninguna de las personas que me rodeaban pudo explicar esa transformación. En cambio, me distancié del único amigo que me comprendía. De algún modo, culpé a Julio por haber retrasado mi cita contigo aquella noche. Tiempo después, él partió a Europa —lo que me amargó aún más, pues me recordó mi sueño frustrado— y perdimos contacto de manera definitiva. Hace tres años, cuando me enteré de su muerte, tampoco lloré. Me conmovió profundamente, como si tan sólo lo hubiera dejado de ver un día antes, como si aún fuéramos ese par de jóvenes que recorrían la ciudad de noche en busca de aventuras. Tal vez el dolor por tu muerte, Murcia, por la forma salvaje en la que abandonaste este mundo, fue tan fulminante que consumió todas mis lágrimas desde antes que pudiera producirlas. Fuiste la última víctima del Chalequero aquel año de 1888. Un hecho que nunca dejó de atormentarme. Si tan sólo lo hubieran detenido antes. Si tan sólo hubiera llegado esa noche… Ana me quitó algo de esa pena, y me convirtió en un hombre menos tenebroso. Supongo que intuía una herida en mi pasado, pero discreta y prudente como es, nunca preguntó. Siempre respetó mis raptos de melancolía y buscó la manera de distraerme cuando la depresión me abatía. Cuando Julio falleció —dicen que en un hotel de mala muerte en París, en los brazos de una prostituta; no sé si sea verdad, pero es una historia a la altura del personaje que construyó—, murió un gran artista, pero también la única persona que sabía mi secreto. Por eso la importancia de esta última confesión. Pronto me reuniré contigo, Murcia; sin embargo, necesito a Madame Guillot
para un último favor. Confío en que hace lo posible por venir a visitarme, que mueve sus influencias para obtener un permiso especial, pero de momento estoy incomunicado. La Bestia no lo permite. Ya encontraremos la manera. Lo importante ahora es continuar mi relato. Escucho el taconeo de las pezuñas, necesito más cera en mis oídos. Antes de que devore mi lengua, la utilizaré para decir mi última palabra: Murcia…
7
Ciudad de México, junio de 1908
El hombre que lo aguardaba en la celda no correspondía en lo absoluto con el monstruo que durante veinte años creció en su cabeza. Enjuto, calvo, y aquejado de un constante temblor como si fuera presa de un frío interno, Francisco Guerrero era un anciano decrépito incapaz de asustar a un niño. Sólo conservaba la mirada profunda, los ojos de pupilas como carbones, que daban la impresión de conducir a un túnel sin fondo. Eso Eugenio lo recordaba muy bien de su encuentro anterior cara a cara, durante el juicio de 1890. Ahora, al comenzar a conversar con él, se desconcertó aún más: la voz del Chalequero era de marcado tono infantil, quebradiza, como si estuviera a punto de echarse a llorar. Por un instante dudó en utilizar la pequeña daga que introdujo en una de sus botas. Los guardias que lo condujeron a la celda lo revisaron superficialmente,