Roumagnac cambió a una lámina que mostraba el cuerpo de un hombre tatuado.
—Otras características de los criminales natos —dijo,
esgrimiendo el puntero como una florete— es la utilización del tatuaje. También una mayor zurdería que en la generalidad de la población, así como notables tendencias al vino, al juego, al sexo y a las orgías. Y, por supuesto, un pensamiento fuertemente supersticioso…
Ahora, Madame Guillot pellizcó el brazo de Eugenio, y éste casi lanzó un grito.
—¿Te das cuenta? Para nuestra brillante policía, «indígena» y «pobre» son sinónimos de delincuente. Lombroso es un retrógrada. Para criminalistas visionarios, prefiero a mi paisano Vidocq.
Roumagnac alzó de pronto la voz, como si hubiera escuchado los cuchicheos y quisiera opacarlos.
—En resumen, damas y caballeros, podemos decir que el delincuente nato es un individuo ancestral y degenerado, que exhibe los estigmas físicos y mentales del hombre primitivo. Representa una etapa intermedia entre el animal y el hombre; por lo tanto, Darwin puede descansar tranquilo en su tumba: el Eslabón Perdido ha sido encontrado. Y es el enemigo por excelencia de nosotros, los evolucionados Homo Sapiens.
Una lluvia de aplausos se escuchó en el salón al concluir la conferencia de Roumagnac. Madam Guillot se revolvió en su silla, molesta con el evidente fracaso de su plan. Antes de levantarse para ordenarle a la servidumbre que ofrecieran los bocadillos y el coctel, arremetió una última vez contra el oído de Eugenio:
—Los Eslabones Perdidos somos todos nosotros. Y ni siquiera eso: nos quedamos en simios. Deberían encerrarnos en el zoológico.
Una vez servidos los licores, la concurrencia rodeó en semicírculo al expositor. Éste recibió elogios, felicitaciones, y hasta el franco coqueteo de la hija de un joyero. Roumagnac sonreía con condescendencia, acostumbrado como estaba a no ser cuestionado por nadie. Era un hombre seguro de sí mismo y creía firmemente en lo que acababa de exponer. Los pobres eran el verdadero lastre que impedía que el país abrazara de lleno la modernidad y prosperidad impulsadas por el Señor Presidente. Se sentía satisfecho de contribuir desde su trinchera, deteniendo y analizando a los criminales natos, y también manteniendo alejado al populacho de los barrios céntricos donde vivían y paseaban los ciudadanos de primera categoría.
Madame Guillot se abrió paso entre la gente. Tras dar un trago a su copa de vino, lanzó una pregunta a bocajarro:
—¿Y no se le ha ocurrido, don Carlos, que los problemas de criminalidad que vive la ciudad están en realidad relacionados con una terrible desigualdad social, y no con unos hipotéticos Neandertales que acechan en los barrios bajos?
A Raumagnac se le fue chueco el vino que acababa de beber. Tosió, provocando que una parte del líquido le escurriera por la boca. Desconcertado, extrajo un pañuelo del bolsillo interior de su levita y se limpió los labios.
—Disculpe, el vino está fuerte —masculló.
En ese momento, Eugenio irrumpió entre la concurrencia con un grito:
—¡Démosle la bienvenida a los músicos!
Un cuarteto de cuerdas comenzó a tocar una versión de «Sobre las olas». Eugenio tomó del brazo a Madame Guillot y la condujo a la biblioteca.
—Por favor, no arruines mis planes —suplicó—. Necesito hacerle una pregunta muy importante a Don Carlos. Si lo incomodas, se irá y perderé una oportunidad inmejorable.
Madame Guillot zafó su brazo de la mano de Eugenio. Se acomodó el sombrero sobre su abundante cabellera pelirroja, y preguntó:
—¿Tiene que ver con alguno de tus reportazgos morbosos?
—Es más importante que eso.
—¿El mensaje de Murcia?
El rostro de Eugenio ensombreció.
—No digas más, querido —Madame Guillot pasó delicadamente una mano por su mejilla—. Don Carlos es todo tuyo. Iré a la cocina a comprobar que todo esté en orden.
Eugenio encontró la oportunidad de hablar en privado con Roumagnac. Tenía un par de Habanos, que había comprado para la ocasión. Le explicó que a Madame Guillot le disgustaba el humo de los puros y salieron al jardín a fumarlos. Tras la tormenta del día anterior el cielo lucía limpio y despejado. La intensa luz de la luna proyectaba sombras demasiado humanas
en la vegetación.
Conversaron algunas trivialidades. Después, Eugenio decidió ir al grano.
—El crimen recién ocurrido en el Río Consulado, ¿no le recuerda al famoso Chalequero?
—Vi la nota que publicó El Imparcial —respondió Roumagnac—. Fue un buen recordatorio.
Eugenio le dio una calada al puro y contuvo una mueca: prefería los cigarros normales.
—Llámeme loco, pero aunque sé que es imposible, podría apostar que el Chalequero está de regreso…
—No está loco, al contrario: es bastante intuitivo. Quizá debería dejar El Imparcial y unirse a nuestras filas.
—¿Qué quiere decir?
—Es muy probable que usted tenga razón, y el asesino de esa anciana haya sido ni más ni menos que Francisco Guerrero.
—Pero si está en San Juan de Ulúa.
—No, señor. Si me ufano de la eficiencia de nuestro cuerpo policiaco, por algo será…
Roumagnac hizo una pausa estratégica, en la que aprovechó para saborear con toda calma su Habano. Parecía que tener en vilo a su audiencia era parte de su sello personal.
—La nota del Imparcial nos puso sobre aviso —dijo
al fin, mientras exhalaba una densa bocanada de humo—. Hicimos una rápida investigación y se descubrió que el Chalequero fue puesto en libertad en 1904. Oficialmente le puedo decir que es el principal sospechoso, y que la cacería del monstruo ha comenzado.
4
Ciudad de México, junio de 1888
Como todas las madrugadas, la cantina La América se encontraba llena de trasnochadores. Gente que había asistido a la ópera en el Teatro Nacional y quería la del estribo. Parejas provenientes de algún baile, aún con la suficiente cuerda para continuar. Incluso los enlutados participantes de un velorio que querían sacudirse el resabio de la muerte a base de ajenjo o tequila, según la capacidad del bolsillo de cada quien. La barra estaba atestada y el humo del cigarro volvía la atmósfera irrespirable, pero a nadie parecía importarle.
Las meseras no se daban abasto para saciar la sed de la concurrencia, y el ruido de los vasos de cristal al romperse era tan constante como el murmullo de las conversaciones.
Sentados en un gabinete, Julio y Eugenio bebían sendos fosforitos de café con alcohol, porque a esas alturas se habían gastado casi todo su dinero, y no les alcanzaba para nada más. El joven pintor miraba a todos
lados con desconfianza, mientras realizaba bocetos en servilletas sucias. Eugenio observaba a su amigo, con su bigote ralo y su nariz afilada, siempre sumido en oscuras meditaciones, refugiado en su mundo interior porque no encajaba en el de afuera. Parecía increíble que desde la cabeza de ese hombre tan frágil brotaran sátiros, medusas, mujeres-alacrán, dragones y demás fauna mitológica clásica o inventada por él mismo. Quizá, pensó Eugenio, son esos seres de pesadilla que lo habitan quienes agotan su energía, y lo dejan sin fuerza para enfrentar la vida real. Se preguntó si Julio viviría muchos años, y deseó que sí, porque nunca había visto un pintor tan original y dotado.
—Me quiero pelear —dijo de pronto Julio, sin apartar la vista de la barra.
Eugenio