Eugenio pensó en las palabras que Madam Guillot le dijo la otra noche en su casa y sólo entonces se animó a beber el coñac.
—Incluso he pensado —dijo el jefe— que deberías empezar a firmar tus notas. Te lo mereces.
—No es necesario. Todos somos El Imparcial —Eugenio se arrepintió al instante de aquella frase. De hecho, comenzaba a crecer en él un rechazo al diario en el que trabajaba.
—Como quieras. Pero pídeme algo, estoy dispuesto a complacerte.
Eugenio vio una oportunidad y no la desperdició.
—Quiero entrevistar al Chalequero. Usted tiene los contactos.
Reyes Spíndola se enderezó y depositó los codos sobre el escritorio.
—Tienes ambición, Casasola. Me agradas. Déjame ver qué puedo hacer.
Eugenio dejó la copa vacía sobre el escritorio y salió de la oficina. La euforia provocada por el alcohol reafirmó los planes que se ordenaban al instante en su cabeza. Cuando estuviera frente al asesino, no iría armado precisamente de preguntas.
6
Ciudad de México, julio de 1888
Ese día Eugenio recibió su sueldo, así que invitó a comer a Julio. Su plan era echarse unos tragos con su amigo y después visitar a Murcia. Por la noche, después de que hicieran el amor, le hablaría del plan de irse juntos a Europa. Le detallaría las maravillas que ahí encontrarían y los lugares en los que podrían vivir, para que tomaran la decisión final juntos.
Primero fueron a la calle del Espíritu Santo y entraron al restaurante del Bazar, situado en el edificio que albergaba al hotel del mismo nombre. Eugenio quería celebrar su decisión de emigrar al Viejo Continente con Julio, y qué mejor que hacerlo en ese palacio barroco, propiedad de franceses, antiguamente conocido como el hogar del conde de Miravalle. Comieron caracoles secos con perejil y limón, y mole de guajolote, acompañado de vino tinto. Una vez saciada la barriga, la sed aumentó, así que se trasladaron a la esquina del Portal de Mercaderes, donde se encontraba el Salón Peter Gay. Allí bebieron mezcal potosino, luego tequila, la bebida
de los pobres. En algún momento, Eugenio perdió de vista a Julio, pues el lugar estaba lleno. En parte la culpa la tuvo un breve pero perturbador encuentro que Eugenio experimentó al regresar del baño. Se topo con el general Sóstenes Rocha, veterano de la batalla de La Ciudadela, y uno de los pocos que había enfrentado
al Señor Presidente y había sobrevivido para contarlo. Además, era periodista, y dirigía el periódico El Combate.
Cuando Eugenio lo vio de frente, con su trago en la mano, se sintió intimidado. Estaba a punto de darse media vuelta, cuando el general lo tomó del hombro y dijo:
—Te conozco, jovencito. Tú trabajas para El Nacional.
Eugenio sólo atinó a hacer una mueca a manera de sonrisa.
—No te apenes. No todos pueden jugar a ser combativos, como yo. ¿Podrías acaso dispararle al Dictador con un arma si lo tuvieras de frente?
Eugenio negó con la cabeza.
—¿Lo ves? Esa es la diferencia entre tú y yo. Sin embargo, tienes el arma de las palabras, que es la más poderosa. No son buenos tiempos para ejercer nuestra profesión, y no lo serán hasta que el Tirano sea derrocado. Tú ahora eres joven, y el alcohol domina tu mente. Pero un día, tal vez, tengas la oportunidad de sumar una piedra en el camino que llevará al Déspota a la desgracia. Y no lo olvides: aunque sea sólo una piedra, es igual de importante que las demás.
El general se dio la vuelta y se alejó entre la gente. Eugenio quedó paralizado unos segundos, temeroso de que alguien cercano al Señor Presidente pudiera haber oído la conversación y lo tachara de subversivo.
Al volver a su mesa, ya no encontró a Julio. Un par de tequilas después, y cuando ya pensaba que era hora de dejar de esperar a su amigo y trasladarse a Peralvillo para ver a Murcia, se le acercó Pirrimplín: un enano del circo que cambiaba tragos a cambio de información, pues su corta estatura le permitía espiar sin ser visto.
—Sé dónde está tu amigo —le dijo, mientras se encaramaba en la silla y se quedaba de pie en ella, para estar a la altura de su interlocutor.
Eugenio sentía antipatía por ese personaje, mustio y convenenciero. Intentó librarse de él fingiendo indiferencia.
—Qué más da. Ya me voy a ver a mi novia.
—Tu novia está muy ocupada —dijo el enano, con cinismo.
Eugenio abrió grandes los ojos y estuvo a punto de cruzarle la cara al impertinente zotaco, pero se contuvo: era probable que no supiera nada y sólo estuviera provocándolo.
—Te dejo el vaso, para que lo huelas —dijo Eugenio, y se levantó.
El enano lo alcanzó afuera. Ya era de noche y las cucarachas volaban en torno a los globos de cristal del alumbrado. Los carbones de los focos eléctricos solían hacer un ruido constante, pero en ese momento sólo se escuchaba el aleteo de los insectos, como un presagio ominoso.
—Yo que tú lo iba a rescatar. Otra vez está con los celestiales.
Eugenio sabía lo que eso significaba. No le quedó más remedio que darle unas monedas al enano, retrasar su visita a Murcia, y dejarse conducir por las calles solitarias hacia el lugar en el que se encontraba su amigo. Se cruzaron con un gendarme, que tenía un silbato en la mano y un garrote en la otra. Se les quedó mirando; el enano, retador, le hizo una caravana burlona. Eugenio se molestó, pensando que la insolencia les podría traer problemas, pero de inmediato comprobó que había sido una buena estrategia: el gendarme rió y después les dio la espalada. No en vano el zotaco se ganaba la vida en el circo.
Llegaron a una lavandería de inmigrantes chinos, ubicada en el callejón de la Condesa. Estaba cerrada y ninguna luz se veía dentro, pero el enano aporreó la puerta. Abrió un celestial —como les decía Pirrimplín— que portaba una larga trenza y vestía una bata bordada. Cuando vio al enano, los dejó pasar. En un cuartucho al fondo del establecimiento había un fumadero de opio. Varias sombras languidecían sobre camastros. En medio de la luz de unas lamparillas de flama verde, Eugenio distinguió a Julio, perdido en ensoñaciones de humo. Intentó levantarlo, sin conseguirlo. Buscó
al enano, pero éste había desaparecido. El chino se le acercó. Con señas le preguntó si quería fumar. Eugenio lo espantó con un gesto de la mano, como si se tratara de un pajarraco insolente, y después sacudió con fuerza a su amigo. Julio abrió los ojos.
—Siempre supe que me encontraría a mis amigos en el infierno —dijo, con una sonrisa.
—Este no es el infierno, pero se le parece —dijo Eugenio, y de un jalón incorporó a Julio en el camastro—. No te puedo dejar en este tugurio.
—Shhh —dijo Julio, llevándose un dedo a los labios—. Que no te oigan los chinos. Te juro que los he visto comer ratas y niños. Y tienen una cola de mono en el trasero.
—Pues con más razón.
—No es justo. Estaba conversando con el Hada Verde.
—El Hada Verde es la del ajenjo.
Julio frunció el ceño, contrariado.
—¿Y tú qué sabes? El Hada Verde no le pertenece a nadie. Es la versión femenina de Caronte.
—Estás delirando.
Eugenio hizo otro esfuerzo y levantó a su amigo. Le pasó un brazo por la espalda y lo arrastró a la salida. Durante el trayecto, el chino los persiguió, haciendo señas y diciéndoles frases incomprensibles.