Afortunadamente, Terman ya había demostrado, solo un año después de idear la prueba de Stanford-Binet, cómo se podían estimar los coeficientes intelectuales a partir de biografías. En aquellos días, el coeficiente intelectual se definía como un “coeficiente de inteligencia” literal, es decir, la edad mental de un niño dividida por su edad cronológica, el resultado aritmético luego multiplicado por 100. La edad mental estaba determinada por el desempeño en tareas intelectuales clasificadas por edad. En consecuencia, si un niño de 5 años podía desempeñar bien las tareas más adecuadas para niños de 10 años, el coeficiente intelectual se convertiría en 200 (= 10/5 × 100). Bastante sencillo, ¿no?
Terman aplicó este método al desarrollo intelectual temprano de uno de sus héroes, Francis Galton, el primer científico en investigar el genio. Por ejemplo, Francis escribió la siguiente carta a su hermana mayor: “Tengo 4 años y puedo leer cualquier libro en inglés. Puedo decir todos los sustantivos y adjetivos latinos y verbos activos además de 52 líneas de poesía latina. Puedo hacer cualquier suma y puedo multiplicar por 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8, [9], 10, [11]. También puedo decir la tabla de conversión de los peniques. Leo un poco en francés y conozco el reloj”. Los dos números entre paréntesis se habían oscurecido, uno por una tachadura que hizo un agujero y el otro por un parche de papel. Aparentemente, el joven Galton vio que estaba reclamando demasiado, un acto que en sí mismo podría considerarse evidencia de una mayor edad mental. ¿Cuál es la expectativa normal para los niños de 4 años? Solo lo siguiente: decir si son hombre o mujer; nombrar una llave, un cuchillo y un centavo colocados frente a ellos; repetir tres números que acaban de decirles y comparar dos líneas frente a sus ojos. ¡Eso es! Si hubiese sido promedio, Galton ni siquiera habría podido contar cuatro monedas hasta los 5 años, dar su edad hasta los 6 años, copiar una oración escrita hasta los 7 años o escribir desde el dictado hasta los 8 años. En cualquier caso, utilizando evidencia biográfica adicional como esta, Terman dedujo que el coeficiente intelectual de Galton se acercaba a 200. Su edad mental era casi el doble de su edad cronológica.
Cox decidió aplicar el mismo método a los 301 pero, yendo más allá del alcance de su mentor, agregó mejoras metodológicas como compilar cronologías detalladas del crecimiento intelectual desde múltiples fuentes biográficas y tener evaluadores independientes que hacían estimaciones de CI a partir de esas cronologías. La tesis doctoral resultante fue muy impresionante: no solo obtuvo su doctorado en Stanford, sino que Terman también decidió incorporarla en el segundo volumen de Los estudios genéticos del genio. Se convirtió en el único volumen de los cinco que no involucró a los termitas, y el único que Terman no escribió ni fue coautor. La inclusión de este estudio fue importante porque Terman solo había publicado el primer volumen el año anterior, en 1925, y los volúmenes restantes se publicarían mucho después, el último no apareció hasta 1959. Los termitas tuvieron que crecer después de todo: los niños de 10 años tuvieron que llegar a la adultez.
Ahora viene la gran pregunta: ¿El estudio de los 301 genios de Cox respalda la importancia suprema de un alto coeficiente intelectual? ¿O su estudio defiende su relativa irrelevancia? En resumen, ¿realmente necesitas hacer la prueba? ¡Veamos!
Ventaja: ¡Un alto coeficiente intelectual es esencial para la fama y la fortuna!
Como grupo, sin duda, los 301 alardeaban de coeficientes intelectuales de nivel de genio, puntajes que claramente sobresalían de los recibidos por los termitas. Su coeficiente intelectual promedio oscilaba entre 153 y 164, dependiendo de la estimación específica adoptada (por ejemplo, edades 0-16 frente a edades 17-26). Lo que hace que el caso de Cox sea especialmente poderoso es que no solo presentó sus estimaciones de coeficiente intelectual, sino que resumió los datos biográficos sin procesar en los que se basaron esas estimaciones. De este modo, los lectores pueden tomar su propia decisión. Por ejemplo, como Galton, la edad mental de Mill era aproximadamente el doble de su edad cronológica. ¿No lo crees? Entonces reflexionemos sobre los siguientes hechos sobre su educación temprana:
John Stuart Mill no tuvo infancia; sus intereses y sus actividades fueron avanzadas desde el comienzo. Comenzó a aprender griego a los 3 años y desde entonces hasta noveno grado estudió clásicos griegos, haciendo informes diarios de su lectura. A los 7 años leyó a Platón y a los 8 años comenzó a estudiar latín. Antes de fin de año, ya se encontraba leyendo a los escritores latinos clásicos. No descuidaba las matemáticas: a los 8 años su curso incluía geometría y álgebra y a los 9 años secciones cónicas, esféricas y la aritmética de Newton. A los 10 y 11 años continuó con los estudios matemáticos y clásicos; también estudió astronomía y filosofía mecánica. En cálculo, que comenzó a estudiar a los 11 años, Mill fue en gran medida autodidacta.
Además de su educación formal extremadamente acelerada, Mill se involucraría en comportamientos indicativos de una mente bastante precoz. Por ejemplo, escribió una historia de Roma a los 6 años. ¿A qué edad la mayoría de la gente escribe su primera historia de Roma, o cualquier otra cosa?
Sin embargo, Cox dio un paso adicional. No todos sus genios creativos alcanzaban la misma magnitud de eminencia. Por el contrario, muchos eran uno más del montón, casi unos desconocidos excepto para los conocedores. Los ejemplos incluyen el filósofo francés Antoine Arnauld, el químico sueco Jöns Jacob Berzelius y el escritor escocés William Robertson. Al mismo tiempo, sus genios a veces exhibían un coeficiente intelectual subgenio, a veces demasiado bajo incluso para calificar para Mensa. Entre estos intelectos menos estratosféricos se encontraban creadores como el escritor español Miguel de Cervantes, el astrónomo polaco Nicolaus Copernicus y el pintor francés Nicolas Poussin. Debido a que todos sus genios ya habían sido clasificados como eminencias de acuerdo con la cantidad de espacio dedicado a ellos en las obras de referencia –el general francés Napoleón salió en el puesto número 1, mientras que la escritora inglesa Harriet Martineau ocupó el puesto 301 (¡ay!)– Cox podía correlacionar fácilmente los puntajes de CI con los rangos (invertidos, por supuesto). Obtuvo una correlación estadísticamente significativa, y la correlación siguió siendo significativa incluso después de corregir la confiabilidad de los datos (lo que significa que la información biográfica no era igual de buena para todos los genios). Además, esta relación positiva se ha replicado varias veces desde su propia demostración de 1926. Por lo tanto, la eminencia lograda estaba asociada con la inteligencia superlativa. ¡Su mentor, Terman, parece vindicado!
Desventaja: ¡Un alto coeficiente intelectual es tangencial a la fama y la fortuna!
Hasta ahora todo bien. La primera mitad del Consejo 1 parece justificada: una puntuación alta en el coeficiente intelectual parece aumentar las probabilidades de obtener elogios. Dicho esto, cuatro problemas ponen en duda esta conclusión.
Problema N° 1: La correlación inteligencia-eminencia. La relación entre el coeficiente intelectual y la eminencia lograda no es enorme ni siquiera grande. La mayoría de los estadísticos la clasificarían como una relación “moderada”. En términos prácticos, eso significa que hay un amplio margen para excepciones en cualquier extremo. El altamente eminente puede tener un coeficiente intelectual más bajo que el promedio y un coeficiente intelectual extremadamente alto puede estar asociado con una relativa oscuridad. Ya he dado tres ejemplos del primer caso, entonces, ¿quién ilustra el último? ¿Qué hay de Paolo Sarpi, el historiador veneciano? Aunque su coeficiente intelectual estimado era 195, lo que lo convertía