En la actualidad, Ibnou tiene más de sesenta años y sigue concibiendo hijos. Tiene más hijos de los que sabemos. Ya no se parece al tipo que en su día me amenazaba con pegarme los labios con pegamento para que me estuviera calladita si me reía demasiado alto, y yo ya no soy la niñita que solo lo veía como un taxista africano aburrido. Pero nuestra relación es… complicada. Sigo intentando ver mi relación con Ibnou tal como hace Alice. Ella siempre me dice: «No dejes que nadie te robe la felicidad. Si no quieren estar contigo o pasar tiempo contigo, déjalos que se vayan. Recomponte y sigue adelante. Has venido a este mundo sola y los pulmones de la persona de al lado no te ayudarán a respirar».
Es tan lista… aunque se casara con alguien cuya madre es idéntica a ella.
4
Me lo dijo una vidente
Gabby, todo lo que tienes de clarividente lo tienes de chiflada.
—Jussie Smollett
¡Anda! ¡Se me ha olvidado decir que Tola era vidente! O, al menos, así es como se ganaba la vida. Cuando mamá, Ahmed y yo nos mudamos de nuestro apartamento en Brooklyn y Tola se instaló con papá, la habitación de Ahmed se convirtió en su consulta. Digo «consulta» siendo un poco generosa. Seguía pareciéndose mucho a la habitación de Ahmed, incluso seguía estando allí su cama. Tola hacía pasar a esa habitación a sus clientes y se sentaba en el suelo mientras ellos tomaban asiento en la cama o delante de ella, también en el suelo. Tenía una bolsita con conchas de cauri y, al parecer, era capaz de leerlas para predecir el futuro. De niña, yo me lo creía a pies juntillas. Y pensaba que todos lo hacíamos, así que nunca me molesté en preguntar si de verdad era vidente o no. No se me ocurría que alguien pudiera fingir algo así. ¡Ay! ¡Era tan joven e inocente!
En los primeros tiempos después de la ruptura, mis padres hicieron un intento de custodia compartida. Ahmed y yo regresábamos a Brooklyn los viernes después de la escuela y volvíamos a casa de mi tía Dorothy, en Harlem, el lunes al salir del colegio. Yo me pasaba el fin de semana en nuestro antiguo apartamento, con su nuevo mobiliario, sus nuevos olores, mi nueva madrastra y mi nuevo hermanito. El apartamento en el que me había criado no me resultaba familiar sin mi madre allí. Sin mi familia allí. Había unas cuantas fotografías de mí y de Ahmed en un estante, pero parecían fuera de lugar. Parecíamos dos niños estadounidense en casa de una familia africana. Mi padre y Tola hablaban en wolof. Yo solo sabía un poco de wolof de cuando había visitado Senegal y no entendía bien lo que decían. Las únicas voces americanas que había por allí eran la mía y la de Ahmed, y ninguna de las dos parecía contar. Nosotros éramos los extranjeros ahora. Cuando Tola tuvo a su segundo hijo, mi hermano Abdul, a mi padre volvió a parecerle importante enseñarme a ser una «buena mujer y madre musulmana». Por eso tenía que ayudar a Tola con el recién nacido mientras mi padre conducía un taxi por la ciudad de Nueva York. A mí no me importaba. Quería mucho a Abdul y no quería perderme ni un segundo de su vida de bebé. Aunque por entonces yo solo tenía nueve años, me ocupaba de Abdul mientras Tola atendía a sus clientes.
Africanos de un montón de países distintos acudían a ver a Tola para conocer su futuro. Gente de Senegal como ella y como mi padre, gente también de Malí, de Nigeria, de Sudáfrica, ¡de todas partes! Para mí era como un arcoíris de todas las tonalidades y culturas de negro y marrón. En una ocasión, mientras estaba allí, ¡vinieron incluso unas afroamericanas! Era un domingo. Lo recuerdo porque aquellas dos mujeres mayores negras venían directamente de la iglesia, vestidas de punta en blanco. Una vestía de amarillo integral con un sombrero blanco. Y la otra iba toda de blanco con un sombrero blanco y negro. Me encantaron. Estaba emocionadísima de ver a otras estadounidenses en aquel apartamento. Tuve la sensación de haber estado perdida en otro país cuyo idioma no hablaba pero, al doblar una esquina, vi un McDonald’s y supe que todo estaba bien. Cuando llegaron aquellas señoras vestidas de domingo, Tola estaba atendiendo a otro cliente, así que se sentaron en el salón conmigo mientras yo veía un programa infantil en Comedy Central y cebaba a Abdul. Yo apenas hablaba con los africanos que venían a que les leyeran el futuro. Me gustaba hablar con ellos lo justo para escuchar sus acentos y dialectos, pero luego solía volver a concentrarme en lo que fuera que estuviera viendo en la tele, así que la conversación era mínima. ¡Pero el día de las afroamericanas no fue así para nada! Sometí a aquellas señoras a una batería de preguntas indiscretas. Les pregunté por qué querían que les predijeran el futuro, quién les había hablado de Tola y dónde estaba su iglesia. Ellas me preguntaron si Abdul era mi hijo o mi hermano. ¡Qué mala educación! Comentaron que hablaba muy bien inglés. Les di las gracias y les dije que llevaba practicándolo desde que tenía un año. Parecieron impresionadas, pero solo porque no se dieron cuenta de que estaba siendo sarcástica. Me encantaron aquellas señoras negras. No solo me recordaron a mi madre y a cómo solía ser nuestro apartamento, sino que me ayudaron a darme cuenta de que Tola podía ejercer de vidente para todo tipo de personas. De alguna manera, yo había dado por sentado que solo podía predecirles el futuro a africanos, que hablaba con espíritus africanos que le desvelaban los futuros secretos de otras personas africanas. Recuerda que tenía nueve años. Y entonces se me ocurrió que, si podía leerles el futuro a aquellas señoras negras, ¡entonces igual también podía decirme a mí qué me depararía la vida!
Una noche de verano, cuando ya tenía diez años cumplidos, le pedí que me leyera el futuro. Ella soltó una carcajada, porque debí de parecerle muy mona, y me dijo que sí. Sacó sus conchas de cauri y nos sentamos en el suelo del salón mientras papá miraba las noticias francesas en la televisión. (Juro por Dios que siempre mira el telediario francés. Debe de preocuparle mucho lo que sucede en Francia). En aquel entonces, Abdul ya había empezado a andar, pero yo lo retenía como un rehén sobre mi regazo porque solo tenía la sensación de que me quería si lo tenía abrazado. Tola me preguntó qué quería saber. Lo que yo de verdad quería saber era si alguna vez tendría un novio. Quería saber si Thomas, que vivía en mi edificio, estaba tan pillado de mí como yo de él. Y también quería saber si me vendría pronto la regla. Pero papá estaba a cinco pasos de distancia, en el sofá, y no me pareció apropiado formular ese tipo de preguntas. En lugar de eso, solté una risita, puse los ojos en blanco y dije:
—¡Yo qué sé! ¡El futuro! Lo que quiero saber es… el futuro y todo eso.
Agarró sus conchas en una mano, las agitó unas cuantas veces y luego las dejó caer en un bol que había colocado en el suelo entre ambas. Volvió a agarrarlas, las agitó de nuevo y las lanzó otra vez al bol.
—Veo que te espera un gran futuro —dijo al fin.
—¡¿Voy a ser psicóloga?! —le pregunté muy emocionada.
Tola no entendió la pregunta, así que la pasó por alto y respondió:
—Vas a ser famosa.
¡Buá! Eso sí que no lo había visto venir. Cuando era algo más pequeña había querido ser cómica, pero había abandonado ese sueño a los ocho años. También me había imaginado siendo famosa. Lo que más me habría gustado era ser cómica, para poder ir a clubes nocturnos y viajar.
—¿Haciendo de cómica? —quise saber.
Tampoco entonces Tola entendió mi pregunta, pero me dijo:
—No. No lo sé. ¡Pero sí sé que serás famosa!
—¿Cómo? —insistí yo.
—No lo sé, pero vas a serlo —me tranquilizó.
No me cuadraba. En aquel entonces, mamá había dejado de ser una maestra paraprofesional y se había convertido en una destacada intérprete en el metro. (Sí, lo sé, pero ya lo explicaré un poco más adelante). Tenía un montón de fans bajo tierra y Ahmed y yo estábamos