El diablo huye al instante confuso y el Santo se vuelve a la celda glorificando al Señor.
Un hermano piadoso que estaba en oración a aquella hora fue testigo de todo gracias a la luz de la luna, que resplandecía más aquella noche. Mas el Santo, enterado después de que el hermano lo había visto aquella noche, le mandó que, mientras él viviese, no descubriera a nadie lo sucedido.
(Tomás de Celano, Vida segunda, II, 82: FF 703)
27 de enero
A todos los reverendos y muy amados hermanos (...) el hermano Francisco, hombre vil y caduco, vuestro pequeñuelo siervo, os desea salud en aquel que nos redimió y nos lavó en su preciosísima sangre (cf Ap 1,5); al oír su nombre, adoradlo con temor y reverencia, rostro en tierra (cf 2Esd 8,6); su nombre es Señor Jesucristo, Hijo del Altísimo, que es bendito por los siglos (cf Lc 1,32; Rom 1,25).
Oíd, señores hijos y hermanos míos, y prestad oídos a mis palabras (He 2,14). Inclinad el oído de vuestro corazón y obedeced a la voz del Hijo de Dios (Is 55,3). Guardad en todo vuestro corazón sus mandamientos y cumplid perfectamente sus consejos.
Confesadlo, porque es bueno, y ensalzadlo en vuestras obras (Sal 135,1); porque por esa razón os ha enviado al mundo entero, para que de palabra y de obra deis testimonio de su voz y hagáis saber a todos que no hay omnipotente sino él (cf Tob 13,4). Perseverad en la disciplina (Heb 12,7) y en la santa obediencia, y lo que le prometisteis con bueno y firme propósito cumplidlo. Como a hijos se nos ofrece el Señor Dios (Heb 12,7).
Así pues, os ruego a todos vosotros, hermanos, besándoos los pies y con la caridad que puedo, que manifestéis toda reverencia y todo honor, tanto cuanto podáis, al santísimo cuerpo y sangre de nuestro Señor Jesucristo, en el cual las cosas que hay en los cielos y en la tierra han sido pacificadas y reconciliadas con el Dios omnipotente.
(Carta a toda la Orden: FF 215-217)
28 de enero
Ruego también en el Señor a todos mis hermanos sacerdotes, los que son y serán y desean ser sacerdotes del Altísimo, que siempre que quieran celebrar la misa, lo hagan simple y llanamente reverenciando el verdadero sacrificio del santísimo cuerpo y sangre de nuestro Señor Jesucristo, con intención santa y limpia, y no por cosa alguna terrena ni por temor o amor de hombre alguno, como para agradar a los hombres; sino que toda la voluntad, en cuanto la gracia la ayude, se dirija a Dios, deseando agradar al solo sumo Señor en persona, porque allí solo Él mismo obra como le place; porque, como Él mismo dice: Haced esto en memoria mía (Lc 22,19) si alguno lo hace de otra manera, se convierte en Judas, el traidor, y se hace reo del cuerpo y de la sangre del Señor (cf 1Cor 11,27).
Recordad, hermanos míos sacerdotes, lo que está escrito de la ley de Moisés, cuyo transgresor, aun en cosas materiales, moría sin misericordia alguna por sentencia del Señor. ¡Cuánto mayores y peores suplicios merecerá padecer quien pisotee al Hijo de Dios y profane la sangre de la alianza, en la que fue santificado, y ultraje al Espíritu de la gracia! (Heb 10,28-29). Pues el hombre desprecia, profana y pisotea al Cordero de Dios cuando, como dice el Apóstol, no distingue (1Cor 11,29) ni discierne el santo pan de Cristo de los otros alimentos y obras, y o bien lo come siendo indigno, o bien, aunque sea digno, lo come vana e indignamente, siendo así que el Señor dice por el profeta: Maldito el hombre que hace la obra de Dios fraudulentamente. Y a los sacerdotes que no quieren poner esto en su corazón de veras los condena diciendo: Maldeciré vuestras bendiciones (Mal 2,2).
(Carta a toda la Orden, II: FF 218-219)
29 de enero
Oídme, hermanos míos: Si se honra a la santísima Virgen tal y como se merece, porque lo llevó en su santísimo seno; si el Bautista bienaventurado se estremeció y no se atreve a tocar la cabeza santa de Dios; si el sepulcro, en el que yació por algún tiempo, es venerado, ¡qué santo, justo y digno debe ser quien toca con sus manos, toma en su corazón y en su boca y da a los demás para que lo tomen, al que ya no ha de morir, sino que ha de vivir eternamente y ha sido glorificado, a quien los ángeles desean contemplar! (1Pe 1,12).
Ved vuestra dignidad, hermanos sacerdotes, y sed santos, porque él es santo (cf Lev 19,2). Y así como el Señor Dios os ha honrado a vosotros sobre todos por causa de este ministerio, así también vosotros, sobre todos, amadlo, reverenciadlo y honradlo. Gran miseria y miserable debilidad, que cuando lo tenéis tan presente a él en persona, vosotros os preocupéis de cualquier otra cosa en todo el mundo.
¡Tiemble el hombre entero, que se estremezca el mundo entero, y que el cielo exulte, cuando sobre el altar, en las manos del sacerdote, está Cristo, el Hijo del Dios vivo (Jn 11,27)!
¡Oh admirable celsitud y asombrosa condescendencia! ¡Oh humildad sublime! ¡Oh sublimidad humilde, pues el Señor del universo, Dios e Hijo de Dios, de tal manera se humilla, que por nuestra salvación se esconde bajo una pequeña forma de pan!
Ved, hermanos, la humildad de Dios y derramad ante Él vuestros corazones (Sal 61,9); humillaos también vosotros para que seáis ensalzados por Él. Por consiguiente, nada de vosotros retengáis para vosotros, a fin de que os reciba todo enteros el que se os ofrece todo entero.
(Carta a toda la Orden, II: FF 220-221)
30 de enero
San Francisco encontró una vez en Colle, condado de Perusa, a uno muy pobre, a quien había conocido estando todavía en el mundo. Y le preguntó: «¿Cómo te va, hermano?». El pobre, irritado, comenzó a maldecir contra su señor, que le había despojado de todos los bienes. «Por culpa de mi señor –dijo–, a quien el Señor todopoderoso maldiga, lo único que puedo es estar mal» (cf Gén 5,29).
Más compadecido del alma que del cuerpo del pobre, que persistía en su odio a muerte, el biena-venturado Francisco le dijo: «Hermano, perdona a tu señor por amor de Dios, para que libres a tu alma de la muerte eterna, y puede ser que te devuelva lo arrebatado. Si no, tú, que has perdido tus bienes, perderás también tu alma». «No puedo perdonar de ninguna manera –replicó el pobre–, si no me devuelve primero lo que se ha llevado».
El bienaventurado Francisco, que llevaba puesto un manto, le dijo: «Mira: te doy este manto y te pido que perdones a tu señor por amor del Señor Dios». Calmado y conmovido por el favor, el pobre, en cuanto recibió el regalo, perdonó los agravios.
(Tomás de Celano, Vida segunda, II, 56: FF 676)
31 de enero
El padre de los pobres, el pobrecillo Francisco, identificado con todos los pobres, no estaba tranquilo si veía otro más pobre que él; no era por deseo de vanagloria, sino por afecto de verdadera compasión. Y si es verdad que estaba contento con una túnica extremadamente mísera y áspera, con todo, muchas veces deseaba dividirla con otro pobre. Movido de un gran afecto de piedad y queriendo este pobre riquísimo socorrer de alguna manera a los pobres, en las noches más frías solicitaba de los ricos del mundo que le dieran capas o pellicos. Como estos lo hicieran devotamente y más a gusto de lo que él pedía de ellos, el bienaventurado Padre les decía: «Acepto recibirlo con esta condición: que no esperéis verlo más en vuestras manos». Y al primer pobre que encontraba en el camino lo vestía, gozoso y contento, con lo que había recibido.
No podía sufrir que algún pobre fuese despreciado, ni tampoco oír palabras de maldición contra las criaturas. Ocurrió en cierta ocasión que un hermano ofendió a un pobre que pedía limosna, diciéndole estas palabras injuriosas: «¡Ojo, que no seas un rico y te hagas pasar por pobre!». Habiéndolo oído el padre de los pobres, san Francisco, se dolió profundamente, y reprendió con severidad al hermano que así había hablado, y le mandó que se desnudase delante del pobre y, besándole los pies, le pidiera perdón. Pues solía decir: «Quien