Y no es que sepa yo mucho de barcos, pero la Rasalhague me parece una curiosa mezcla entre un barco pirata de los de antes y uno de estos veleros más… de los de ahora. Tiene su castillo de popa en la parte de atrás, con su timón encima, y sus ocho cañones por banda que parecieran robados de algún museo de artillería antigua; pero las velas se ven más modernas, diría yo. He hecho un dibujito, y hasta le he puesto su buena bandera pirata, aunque confieso que en realidad no sé si tiene. Al menos, por ahora, izada no está.
Esta tarde me la he recorrido de pe a pa, y ese suave olor a mar desaparece de golpe y porrazo en el instante en que uno se adentra en las cámaras inferiores, al punto de volverse de un insoportable que no sé si ponerme a reír o a llorar: ahí abajo el olor es más como una mezcla de humedad, sudor, pis, caca y vómito, a la que uno parece acabar acostumbrándose después de un par de semanas. Para colmo de males, no creo que estas gentes se duchen muy a menudo; no por cochinos, sino porque a ver de dónde saca uno el agua dulce en el medio del océano… ¡La vida pirata, la vida mejor! Eso sí, la cubierta hay que limpiarla todos los días, aunque sea con agua del mar. Yo, por eso, he colocado aquí mi hamaca.
Pero vaya, que así dormimos todos aquí, ¿eh?; en un saco de dormir sobre una hamaca. Todos, menos la capitana, supongo. Yo me la imagino en su camarote toda espatarrada en una de esas camas que son más anchas que largas, con un gran cabezal de caoba tallada.
Parece que al fin me consigo relajar un poco. Hace unos minutos, escudriñando el cielo con una Luna que no hace más que estorbar, encima de Sagitario y Escorpio he localizado a Rasalhague, la estrella que da nombre al barco; como si las estrellas mismas hubieran ideado el plan perfecto para hacerme embarcar. Y ya que estoy en estas, debo decir que Rasalhague no es precisamente de las estrellas que más brillen en el cielo. Bajo las luces de la ciudad, en una noche de verano, podría tal vez dejarse ver tímidamente, y entonces le ocurre lo que a la estrella Polar —la que señala siempre al norte—: uno la reconoce solo si sabe dónde mirar, y no porque tenga un brillo especial.
Para localizar mi estrella-barco se puede dibujar un gran cuadrilátero —tan grande que ocupa más de la mitad del cielo— con las estrellas de verano Vega, Arturo, Antares y Altair, que sí que resaltan por su brillo, y Rasalhague queda justamente en el centro, en el cruce de las dos diagonales.
Aquí, sin embargo, en el inmenso mar y tan lejos de la costa, Rasalhague se deshace de toda timidez y pretende brillar como la que más. Pienso ahora que es el nombre perfecto para este barco y para mi cometido en él. Lo único que me molesta es que siento que nunca me voy a acostumbrar al vaivén de las olas. Arriba y abajo, arriba y abajo; un buen pirata no se puede marear. ¡Ay! ¡Si tan solo fuese yo un pirata!
Veamos. Toda esta locura empezó en verdad hace ya bastante tiempo, una noche en que iba yo solo atravesando un puente muy laaargo que cruzaba un río muy aaancho —tanto, que un amigo lo confundió una vez con un lago—. Caminaba yo mirando al cielo, observando las estrellas, vaciando mi mente de todo cuanto rodeaba mi vida en aquel entonces, y me perdí; me perdí dentro de mí. De repente tuve la ilusión de que las luces de la ciudad, adelante y atrás de mí, se debilitaban hasta desaparecer; que la noche se cerraba a mi alrededor; y que las estrellas comenzaban a arroparme, por así decirlo, parpadeando más y más fuerte cada segundo que pasaba. Y entonces, empecé a oírlas dentro de mi cabeza. A las estrellas, sí.
Me pareció que susurraban muy bajito, como suaves ecos que resonaban en mi cabeza. Hasta tuve que detenerme para oírlas bien. Y juro por mis cinco sentidos que me estaban pidiendo, por favor, que escribiera sobre ellas: su vida. Así de claro.
A la mañana siguiente, por supuesto, no lo tenía yo tan claro, y al final acabé ignorándolo por completo durante algunos años, hasta que hace no mucho las estrellas volvieron a acentuar su parpadeo y regresaron los susurros, los ecos, las súplicas. Por falta de tiempo, o tal vez por incredulidad, quise volver a hacer oídos sordos, pero esta vez no funcionó: las estrellas empezaron a gritar más fuerte y con mayor insistencia, y empezaron los dolores de cabeza y las noches con la cabeza bajo la almohada y con las persianas completamente cerradas para que no entrara el más mínimo atisbo de su luz. Me estaba volviendo loco.
Hasta que, simple y llanamente, me rendí.
Ahora, en el silencio de la madrugada, salvo por el seseo del Mediterráneo y el crujir de la Rasalhague, me parece poder oírlas algo más calmadas, como si estuvieran susurrando algo entre ellas; y espero poder tranquilizarlas pronto, pues aquí tendré muchísimo tiempo para escribir. Por eso me embarqué.
¿Cómo es que supe de la Rasalhague? Resulta que la capitana, Carla «Sable», es una sobrina segunda o tercera de mi padre: hija de un primo segundo suyo o algo así, lo cual supongo que la convierte en mi prima lejana. Cuando supe el nombre del barco lo interpreté como una señal del universo para que me embarcara. Para añadirle cuento y por si todo esto no fuese ya lo suficientemente ridículo, Carla tiene una prótesis de madera en su pierna izquierda: ¡una pata de palo! Y el caso es que, por alguna extraña razón que aún no acabo de comprender, Carla aceptó de buena gana acogerme como uno más de su tripulación, mientras yo escribo mi libro sobre las estrellas.
El cocinero de a bordo se llama Silva «el Largo», y lo único que tendré que hacer a cambio de haberme dejado acompañarlos será ayudarlo a él en la cocina. ¡Es todo!
Luego están la contramaestre de Carla, Ana «Boon», y el timonel, Íñigo «Seisdedos», que sí, que tiene seis dedos en cada mano. Y creo que esta mañana me he quedado mirándole las manos durante más tiempo del reglamentario, porque un rato después de que Carla me lo presentara se me ha acercado Boon, la contramaestre, sin que la viera venir siquiera, y me ha dicho cerca del oído con voz ronca y acento isleño:
—No verás otro timón como el de la Rasalhague. Fue tallado durante seis semanas y seis días para ser manejado solo por una persona con seis dedos en cada mano.
Boon ha concluido tosiendo desagradablemente junto a mi oreja. Y no sé si eso del timón tiene algún sentido o acaso los meses en alta mar acaban volviendo a uno chiflado —aunque puede que eso case bien con todo el asunto este de las estrellas que me hablan—, pero confieso que Boon me ha dado un poco de yuyu. Tiene tanta o más pinta de pirata de cuento como la tiene Carla: con un tatuaje de una serpiente en su antebrazo izquierdo que sube desde su muñeca hasta la parte interior de su codo, y una cicatriz blanca que le cruza la cara desde la parte derecha de la frente, por el entrecejo, hasta la mejilla izquierda. Vaya, que sí, que un poco de miedito sí que me ha dado.
Una última cosa que debo decir es que aquí todo el mundo tiene un apodo, así que pienso que me tendré que buscar uno yo también. Un día en cubierta me ha bastado para aprendérmelos todos, aunque aún no sé bien quién es quién. Trece en total: Boon, Catalejo, Garfio, Jarana, Largo, Lobo, Navaja, Pala, Sangre, Sable, Seisdedos, Timple y Vudú.
Y no ha sido hasta que nos estábamos alejando de la costa cuando realmente he caído en la cuenta de que este no es un barco cualquiera, sino un puñetero barco pirata, ¡lleno de puñeteros y puñeteras piratas! Como un completo idiota, he subido al castillo de popa y me he acercado tímidamente a Carla para preguntarle si tendré que participar yo en los saqueos y en los abordajes y en todas esas cosas de piratas. ¿A quién se le ocurre? Lo dicho: solo a un idiota. Ella ha soltado una carcajada mientras azotaba su pata de palo contra el suelo de madera y me ha gritado:
—¡Bienvenido a bordo de la Rasalhague, bribón!
Está bien… pero ¿eso