Coherencia que no le induce a ocultar aquello que a él le parecía injusto. Esto es precisamente el mayor mérito de este libro: su sinceridad y su tono. Un tono narrativo de gran plasticidad, veteado por comentarios llenos de una ironía generalmente compasiva, no mordaz. Todo esto permite mantener muy vivo el interés de la lectura. Son muchos los aspectos humanos de la guerra los que César desvela. Sus memorias no contribuyen tanto a completar el relato cronológico-militar de la guerra, cuanto a mostrar el lado más escondido de su trastienda, así como las complejas interacciones humanas que a su calor se desarrollaron. Esta es su principal aportación al conocimiento y valoración de aquellos «Voluntarios de la Libertad», aunque él, probablemente, hubiese preferido ser llamado «luchador por la justicia y la igualdad».
SEVERIANO MONTERO BARRADO
Asociación de Amigos de las Brigadas Internacionales
¡ES LA GUERRA, CAMARADA!
Capítulo 1
LA SALIDA
Y si tuviera que ir de nuevo, seguiría el mismo camino.
La estación de Austerlitz, como todas las estaciones, es un lugar público por excelencia. Los taxis se agolpan en la entrada, las taquillas en el hall, la gente en la sala de espera, muchos trenes llegan, muchos se van… pero ni rastro del nuestro.
Hemos llegado demasiado pronto, por lo que tenemos que buscar un restaurante para cenar. En otras circunstancias, y por precaución, habríamos evitado ir a ese restaurante y en su lugar habríamos escogido un bistró barato y discreto, pero esta no es una noche normal sino una muy especial. Esta noche, el dinero no tiene ningún valor, o mejor dicho, no tiene el mismo valor para ese grupillo de jóvenes de ojos brillantes y aire misterioso que llevan como único equipaje un maletín.
Esa falta de interés comenzó en el metro de Miromesnil, en la primera cita. Mientras esperábamos en la calle, impacientes y en silencio, a los que llegan tarde, o nos parábamos a tomar un café de vez en cuando. Nos lo bebíamos callados y, antes de salir en aparente calma, dejábamos, con filosofía, que pagara otro. Si no le llegaba para pagar, alguien le daba calderilla. Y volvíamos a salir al frío a pasear, en aquella famosa tarde tan señalada de finales de octubre de 1936.
Finalmente, en la entrada del metro, se juntan varias sombras, indicando que ha llegado el momento de agruparse. Alrededor de una silueta alta y tiesa, en corro, el grupo escucha con atención las instrucciones precisas.
Un grupillo de mujeres jóvenes se mantiene al margen, sin mostrar ningún interés por esos tejemanejes. Recibidas las instrucciones, todo el grupo se dispersa en silencio menos las mujeres, pues tienen que preguntar:
–Es en Austerlitz, ¿verdad?
A esta única pregunta, una sola respuesta por parte de los hombres:
–¡Mujeres! ¡Qué calamidad! ¡Que no… que es en la estación de Lyon!
Es una sutil estratagema del responsable, que ha decidido deshacerse de ellas ante las quejas del máximo responsable por no haber respetado la consigna «Nada de mujeres». Pero ellas desaparecen escaleras abajo entre risas.
–Sí, sí… no te lo crees ni tú.
Y así desaparecen en la oscuridad, cotorreando. Nosotros nos quedamos de una pieza:
–Ya verás, irán a la estación de Lyon por si acaso y luego irán a Austerlitz, así que bastará con ser más rápidos que ellas.
Y así nos vamos, en pelotón.
–¿Hay que hacer trasbordo en la plaza de la Concordia?
–No, va directo.
A nadie se le ha ocurrido consultar el plano. Como buenos parisinos, no hace falta. Y de nuevo todos nos quedamos pensativos. Por suerte y para nuestro agrado, el ruido del metro cubre el silencio. Por fin nos hemos deshecho de ellas, aunque la separación sea por mucho tiempo, tal vez muchísimo tiempo. ¿Quién sabe? Tal vez para siempre.
–Es la próxima. Pásalo.
Una vez en el andén del metro de Austerlitz, vuelven las inevitables peleas:
–Por aquí, ¡por ese lado!
–No, ¡por ahí!
–No… mira el cartel, ¡está bien claro!
–¡Que no, por allí!
Por fin salimos al hall de la estación, a la altura de la consigna, aunque no tenemos nada que consignar. ¿Maletas? ¡Qué va! Parece que nos hemos escapado de algún sitio, o que acabábamos de bajar del tren, cuando en realidad venimos a lo contrario. Nos perdemos en los sinuosos pasillos.
–Mira, es por ahí.
–No, por aquí.
–Así no vamos a ninguna parte, hay que preguntar.
–¡Silencio! –zanja el responsable–. Recordad la consigna: prohibido llamar la atención. Ya nos pillaron una vez por culpa de las mujeres.
Seguimos buscando con más ahínco cuando, al doblar la esquina, oímos unas voces femeninas:
–¡Por aquí, por aquí! –nos gritan.
¡Qué pájaras! Han llegado antes. A estas no se les escapa ni una. La escena ha provocado gran alboroto y risas, a pesar de la aparente seriedad del responsable.
–Pero bueno, ¿ya estáis aquí?
–Pues claro. Como nos habéis mentido, hemos tenido que darnos prisa.
Aunque teníamos que haberos acompañado, para que no os perdierais.
Verdad eterna, los que no saben intentan informarse, aún más si se trata de mujeres. Los demás obedecen y siguen al que sabe.
–¡Bueno, pues aquí nos despedimos!
–¡No, aquí no! ¡Arriba, en el andén!
–No, nada de eso. Está terminantemente prohibido, ya hemos infringido las normas en el metro. Ya basta.
Un grupo de chicos, maleta en mano, pasa en silencio, sin prestar atención a la disputa y se aleja con indiferencia. Su responsable, que es el gran responsable, lanza una breve mirada de reproche al subresponsable, que naturalmente le responde también en silencio:
–Mensaje recibido, pero qué quieres que haga yo, las mujeres son así….
–Vamos, chicas, un poco de disciplina. ¿Habéis visto a los demás? No se quejan y van sin sus mujeres. Nos vais a meter en un lío. Las instrucciones son muy claras: nos reunimos en grupos pequeños para no llamar la atención. Ya sabéis que hemos de pasar desapercibidos para no tener problemas en la frontera. Incluso en el tren, viajaremos dispersos por precaución.
–Pero vuestro tren sale dentro de una hora. ¿Qué vais a hacer hasta entonces?
–Increíble. ¡También saben a qué hora salimos!
–Escúchame… ¿No lo entiendes? Yo confiaba en ti y resulta que eres tú la que peor ejemplo está dando.
El argumento no cae en saco roto, o eso parece. Pero el grupo es muy solidario. Viendo que una de las suyas baja la guardia, incluso sin saber de qué va la historia, todas vuelven a la carga, sin orden pero con brío. Aprovechando el alboroto general, Andrée se mete también, como queriendo que todo el mundo se ponga de acuerdo.
–¿Y si perdéis el tren, por ejemplo?
Hice esto con la serenidad de la inconsciencia, como si fuera una idea de cajón, que no se le había ocurrido a nadie. Nada puede resultar más absurdo. Los chicos, estupefactos, se quedan mudos. Pero ella, creyendo que ha captado la atención, se pierde en explicaciones…