Hay uno que viene de Moscú, uno de aquellos que habíamos recibido como si fuesen superhombres, los líderes que debían conducirnos a la victoria. El «mexicano» en cuestión, rebosante de seguridad, locuaz y rodeado por algunos jóvenes yugoslavos, mantiene a su público subyugado con el relato de sus «hazañas».
Uno de esos abusos eran las diferencias salariales entre el simple soldado y los oficiales, diferencias que escandalizaban a César y otros muchos. Ya al final de su estancia en España se encuentra con un grupo de estos:
Todos son oficiales, están bien vestidos, bien alimentados, y bien ociosos; todos «mexicanos» con buen aspecto. Con curiosidad acogen al recién llegado, que, andando con dificultad y ayudándose de dos bastones, les informa de que no tiene nada que ver con ellos. Con sus preguntas intentan «desmenuzar» al intruso, a sopesarlo, a evaluarlo. Al final descubren que es un franco-búlgaro, entonces viene la pregunta test, que consideran pregunta trampa: «¿Has visto?, tus franceses han puesto objeciones al sueldo de los oficiales» (este es tres o cuatro veces el de los soldados). Esta diferencia de sueldo había sido muy mal recibida por el conjunto de los internacionales, pero son los franceses los que más se habían resistido, y durante más tiempo.
De manera parecida habla César de los rusos, los tovaritchs. En una conversación que mantiene con uno de esos asesores, el asignado a la brigada del Campesino, se atreve a decirle: «Otra cosa, soy miembro del Partido desde hace varios años y, como TÚ bien sabes, en el Partido nos tuteamos». Y prosigue:
Ahora sí que el tovaritch se siente incómodo; queda claro que el mundo capitalista es muy complicado: el subordinado no se subordina y –resulta evidente– no aprecia la suerte que tiene de estar supeditado a un oficial del ejército soviético. No solo se dirige a él de igual a igual, sino que se expresa sin el comedimiento obligado a la jerarquía.
Pero no son estos aspectos los principales de su experiencia española, aunque la empañen en parte. César tiene claro a qué ha venido y sabe que tiene que arrostrar todas las inclemencias de la guerra. Así, cuando recuerda los duros combates de la Casa de Labor en noviembre de 1936 (capítulo 5. Casa de Campo) escribe:
Lo que nos hace resistir es el hecho de estar aquí por voluntad propia. Sí, somos voluntarios. Nosotros decidimos venir. Y sin embargo, en nuestro fuero interno, cada uno de nosotros intenta desesperadamente acallar al ángel malo que no deja de recordarnos la vida apacible y tranquila, incluso feliz, que llevábamos del otro lado de los Pirineos hace tan solo unos días […] Con esos desvaríos insidiosos y el miedo en las tripas, hay que aguantar de pie o tumbado, según el caso, con el fusil en la mano. Sí, hay que resistir cueste lo que cueste y evitar contagiarles el miedo a los demás. Si bien es cierto que los demás no necesitan que nadie les contagie nada, pues cada uno ya padece lo suyo.
Y de todas las vivencias, claro, la peor es la muerte del compañero, que se repite con una cadencia infernal:
Ha llegado el momento de asistir a la ceremonia fúnebre de los primeros caídos. Qué duro es, a los veinte años, contemplar un objeto inerte, ya tieso, con las manos ensangrentadas y crispadas sobre el pecho, como si quisiera, desde el más allá, impedir el estallido de un shrapnel que le ha socavado las costillas. Desde luego que vengaremos su muerte; pero, mientras tanto, lo tendemos en el hoyo que él mismo cavó, profundizado, claro está, por sus camaradas.
Pero todo ello tiene un sentido; han venido a echar una mano y ya no hay marcha atrás. Por el contrario, existe el orgullo del papel jugado en esos primeros meses de resistencia a las embestidas fascistas:
Resulta inimaginable que el ser humano pueda seguir un ritmo de vida semejante. Y sin embargo, esa ha sido nuestra realidad cotidiana durante días, semanas y meses, con algunos intervalos de descanso. Así hicimos creer a los franquistas desde 1936 que éramos decenas de miles. Estábamos por todas partes. Nuestros ataques sorpresa los desconcertaban; su radio informaba con rabia de los estragos de aquellos «rufianes internacionales» que desplegaban ataques simultáneos por doquier. Y eso que solo éramos tres batallones. Nos enorgullecía ser tan temidos.
En cuanto a sus relaciones con la gente de España, cabe destacar una escena –que presenta en el capítulo 7– que refleja la prudencia de los internacionales y la mutua admiración que existe entre estos y la gente del pueblo. Se produce tras la batalla de Boadilla, cuando el batallón se retira a un pueblito cercano a El Escorial:
Hemos llegado sin bombo ni platillo, pero también sin intendencia […] Pero aquí no hay tiendas abiertas, bueno, ni abiertas ni cerradas, y estos campesinos apenas tienen para sobrevivir ellos, y nosotros somos una caterva de hambrientos. Y además no nos sentimos con ánimo para pedirles nada. Sin embargo, ellos se dan cuenta que llevamos ahí desde por la mañana, que el tiempo pasa, y que algunos de nosotros, más previsores, han sacado de su mochila un mendrugo de pan.
Uno de los chicos se aleja, el otro se queda para mantener la conversación, tan contento de codearse con franceses. Al cabo de un rato, su compañero vuelve, la cara resplandeciente y, discretamente, susurra algo al mayor. Este, reticente, explica que no son ricos. Que su casa no es muy grande. Que no pueden invitar a todo el mundo. Pero que para nosotros cuatro sería un gran placer. Y sin esperar la respuesta nos arrastran hasta la entrada de su casucha. En su interior, necesitamos un tiempo para acostumbrarnos a la penumbra, ya que solo una escasa llama de la chimenea alumbra la habitación. Nos invitan a sentarnos alrededor de la mesa, solo nosotros cuatro; mientras que los dos chicos, la «madre» y alguien más… se quedan de pie detrás de nosotros.
Para finalizar, en un relato como este no podían faltar las referencias a los judíos, un colectivo excepcional que sumó cerca de nueve mil voluntarios procedentes de casi todos los países y con mentalidades muy diversas. Ya al comienzo del libro, al narrar el viaje a España, mantiene César una conversación en la que un compañero le espeta: «Algunos camaradas militan muy bien hasta que surge el peligro y se apartan. Pero no se debe generalizar, tú, por ejemplo, has venido. Aunque también es verdad que algunos camaradas judíos solo son revolucionarios de boquilla. Por eso nos alegramos de que estés aquí». Y César reflexiona: «Así que era eso… El condenado asunto de ser judío».
Pero será en el capítulo 7 cuando César confronte su mentalidad «laica» con el judaísmo más hermético de otros grupos:
De todas las unidades de la brigada, solo la sección judía de los polacos se empeña en tener una actividad autónoma, o al menos mantenerse en un grupo distinto, sin dejar de pertenecer a la formación polaca, pero como unidad independiente, con un comandante judío. Esto sorprende bastante en las otras formaciones donde también hay judíos internacionales en el conjunto de los efectivos, sin que por eso se cree el menor litigio. Hay hasta judíos y árabes de Palestina combatiendo codo a codo. Esto resulta incomprensible para los judíos polacos, que no se imaginan poder convivir y actuar con los demás polacos. No conciben, lo que es evidente, que en las otras formaciones haya judíos, sin que ello resulte problemático. Porque en el grupo de polacos, con ese aislamiento, y a pesar de la vigilancia de los responsables políticos, siempre suele haber enfrentamientos, litigios que degeneran en peleas, con insultos como «judíos asquerosos».
Sin embargo, la sección judía pone un punto de honor al presentarse voluntaria para todos los golpes duros, y les da mucha rabia no poder igualar a los otros polacos en la acción, arrastrándose hacia las posiciones enemigas sin producir alarma o, cuando se aborta una operación, poder correr tan deprisa y durante tanto tiempo como ellos.
En definitiva, César sabe bien por qué lucha, y eso le lleva a mantener una coherencia indudable, una positiva adaptación al medio ambiente bélico. Por ello confesará:
La guerra es una cosa inhumana y contra natura. Pero es ahí donde me he descubierto a mí mismo y me he encontrado, donde me he conocido y reconocido. He constatado con asombro que me gustaba, me sentía vivir libre al contacto con la naturaleza. Vivir libre y despreocupado, solo había que