Hasta entonces se había creído que el cielo consistía en esferas de cristal, bolas huecas concéntricas que sostenían las estrellas fijas y cada estrella errante en particular. Para explicar el movimiento de los astros, especialmente el de los planetas, con todas sus desigualdades, Aristóteles había concebido un sistema formado por gran número de aquellas esferas. Al otro lado de la esfera de las estrellas fijas radicaba el empíreo, que en la Edad Media cristiana, al igual que para Dante, constituía la morada de los bienaventurados. Desde allí arriba descendía, por orden, la jerarquía de las partes en que se dividía el mundo. De todas ellas, la Tierra, en el escalafón más bajo, ocupaba el último lugar. Cada una de las esferas estaría impelida por ángeles u otros seres espirituales. Pero ahora volvió a recordarse la gran producción del alejandrino Claudio Tolomeo, quien en el siglo II de nuestra era ideó un sistema admirable para calcular los movimientos celestes sin utilizar tales esferas. Con la conquista turca de Constantinopla llegaron a Occidente, a través de Italia, numerosos manuscritos griegos entre los que se encontraba el de su obra más importante, la que vulgarmente se tituló Almagesto y hasta entonces solo se conocía por una traducción latina del árabe. Su análisis dio un empuje significativo a un interés que ya era creciente por la astronomía. Pero el estudio de esta obra no se limitó a comprender su contenido; mediante la observación y el uso de instrumentos sencillos, se procuró hacer coincidir mejor los datos de Tolomeo con la realidad observada y completar los cálculos necesarios. Entre los hombres que favorecieron el renacer de los estudios astronómicos, se cuentan en primer lugar Georg Peuerbach, natural de la Alta Austria, y su pupilo Johannes Müller, también conocido como Regiomontano por haber nacido en la ciudad de Königsberg,2 en Franconia. Aunque ambos vivieron pocos años, ejercieron una influencia extremadamente eficaz y amplia a través de su frenética actividad en Alemania e Italia. La invención de la imprenta fue crucial para su actividad.
COPÉRNICO
Pero aún tenía que llegar alguien más grande que no solo remendaría lo antiguo, sino que además abriría las puertas a una nueva visión del mundo. Fue Copérnico el que trajo ese cambio, y con ello marcó un hito en el desarrollo del saber occidental. Este hombre estaba llamado a sacar el mundo de quicio. Al igual que los navegantes de entonces, abandonó el rumbo en el que se movía el pensamiento de su época. Puso el timón del revés con una maniobra audaz y siguió un norte distinto en el que su genio le anunciaba nuevas tierras. A lo largo de varios decenios escribió y pulió su gran trabajo: De revolutionibus orbium coelestium, publicado el mismo año de su muerte, 1543. Como todos saben, esa obra sitúa el Sol en el centro del universo, alrededor del cual se desplaza la Tierra, como un planeta más, que gira a su vez sobre su propio eje. Copérnico consiguió evidenciar que esa hipótesis explicaba con mucha más sencillez los movimientos de los astros. Y puesto que la naturaleza ama la sencillez, siguió aferrado a esa idea a pesar de todas las objeciones que él mismo tuvo que plantearse desde el pensamiento de aquellos días. ¿Llegó a intuir las consecuencias revolucionarias que conllevaría su teoría en el futuro?
Como todo lo nuevo cuando realmente es grande y prometedor, también la obra de Copérnico se topó con un rechazo general. Se habló por doquier sobre ella y muchos se mofaron de la insensatez de las nuevas tesis. A su favor alzaron la voz aquí y allá hombres de juicio que estudiaron con rigor la nueva cosmovisión. Pero a menudo ese reconocimiento no aludía a lo que hoy consideramos la clave de la teoría copernicana, sino al nuevo método de cálculo astronómico que implantó el maestro. En general no llamó demasiado la atención, y el interés solo persistió entre los estudiosos. Las críticas llegaron desde diferentes ángulos. Los teólogos, sobre todo, desestimaron categóricamente la idea del movimiento de la Tierra porque la consideraban contraria a las Escrituras. Es conocido el pronunciamiento desfavorable de Lutero con respecto a Copérnico, y Melanchthon incluso creyó necesario que el poder supremo del Estado interviniera en contra de aquella innovación. El bando católico se contuvo porque Copérnico había dedicado su obra al papa Pablo III. El conflicto con la Iglesia católica prendió mucho más tarde. Los físicos apelaron al vuelo de los pájaros, al movimiento de las nubes, a la caída vertical de las piedras y a otras cosas semejantes para rebatir la hipótesis de la rotación terrestre. La noción de que todo lo que está dentro del campo de atracción de la Tierra participa de su rotación, quedaba completamente fuera de su entendimiento. Además, eran víctimas del concepto aristotélico sobre lo pesado y lo ligero. Pero tampoco los astrónomos pudieron avenirse con la nueva teoría. No simplificaba en absoluto la resolución de lo que ellos consideraban el objeto del estudio astronómico, predecir la posición de las estrellas errantes, de manera que no se decidieron a abandonar sus concepciones y sus métodos de cálculo habituales en favor de una doctrina que contradecía las apariencias, que exigía mucho de la imaginación y que suscitaba el desacuerdo de teólogos y físicos. Además de estas objeciones, se esgrimieron numerosos argumentos adicionales contra Copérnico que revelan lo alejado que discurría entonces el camino del pensamiento de nuestra visión actual. La oposición a la nueva teoría se entiende mejor si se tiene en cuenta que Copérnico no pudo aportar pruebas fehacientes de sus ideas. Aún estaba por llegar alguien con el vigor suficiente para atravesar toda la espesura, capaz de refutar o apartar a un lado las objeciones, alguien que comprendiera el valor y las posibilidades de desarrollo de la doctrina copernicana y que comprendiera que no se trataba de un método nuevo de cálculo, ni de establecer otro objeto de estudio para la astronomía, sino de configurar una nueva visión del mundo. Más adelante descubriremos que Kepler se sintió llamado a realizar esa tarea. Uno de los principales objetivos de esta biografía consistirá en revelar cómo percibió esa llamada. Conoceremos el triunfo de sus esfuerzos para extraer de la concepción copernicana lo que portaba en su seno tan solo como semilla.
LA PUGNA CONFESIONAL DEL SIGLO XVI
Pero ahora debemos centrarnos aún en las circunstancias que motivaron la tragedia de su vida personal. Guardan relación con la situación confesional y política de la Iglesia que se había fraguado desde y a partir de la Reforma. El movimiento encabezado por Lutero había sacudido al pueblo con más intensidad y profundidad que los cambios mencionados hasta ahora. Aquellos concernían a una evolución que se produjo en la cúpula de la intelectualidad, y sus consecuencias se filtraron hacia abajo lenta y progresivamente. Como cuando un hombre de edad cambia de pensamiento sin darse cuenta y se siente empujado hacia otro territorio intelectual. No se puede decir ahí, ese día concreto, irrumpió lo nuevo. Sin embargo, la Reforma fue una tempestad repentina, una revolución de olas descomunales que arrambló con todos los estratos sociales, los de arriba y los de abajo, con los intelectuales y con los pobres de espíritu. Aquello no concernía al Sol, la Luna o las estrellas, ni a la supremacía de Aristóteles o de Platón. El clamor que estalló dio directo en el corazón, en lo más hondo del ser humano que temía por su salvación, su último y más profundo deseo, que ansiaba la redención convencido de su tendencia al pecado y que luchaba por justificarse ante Dios. Lo que favoreció que las nuevas proclamas ejercieran una repercusión tan intensa en los sectores más amplios no fue tan solo la indignación ante los abusos de la Iglesia. Si el pueblo no hubiera tenido un profundo sentimiento religioso, el movimiento de fe no se habría propagado tanto. Lutero hizo que la absolución dependiera únicamente de la fe, no de las obras. Desestimó el sacerdocio sacramental y negó al sacerdote como mediador para alcanzar la gracia divina, al tiempo que enfrentó al ser humano directamente a Dios, ante el cual debía responder de su comportamiento moral de acuerdo con su propia conciencia. Rechazó la docencia clerical y promulgó la libre interpretación de las Escrituras. Rompió en pedazos el orden jerárquico y reunió a todos los creyentes en una comunidad indistinta. Todas estas tesis lo situaron en una oposición severa ante la vieja Iglesia que hasta ahora había conservado la unidad de la cristiandad a pesar de las muchas desavenencias y pugnas. La tormenta que desencadenó lo llevó a él mismo más lejos de lo que había deseado en un principio, y tuvo que ver que intereses totalmente mundanos se confundieron muy pronto con el anhelo de una renovación religiosa. La idea de la libertad del hombre cristiano sonaba