El 23 de junio de 1949 Pío XII excomulgó a los comunistas italianos, y posteriormente al presidente argentino Juan Domingo Perón –a quienes acusó de “conductas perversas”–, absteniéndose de condenar eclesiásticamente a Benito Mussolini y Adolfo Hitler –cuyos pecados “no eran tan graves.” En alianza inconfesable con los Estados Unidos Pío XII dio todo su apoyo al Partido Demócrata Cristiano contra el Partido Comunista por el gobierno de Italia. Este Papa, en su “Discurso a los Párrocos y Predicadores Cuaresmales”, al mismo tiempo que declaraba que los hombres de la Iglesia debían dejarse a otros el cuidado de “examinar y resolver técnicamente” los problemas económicos y otras cuestiones de orden temporal, daba orientaciones concretas relativas a las elecciones que iban a tener lugar en Italia. El valor y el aspecto concreto de estas consignas no podía escapar a nadie, dada la campaña comunista desencadenada en Italia (Disc. De Pío XII a los Predicadores Curesmales, 10-3-48).9 Aprovechando su nueva influencia como campeona de la Guerra Fría la Iglesia pidió clemencia para los criminales nazis de guerra, buscando que se conmutaran sus penas impuestas en los juicios de Nuremberg. De suma gravedad, una historia muy conocida es que Pío XII no condenó el Holocausto del que ya estaba bien enterado, para no poner en peligro su amistad con los nazis y los fascistas. Por su parte, la CIA aportó 10 millones de dólares para apoyar a partidos favorables a los Estados Unidos como la Democracia Cristiana, reclutando sacerdotes y obispos católicos que propagaron el miedo de los creyentes a la “amenaza” comunista”, e inundando al país de cartas, panfletos y libros advirtiendo sobre los “peligros” que se avecinaban si ganaban los comunistas en las elecciones. La campaña patrocinada por la CIA resultó en un éxito inesperado para los demócrata-cristianos en las urnas. Con la victoria de la Democracia Cristiana en 1948 y con el empleo de gángsters corsos para romper una huelga dirigida por un sindicato comunista en el puerto de Marsella, la organización tuvo un poderoso aliento de la Presidencia de los Estados Unidos para continuar.10
La historia del Catolicismo carga con el fardo antisemita desde sus orígenes. Los católicos habían tachado a los judíos de parias, de contaminar la tierra, de perpetrar como raza el mayor crimen jamás conocido por el hombre, es decir, matar a Dios (itálicas mías). Es decir, eran deicidas. Los cristianos fueron los que concibieron la idea de desposeer a los judíos de sus hogares, sus tierras, sus sinagogas y cementerios, forzándoles a emigrar y a vivir confinados en lugares insalubres. Los extremos genocidas de los nazis y los fascistas habían alarmado a Pío XI –fallecido en 1939– quien supuestamente escribió una encíclica condenatoria que con su muerte quedó sin dar a conocer. Cuando Mussolini empezó a hostilizar a los judíos, el Sumo Pontífice mantuvo pegados sus labios. Hacia finales de 1941, las tres cuartas partes de los judíos italianos habían perdido sus medios de existencia, y tanto en Italia como en el Tercer Reich, la persecución antisemita alcanzaba alturas inauditas. Ni una palabra del Vaticano al respecto, tan rápido para condenar al comunismo y la más pequeña desviación de la fe, o de la moral sexual. A Alemania e Italia se sumaban los demás países ocupados o aliados por los nazis. Francia contribuyó con un capítulo de la historia de esa infamia, a partir de la redada del Velódromo de Invierno (16 al 17 de julio de 1942), ensañada en los niños judíos. El nuncio en París, Valerio Valeri, informó al cardenal secretario de Estado Miglione que los niños deportados de Francia eran conducidos a Polonia a los campos de concentración, mientras que Myron C. Taylor, diplomático estadounidense, facilitó detalles al mismo cardenal sobre los exterminios masivos de judíos en este lugar. Para cubrir las apariencias, la jerarquía eclesiástica francesa “ejerció lo que se puede describir como una protesta platónica” ante el gobierno de Vichy (con el mariscal Philippe Pétain a la cabeza), pero Pierre Laval –segundo a bordo– le comentó a Suhard, cardenal de París, que debería mantenerse al margen de la política y guardar silencio como Su Santidad lo hacía. Harold Tilman, otro diplomático estadounidense comentó que Pío XII evitó el tema de los judíos, que sería motivo especial de su visita, sino que éste se limitó a expresarle su preocupación “por las pequeñas células comunistas esparcidas en torno de Roma.” El Papa sabía, porque le fue avisado oportunamente por el jefe de los SS en Roma, que era inminente la matanza de las Cuevas Ardeantinas, donde murieron 335 personas, la mayoría judíos. En el momento en que ocurría este trágico acontecimiento, Pío XII se hallaba en audiencia con los cardenales del Santo Oficio y los de la Congregación de Ritos, y se preparaba para los ejercicios de Cuaresma. Como sostuvo el historiador Robert Katz en su libro Death in Rome: “no se necesitaba un milagro para salvar a las 335 personas condenadas a morir en las cuevas Ardeantinas. Existió una persona que podía, que debía y debe tenerse en cuenta por no haber actuado como mínimo para demorar la matanza alemana. Era el Papa Pío XII.” Una pregunta ha quedado sin responder en la historia vaticana: “¿Cómo en la llamada Europa cristiana pudo ocurrir el asesinato de un pueblo entero sin que la más alta autoridad moral sobre esta tierra dijese algo sobre ello? …” La narrativa antisemita de la Iglesia no desapareció con el fin de la guerra y la desaparición física de Pío XII. Su sucesor, Paulo VI expuso en un sermón que predicó el Domingo de Pasión de 1965. “Los judíos –dijo– estaban predestinados a recibir al Mesías y estuvieron esperándole miles de años. Cuando Cristo vino, el pueblo judío no sólo no lo reconoció, sino que se opuso a Él, le infamó y finalmente lo mató.”11 Por muchos años más, este anatema antijudío la sostuvo la Iglesia, al grado de que los católicos del mundo calificaron de deicidas a los judíos.
Notas del capítulo