El anticomunismo, una ideología “exótica” importada de los EU
Un propósito de este trabajo se refiere a los motivos, propósitos y circunstancias de esta Santa Alianza en México. Aunque el uso del término comunista con fines políticos se remonta al menos a la Revolución Bolchevique, o incluso antes, es hasta la Guerra Fría cuando toma el mayor y definitivo impulso. No hay que olvidar, sin embargo, que tanto los presidentes Woodrow Wilson (1913 a 1921) Warren G. Harding (1921-1923) y Calvin Coolidge (1923-1929) levantaron la voz contra el “bolchevismo” y los “bolcheviques.” Entre los acusados estaban ni más ni menos que el presidente Plutarco Elías Calles. El secretario de Estado de Calvin Coolidge, Frank B. Kellog, sometió al Senado de los Estados Unidos un memorándum titulado “Metas y políticas bolcheviques en México y Latinoamérica.” 1 Muchos años después, con Harry Truman en la Presidencia (1945-1953) y la extendida percepción de sectores de la sociedad de este país –sintetizado en el macartismo y el fundamentalismo católico y protestante– se instituyó el terror al “comunismo”, un término que igual se nutría de su indefinición conceptual como de su proyección emocional. De la amistad derivada de la victoria compartida entre los estadounidenses y los soviéticos contra los nazis en la guerra, promovida por su antecesor el presidente Franklin Delano Roosevelt, se pasó a la franca hostilidad a partir de Truman. De la política estadounidense de containment (contención) del secretario Dean Acheson, que sostenía la imposibilidad de “recuperar” los territorios “perdidos” en Europa, se pasaría a la de la acción para “recuperarlos”, sobre todo de la mano de los hermanos John Foster Dulles (Secretario de Estado) y Allan Dulles (su hermano, a cargo de la CIA). La Iglesia Católica, por su parte, de aliada de Mussolini y tolerante hacia los nazis durante la guerra, y envenenada por su odio a la Unión Soviética y al marxismo, pasó a ser un instrumento de Washington para impedir la llegada de los comunistas al poder en los países europeos, particularmente en Italia, y estorbó las posibilidades de sus similares en otras partes. A la guerra psicológica que Estados Unidos puso en práctica con éxito, se sumó la ideología católica a través de la religión. La Iglesia Católica percibía también un mundo que se le volvía más pequeño y difícil, ya que donde no tenía conflictos con los regímenes comunistas establecidos intuía que tarde que temprano se vería mermada en su poder político y económico. La alianza Estados Unidos-Iglesia Católica llegó como una consecuencia natural de la Guerra Fría, a la que en varios países se sumaron las oligarquías locales, y desde luego el gran capital norteamericano, con fuertes intereses en todo el mundo. El exitoso involucramiento del Vaticano en las elecciones italianas de la posguerra dejó una lección que parecía infalible: si en Italia la fórmula había funcionado, funcionaría en otros sitios, donde la influencia de la Iglesia fuera notable, en países como México, con una mayoría de la población creyente pero mal informada, ignorante, fanatizada, y de escasa o nula educación, y por tanto manipulable. Era difícil que la ideología anticomunista, “exótica” e importada de los Estados Unidos, pudiera ser convincente para sus vecinos –México y los países que se encontraban más al sur– si no se contaba con la Iglesia Católica y su amplio sistema corporativo movido desde la alta jerarquía eclesiástica. Nos referimos al Partido Acción Nacional (PAN), la Unión Nacional Sinarquista (UNS), organizaciones de seglares (Acción Católica, AC, Los Caballeros de Colón), medios de expresión propios, y desde luego, los púlpitos de los templos a lo largo y ancho del territorio, cuyo parloteo narrativo era infinito. La alianza anticomunista se prendió y tomó cuerpo con la Revolución Cubana de 1959 y su impacto en México, sobre todo entre los jóvenes, quienes la vieron con mucha simpatía e idealmente la consideraron como un ejemplo que podía replicarse en su suelo. Un sector oligárquico mexicano de carácter privado y público, formado a la sombra de la Revolución Mexicana que había perdido gran parte de su atractivo, y por añadidura católico de golpes de pecho, prendió sus alarmas frente a la posibilidad (remota por cierto) de que la experiencia en la isla incendiara al país. A todo lo anterior habría que sumar el hecho de que el presidente en turno Adolfo López Mateos, era un mandatario vacilante, contradictorio, irresoluto y enfermo por añadidura, de vergonzantes posturas pro-estadounidenses como resultado de sus temores respecto a las reacciones en su contra por Washington. El círculo se cerró con los medios masivos de entonces, sobre todo radio, periódicos y la naciente televisión. Todos ellos, de orientación ultraderechista, se sumaron a la Santa Alianza contra “los comunistas”, de manera tal que la información independiente era inexistente. El plan era no dejar un solo espacio político y social sin cubrir, realizar una guerra total en la que no podía haber errores, después de lo que había ocurrido sobre todo en países de Europa Oriental y Cuba.
A nivel de piso en México, por decirlo así, anticomunismo real y comunismo imaginario fueron los actores de un juego de espejos. Como dijimos antes, el primero era impulsado por la Iglesia Católica y sus aliados, y el otro, que formaba un amasijo de límites imprecisos y cuyos integrantes fueron etiquetados como “comunistas”, cuyas “malévolas acciones” estaban bajo el lente de la vigilancia eclesiástica, de los simples párrocos hasta las oficinas del Vaticano. Para la “guerra contra el comunismo” emprendida por la Iglesia, como todas las guerras, y específicamente a las que se configuran como terrorismo religioso, hay que inventar enemigos, si es que aún no se tienen, un “malvado enemigo”, uno al que pueda enfrentarse y sobre el que se espera triunfar. Dicho simplemente, no es posible hacer una guerra sin enemigos. El clero desató contra el “comunismo” encarnado por individuos, una persecución simbólica y también real, según lo demandara la situación, sobre todo a partir de grupos de creyentes fanatizados, no siempre controlables por los mismos eclesiásticos. Y si el comunismo era diabólico, como los clérigos lo dijeron tantas veces, entonces quienes “profesaban” esta ideología quedaban instantáneamente “satanizados”. La invención de los “seres satánicos” no era nada difícil, tal y como lo demuestra la historia de la Santa Inquisición. Finalmente, están los fenómenos de la “despersonalización” – es decir, situar a los individuos perseguidos en una categoría moralmente inferior a la de los perseguidores, así como el de la “deshumanización”. Como la mayoría de los judíos sabe, por experiencia de siglos de estar en el punto de mira del antisemitismo, es mucho más fácil estereotipar y categorizar a un grupo o pueblo entero como enemigo colectivo que odiar a individuos en lo particular; es decir, en estos casos a los “comunistas”, los