Por orden del señor Presidente, y con acuerdo de los señores diputados presentes, tenemos el honor de dirigirnos a US. haciéndole presente, que por su inasistencia no ha habido sesión en la noche de hoy, a pesar de habérsele esperado hasta las nueve y media, causando con esta conducta la paralización de los trabajos parlamentarios.44
Por situaciones como estas, el representante ecuatoriano Borrero exigía en 1864 que «debieran tomarse en consideración algunas excusas que varios diputados hacían para no concurrir a la presente legislatura extraordinaria, y examinar si tenían o no causales justas que impidieran su concurrencia, a fin de exigirles su responsabilidad en caso que no las tuvieran». Entre estas excusas se encontraban, por ejemplo, el haber sido nombrado con otro cargo incompatible con la función pública –en cuyo caso había que estudiar detenidamente la fecha en la que esto había ocurrido–, o el encontrarse enfermo –si bien en este caso era necesario presentar documentos justificativos de al menos dos profesionales médicos–.45
En Ecuador, a lo largo de toda la década de 1860 hubo largos debates sobre las excusas de diputados que no se presentaban en el Parlamento. Sobre este tema, el representante Moral afirmaba que «negarse a concurrir a las sesiones sin causa justa, y solo porque sus opiniones no están de acuerdo con el decreto de convocatoria o de elecciones, equivale a un acto de verdadera deserción».46 Así, la inasistencia de los parlamentarios a las cámaras se consideraba un acto contrario al patriotismo del que debían dar muestras. De hecho, en este país se llegó a crear una «comisión de excusas y renuncias» para analizar los motivos aportados por aquellos representantes que no concurrían a las sesiones parlamentarias, y dirimir su aprobación o rechazo. Para ello, los miembros de la comisión tenían en consideración el artículo 106 de la Ley de elecciones de 1863, que establecía los supuestos en los que se permitía la ausencia de los representantes de las sesiones o incluso el rechazo de un cargo para el que habían sido elegidos. Entre ellos, se señalaban la «calamidad doméstica» –es decir, la muerte o enfermedad grave de los familiares cercanos–, el impedimento físico o el haber cumplido sesenta años.47 Así, por ejemplo, en 1865 se rechazó el certificado médico presentado por el representante Miguel Salvador, ya que se entendía que su enfermedad no era «aguda ni continua, sino crónica» y además no estaba «comprobada sino por el dictamen de un solo facultativo».48
También en Perú era común, por parte de los diputados ausentes, la presentación de diferentes excusas que motivaban su incomparecencia en el Parlamento. Por ejemplo, el diputado Agustín González pedía en 1861 que se le ampliara la prórroga que ya le había sido concedida para gozar de unos días de licencia por encontrarse enfermo:
No habiendo conseguido el completo restablecimiento de mi salud, por cuyo motivo la H. Cámara se dignó concederme licencia de treinta días que deben cumplirse dentro de poco, me dirijo a USS. para que deban hacerle presente esta circunstancia, a fin de que se digne también concederme una prórroga de veinte días, cuyo tiempo creo suficiente para ponerme en estado de regresar, y de incorporarme al H. cuerpo al cual tengo el honor de pertenecer.49
Por su parte, el senador José Silva Santisteban, normalmente presente en los debates parlamentarios –de hecho era uno de los que más a menudo tomaba la palabra en las cámaras–, se mostraba airado ante la publicación, a su parecer «indebida», en el periódico El Comercio de una lista de representantes que no habían acudido a una sesión extraordinaria, entre la que se encontraba su nombre. Afirmaba que su inasistencia se debía a que ignoraba la convocatoria de dicha sesión extraordinaria, y añadía que «no hay obligación de concurrir a las sesiones extraordinarias sin previo aviso», a no ser que se fuera a tratar un asunto grave o urgente, en cuyo caso «se hace llamar a los individuos de las Cámaras por medio de los ayudantes, que para eso se les paga gratificación de caballo». Para finalizar, concluía su argumentación con las siguientes palabras: «En cinco años que llevo de Representante, no he faltado jamás a ninguna sesión ordinaria ni extraordinaria. ¿Podrán decir otro tanto los que han mandado publicar la lista?».50
Por otro lado, cualquiera de los individuos sentados en las Cámaras tenía la posibilidad de presentar proyectos o reformas de leyes, aportando las razones en las que se basaba. Posteriormente, si la proposición era admitida a debate, sería discutida. No obstante, el reglamento peruano establecía que algunas propuestas estaban fundadas en razones «tan obvias y poderosas que no haya quien tome la palabra en contrario», por lo que debían admitirse directamente.51 En este punto, cobraban especial relevancia los discursos esgrimidos en las Cámaras en los que los parlamentarios daban sus argumentos a favor o en contra del proyecto que se había planteado. Y es que, como afirmaba el representante peruano Francisco Lazo,
[...] ya se sabe que cuando los ciudadanos eligen un diputado es para que perore en la tribuna, como, cuando compran un canario, es para que cante en la jaula. Diputados y canarios mudos hacen triste papel, y aun parece que el animalito cometiera un robo a su patrón comiéndole en silencio la mostaza, como también el diputado que solo se pone de pie y se sienta parece que robara sus dietas al Estado.52
Pero no solo debían tomar la palabra: los representantes debían ser también buenos oradores, pues mediante sus intervenciones tenían que tratar de convencer de una determinada opinión al resto de la sala. Para ello, utilizaban constantes ejemplos, exageraciones, y también de vez en cuando hacían uso de la ironía o el sarcasmo para enfatizar sus discursos y menoscabar la credibilidad de otros parlamentarios. Por ejemplo, el peruano Evaristo Gómez Sánchez utilizaba así la ironía para desmerecer el discurso que anteriormente había presentado un parlamentario opuesto a sus ideas: «Me acompaña un verdadero sentimiento de que mi estimable amigo el H. Sr. León haya irritado sus bronquios habiendo tomado la palabra, enfermo como se encuentra, en una cuestión juzgada ya por la Asamblea [...]».53
A pesar de la asistencia a las sesiones de un gran número de representantes –y del símil que Lazo presentaba con respecto a los canarios–, eran solo unos pocos, y casi siempre los mismos, los que tomaban la palabra en la mayoría de los debates. En el caso de Ecuador, para el periodo que nos ocupa destacan las frecuentes intervenciones de los parlamentarios Felipe Sarrade, Antonio Muñoz, Mariano Cueva, Ramón Borrero, Tomás Hermenegildo Noboa o Miguel Albornoz. Por su parte, en Perú a menudo tomaron la palabra los senadores Antonio Arenas, José Silva Santisteban, Ángel Ugarte o Miguel Abril, así como los diputados Juan de los Heros, José Jacinto Ibarra o Evaristo Gómez Sánchez, entre otros. Sin embargo, Ulrich Mücke apunta la importancia de los miembros silenciosos en las votaciones, ya que si bien durante los debates no se situaban en una u otra opción política, sí se veían obligados a dar su opinión a la hora de ejercer su voto.54
Por tanto, la votación parlamentaria era una de las principales atribuciones que tenían los representantes. Una vez discutido el proyecto o proposición