De esta asamblea constituyente saldría la Constitución de 1861. No obstante, a la altura de 1869 este texto legislativo resultaba insuficiente, por lo que García Moreno decidió convocar una nueva asamblea constituyente, la cual elaboró otro texto constitucional: la Constitución de 1869, también conocida como Carta Negra. Esta Constitución daba un mayor protagonismo a la religión católica –lo que incluso incidía en la posibilidad que tenían los ecuatorianos para acceder a los derechos políticos, como se verá en la segunda parte de este libro– y robusteció el poder del presidente de la República ampliando sus atribuciones. La Convención Nacional, reunida en Quito, comenzó sus sesiones el día 16 de mayo de 1869.12
En esta segunda asamblea de la década participaron algunos miembros que ya lo habían hecho en 1861, como Pablo Herrera. Algunos de ellos siguieron siendo diputados por la misma provincia –como Felipe Sarrade o Tomás Hermenegildo Noboa–; mientras que otros representaban provincias diferentes o de nueva creación –como Vicente Cuesta o Vicente Salazar–. Sin embargo, la mayoría de los miembros del Parlamento de 1869 eran nombres nuevos, que no habían participado en la configuración de la anterior Constitución de 1861. Entre ellos, cabe destacar a José Ignacio Ordóñez, Pedro Lizarzaburu, Rafael Carvajal, Manuel Eguiguren, Miguel Uquillas, Francisco Javier Salazar y Nicolás Martínez, algunos de los individuos que tuvieron mayor protagonismo durante los debates parlamentarios de 1869.
En cuanto a las profesiones a las que se dedicaban, nuevamente en esta asamblea destacaban los juristas, como Vicente Cuesta, Pedro Lizarzaburu, Rafael Carvajal, Elías Laso o Nicolás Martínez. A ellos se unían también algunos escritores –Pablo Herrera, Francisco Javier Salazar o Roberto de Ascásubi–, economistas –como Vicente Salazar–, profesores y rectores de universidad –Rafael Carvajal, Felipe Sarrade, Tomás Hermenegildo Noboa o Elías Laso– y algún que otro médico –Felipe Sarrade–. Además, resulta significativo que en esta asamblea aumentaba el número de militares –Pedro Lizarzaburu, Miguel Uquillas, Francisco Javier Salazar, Julio Sáenz– y, sobre todo, de religiosos, entre los que se contaban sacerdotes y obispos como Vicente Cuesta, José Ignacio Ordóñez, Tomás Hermenegildo Noboa o José María Aragundi.
Con respecto a su adscripción ideológica, en este caso sí que aparecía una mayoría parlamentaria afín al proyecto conservador. De hecho, entre estos parlamentarios se encontraban algunos de los grandes exponentes del conservadurismo ecuatoriano, como José Ignacio Ordóñez, Felipe Sarrade, Tomás Hermenegildo Noboa o Julio Sáenz. También cabe señalar los nombres de ciertos individuos que ocuparían puestos relevantes en los Gobiernos garcianos, como Rafael Carvajal –ministro del Interior y de Relaciones Exteriores– o Francisco Javier Salazar –ministro de Guerra–. Además, como señala Ana Buriano, a diferencia de 1861, en 1869 «pocos eran los valientes que se animaron a oponerse a los designios del líder conservador». Hay que mencionar también que en esta asamblea había un menor número de diputados que en la de 1861, lo que, según ha acordado la historiografía, se debía a la necesidad de robustecer a los partidarios de García Moreno.13
En definitiva, aunque los elementos conservadores estuvieron presentes en ambas asambleas, estos ejercieron un papel protagonista en la Convención de 1869, donde el proyecto de modernidad católica ocupó un lugar principal y en la que hubo un menor espacio para la oposición. Esto explicaría, por ende, las diferencias existentes entre ambos textos constitucionales.
Al igual que sucedía en Ecuador, en el Perú de inicios de la década de 1860 existía una confrontación entre dos tendencias ideológicas principales: liberales y conservadores. O, como afirmaban los liberales: «Como en todas las naciones civilizadas, existen en el Perú luchando constantemente dos grandes partidos políticos: el uno que sostiene y defiende la dignidad y los derechos del hombre y de las sociedades y el otro que los coacta más o menos».14 Por su parte, los conservadores aseguraban que ellos también eran liberales, pues «todos aman la libertad, todos quieren el orden, todos desean el progreso». Sin embargo, sí que encontraban una enorme diferencia entre su partido y el opuesto, al que consideraban como una simple facción que utilizaba la demagogia para atraer el apoyo de, especialmente, la población más joven:
En el Perú lo que hay es un partido grande, poderoso, compuesto de todos los hombres honrados, inteligentes, morales y trabajadores que se le ha llamado con el nombre de «conservador» porque pretende conservar incólumes todos los más sagrados derechos del hombre y de la sociedad: la vida, la propiedad, el honor, la libertad, la familia, el trabajo, etc.; y una facción compuesta de cuatro demagogos ambiciosos que quieren inculcar todos esos derechos, para medrar a la sombra de la licencia y de la anarquía y que han logrado atraer a sus filas, por medio de falaces promesas y de redes artificiosas, a unos cuantos jóvenes incautos, víctimas de las nobles aspiraciones de sus almas y cuyas fuerzas intelectuales se explotan para hacerlos servir de cuartel de bastardas aspiraciones y de mezquinos y ruines deseos. Esa facción, que se engalana con el nombre de liberal es una facción anarquista y demagógica que no tiene más bandera que la bandera ROJA.15
Estas palabras nos permiten aproximarnos a los significados que los términos liberal y liberalismo tenían para la élite política de la segunda mitad del siglo XIX. Ya desde la década de 1840, el filósofo alemán Heinrich Ahrens había afirmado que existían dos liberalismos: «un liberalismo negativo [...] y un liberalismo organizador»,16 que en Perú, bajo la óptica de los conservadores, se identificaban con el partido liberal y el partido conservador, respectivamente. Así, los conservadores se reconocían a sí mismos como liberales «buenos», a diferencia de aquellos liberales asociados al desorden y al anticlericalismo.17
Además, en este punto debemos recordar que, aunque en los discursos políticos de la época se hablaba de «partido liberal» y de «partido conservador», no existían aún organizaciones institucionalizadas y jerarquizadas con estas denominaciones que pudieran asemejarse a los partidos políticos tal y como los entendemos en la actualidad. Más bien se trataba de una manera de referirse a aquellos grupos de individuos que compartían una ideología similar. Hay que tener en cuenta que, a lo largo de todo el siglo XIX, la idea de «partido» tuvo connotaciones negativas, pues se consideraba contraria a la unidad nacional tan reivindicada, especialmente si nos referimos a unas naciones como las latinoamericanas, recién nacidas y, por tanto, necesitadas de legitimación.18 Por ello, el término partido se utilizaba frecuentemente de forma despectiva, identificado con el de facción, lo que daba a entender que su proyecto solo se refería a una parte de la población, descuidando al resto y, por ende, al conjunto de la nación. Como explica Marta Bonaudo,
un sector mayoritario del mundo notabiliar articuló la soberanía a la voluntad nacional, postulando un concepto de la representación política asentado en sujetos colectivos como el pueblo o la nación. Al encarnar en esas figuras el interés general, la noción de partido-parte se tornaba disruptiva e inaceptable para tan frágiles unidades.19
Aunque la década de los cincuenta fue bastante fértil en el surgimiento y consolidación de clubes electorales –como por ejemplo el Club Progresista–, los partidos políticos como tales solo empezarían a existir en Perú a partir de la década de los setenta, siendo el primero