Dada nuestra defensa de una perspectiva fenomenológica de la nacionalización, tendría poco sentido incluir un criterio de «intensidad de nacionalización» (dejando aparte la imposibilidad de formalizar eso). Sí nos siguen pareciendo relevantes, de acuerdo con nuestra finalidad y con lo que la historiografía ha venido tradicionalmente manejando, la pertenencia a las élites, la experiencia militar, la variable de género y la diversidad cultural territorializada.
No obstante, estos criterios tampoco son incuestionables. Pertenecer a las «élites» o a los «grupos gobernantes», conceptos que los modernistas más clásicos (Gellner, 2008; Hobsbawm, 1991) consideran el motor de los procesos de construcción nacional, es más contextual y variable de lo que parece. Un párroco de un pequeño pueblo, un recaudador de impuestos o el comandante de una guarnición fronteriza podrían considerarse «élites» («minoría selecta o rectora» según la Real Academia Española) en el marco de las poblaciones locales en las que están radicados. Sin embargo, nadie los consideraría tales en el marco del clero, la hacienda o el ejército, respectivamente. Un literato, un músico o un pintor pueden formar parte de la élite intelectual y a la vez vivir en unas condiciones materiales miserables. Los procesos de ascenso y descenso social que un individuo puede experimentar a lo largo de su vida también introducen un factor de complicación, incluso en una etapa previa a la sociedad de masas como es la era de las revoluciones.
Clasificar a alguien como «militar» es algo más simple por la necesidad de una vinculación profesional en algún momento de la vida, aunque muchos individuos de esta época tuvieron «experiencias militares» sin ser parte de un ejército durante la mayoría de su trayectoria vital. En el caso de las mujeres, el mayor problema ha sido precisamente el de encontrar narrativas, sobre todo en España y Portugal, donde el analfabetismo femenino era muy superior a las tasas del norte de Europa. Por último, la importancia que se le suele otorgar a las tensiones «centro-periferia» justifica la pregunta por el lugar de nacimiento, educación y/o socialización del individuo. En el caso del Reino Unido, se ha calificado de «área no central» todo lo que no fuera Inglaterra (pese a que esta, a su vez, tenga áreas claramente centrales y otras periféricas). En Francia, todo lo que no fuera la Île-de-France y sus aledaños. Lo mismo pasa con Portugal y Lisboa y, en España, con el centro de la península ibérica (los territorios litorales de la Corona de Castilla también se han considerado como «periféricos»).
Obviamente, otro corpus habría sido posible, incluso con los mismos criterios. Ciento setenta narrativas pueden parecer suficientes o no. Algunas no son más largas que una decena de páginas, otras ocupan miles en varios volúmenes. Algunas no cubren más de un año, otras cubren casi toda una vida. Algunas fueron redactadas el mismo día que refieren, otras relatan acontecimientos ocurridos años antes.
Las memorias y las autobiografías suelen tener un grado de reflexividad compatible con el desarrollo de un «régimen de agencia» o acción individual de tipo «moderno», si por esto identificamos a un individuo dotado de una conciencia íntima diferenciada y una capacidad de acción en el mundo autónoma. Los diarios y, en menor medida, los libros de viaje suelen proporcionar una imagen más pasiva y contextual, supuestamente asociada a un «régimen de agencia» premoderno. Aun admitiendo esta distinción, en la que podríamos reproducir gran parte de la discusión sobre el modernismo, los usos y significados de las categorías nacionales no parecen verse directamente moldeados por ella. Como veremos, de existir algún factor significativo sería el del nivel educativo y el grado de politización, lo cual está ciertamente relacionado con los procesos de modernización, pero de manera indirecta.
A menos que se indique la fuente concreta, la información bio-bibliográfica se ha extraído de los estudios introductorios de las ediciones que se citan, de los repertorios biográficos y genealógicos disponibles, así como de los diccionarios al uso, como el Diccionario biográfico español, el Dictionary of National Biography o el Gil Novales (2010). También se ha acudido a algunas obras de referencia en literatura autobiográfica en cada uno de los casos o a estudios literarios sectoriales dedicados a esta, como los trabajos de Burnett, Vincent y Mayall (1989), Palma-Ferreira (1981), Rocha (1992), Aristizábal (2012), Durán López (1997 y 2005), Tulard (1971), Lejeune (1985), Weerdt-Pilorge (2012), Petiteau (2012), Rossi (1998), Bertier de Sauvigny y Fierro (1988), Amelang (1998), Daly (2013) o Hagist (2012).
Los autores de las narrativas que se analizan en este trabajo vivieron en un mundo marcado por la revolución y la reacción, a partir del cual surgieron las condiciones definitorias de la contemporaneidad. La mezcla de los cambios más o menos radicales con numerosas continuidades, reales o recreadas, ha sido frecuentemente resumida a través de los conceptos «crisis del Antiguo Régimen» y «era de las revoluciones».20
El concepto de Ancien Régime fue, como el de Edad Media, ajeno a las personas que vivieron en aquella época. Fue una caracterización a posteriori, muy querida por aquellos que querían destruirlo y que enlaza con la influencia de los esquemas «premoderno/moderno» en el pensamiento historiográfico. Además, facilita la distorsión en la comprensión de la Europa posrevolucionaria, según la cual lo que querían y llevaron a cabo los enemigos de la Revolución habría sido simplemente «volver al Antiguo Régimen» (véase Caiani, 2017).
Por su parte, «era de las revoluciones» es muy efectivo para captar esa idea de «momento bisagra» entre la época moderna o Early Modern Times y la época contemporánea o Modern Times; sin embargo, al centrarse tanto en lo que cambia, se corre el riesgo de subestimar las continuidades respecto al mundo anterior (Mayer, 2010). Además del problema metahistórico sobre «los orígenes de la modernidad» que se le atribuye al periodo, tenemos la simple dificultad de marcar fechas de inicio y de final. Aun circunscribiéndonos a revoluciones políticas afines a la tradición liberal, no habría consenso en señalar cuál fue la primera: ¿la inglesa de 1642 o la de 1688? ¿La americana de 1776? ¿La francesa de 1789? Igualmente, ¿cuándo termina el ciclo revolucionario, que en Europa se prolonga en las oleadas de 1820, 1830 y 1848? ¿En el momento en que llega el liberalismo al poder en cada lugar? ¿Qué tipo de liberalismo? Todas las maneras de conceptualizar esta época y de sintetizarla se han enfrentado al desafío de definir lo que con diversas cronologías según los lugares llevó a las transformaciones en todos los ámbitos de la realidad humana propias del contexto temporal que sirve de marco a nuestro análisis.
Entre los siglos XVIII y XIX se produjo una intensificación sin precedentes de la globalización y la presencia europea en el mundo con diversos grados de violencia y negociación. Esto se llevó a cabo en un periodo en el que la relación entre Estados, regida hasta entonces por un principio dieciochesco de equilibrio y ciertos códigos de comportamiento militar, se vio alterada por una etapa de auténtica guerra total, iniciada por las guerras revolucionarias. Las transformaciones intelectuales vinieron marcadas por las rugosidades, eclecticismos, contradicciones y limitaciones del pensamiento ilustrado en sus vertientes radical y conservadora.21
Además, se señala que hubo cambios en la propiedad agraria encaminados a su explotación capitalista, la maduración en algunos lugares de sistemas sociales propios del mundo industrial, el cuestionamiento y después la caída del derecho divino de los monarcas como principio fundamental e incuestionable en la legitimación del poder político. También observamos la extensión de principios representativos que, en medio de amplios debates de carácter transnacional, generarían, por un lado, diversas formas de liberalismo más o menos inclusivas (entre ellos, el democrático) y, por otro, una redefinición reactiva del conservadurismo y tradicionalismo. Asimismo, se observa la pervivencia de culturas populares de raíces paganizantes, medievales y barrocas, a la par que el cosmopolitismo ilustrado daba paso a las diversas sensibilidades románticas.
Conviene tener en cuenta que todos estos cambios a nivel macro se produjeron con ritmos variables, no siempre de manera lineal y, desde luego, no progresiva. A ras de suelo, diferentes generaciones convivieron en cada momento y encararon los acontecimientos desde etapas de desarrollo vital diferentes. De forma general, se podría distinguir una primera cohorte de aquellos que ya eran ancianos o adultos maduros en el momento de las sacudidas revolucionarias. Otra generación la compondrían los adultos jóvenes y la última sería la de