Me detuvo la voz de Lara, quien iba adelante del grupo, con mucho ímpetu, afrontando con determinación las barreras impuestas por la naturaleza. Después de descansar por varios minutos sobre los peldaños de las escalinatas de madera dispuestas para facilitar el acenso, salimos del parque. Llegamos muy cansados al apartamento, comimos un poco y nos acostamos casi de inmediato
Agregamos al equipamiento para la temporada invernal en territorio europeo, los accesorios traídos desde Alemania; las bufandas, gorros, guantes, de poca existencia en el comercio cartagenero. Los tiquetes fueron comprados cinco meses antes, inmediatamente después de obtener los pasaportes. A partir de ese momento parecía que nada podría detener nuestro viaje hacia Alemania. Y lo mejor de todo: mi hijo y yo no viajaríamos solos.
Había llegado el momento.
El primero de diciembre partimos rumbo hacia el Viejo Continente. Dentro de un monstruo gigante, cruzamos el océano atlántico. Creí no poder con tantas emociones juntas, sentí el corazón buscando un escape para evitar una implosión dentro del pecho. El mar debajo de nosotros a gran distancia había perdido toda su magia y belleza, convertido en algo terrorífico de imaginar siquiera. Yo disolvía el nudo en mi garganta al calor de las manos de mi hijo y superaba con facilidad la ansiedad. Mantener la tranquilidad durante las siguientes casi diez horas de travesía interoceánica hacía parte del primer reto. Lara me enviaba mensajes cuando la miraba.
Aprendió a controlar sus gestos después de haber egresado de la universidad y tomar grado de médico: hay transparencia en sus ojos. Las mil caras que adquirimos al trascurrir los años, para resguardarnos de la realidad a veces cruel, y del bicho deforme de la ignorancia, quien suele premiar al falso y castigar el carácter y la integridad, aún no las posee; ella está libre de falsedades de las cuales intentamos despojarnos después, a la vuelta de los años, cuando buscamos reencontrarnos de nuevo con nuestra forma inicial y nos hallamos inmersos dentro de un calvario de dolorosos y gozosos muchas veces producto de nuestra mente rumiante. Entonces nos creemos sin remedio por haber perdido la inocencia intrínseca de nuestro ser. Los hijos se convierten en el brebaje maravilloso que nos reinicia y desdobla en otra o en otro, nuevo y auténtico.
Llegamos a la capital de los Países Bajos: Ámsterdam, y descendimos del avión. Dominic me prestó su chaqueta, más gruesa y larga que la mía, porque comencé a experimentar el frío en toda su intensidad; desde allí volaríamos a Hanover, la primera ciudad en tierra alemana. El aeropuerto de Ámsterdam era gigante, Dominic nos daba las indicaciones de cómo desplazarnos cuando nos tocara regresar, pues era muy consciente de nuestra total ignorancia al respecto. Pero los consejos del compañero de mi hija nos entraban por un oído y salían por el otro sin detenerse. Difíciles de atender las indicaciones a media consciencia, pero él no tenía idea porque seguía mostrando pantallas, puertas, pasadizos, indicando el camino que, al volver a casa, sería a la inversa. Nosotros caminábamos tratando de asimilar el momento tan especial, recorriendo un inmenso pasillo, donde un grupo de hablantes con aspecto alemán se comunicaba en holandés; más adelante pasaban a nuestro lado, en sentido contrario, viajeros con semblante oriental, quienes se expresaban en inglés; la mujer que solo llevaba al descubierto el rostro se abría paso hacia el caminador arreando una pequeña maleta. Debía de ser de origen árabe. Mientras, los carritos pasaban a nuestro lado a gran velocidad, transportando pasajeros ancianos de cuyo destino no tenía idea. Había un movimiento alucinante y frenético. Mi hijo Hugo y yo éramos literalmente arrastrados por nuestra hija, quien también corroboraba las indicaciones. Por momentos jalaba mi mano con intención de acercarme hacia ella y luego susurrar en mi oído:
—Mami escucha y pon atención, pues estas indicaciones han de servirles cuando regresen a Colombia.
Pero Colombia, en el continente americano, había quedado muy lejos, en un punto en la otra orilla del océano Atlántico que los europeos de varios siglos atrás hallaron por circunstancias fortuitas. Y en ese lugar; en ese presente, andábamos por reflejo. Mis ojos no paraban de fotografiarlo todo para grabar mis primeras impresiones dentro de un aeropuerto internacional donde llamaban a abordar por un altavoz cuyo eco resonaba a gran distancia: Pasajeros con destino a Austria, favor abordar el vuelo número trecientos cuatro. Y la voz quedaba atrás al alejarnos en busca de la sala de espera. Y en los monitores de grandes dimensiones desfilaban los diferentes destinos, con números de vuelo, horas de abordaje y números de puerta. Hugo y yo caminábamos como autómatas hasta cuando, por fin, nuestra anfitriona se percató de la imposibilidad de hacernos entender el complejo funcionamiento del aeropuerto.
—Ven, mami —me dijo tirando de mi brazo—: tomaremos algo rápido, después vamos a la sala donde debemos abordar el avión hacia Alemania.
—Ya sabes que esto apenas comienza —me dijo mi hijo asomando la cabeza. Pude apreciar el brillo fulgurante de sus ojos.
Nos sentamos en las bancas de aluminio de una barra, una de las tantas situadas a lo largo del aeropuerto, para disfrutar con un poco más de consciencia haber llegado a la primera escala de nuestro destino. El adolescente del grupo hablaba sentado al lado de su hermana y de su cuñado, con los ojos bien abiertos mientras jugaba con su cabello rojizo. Dominic, quien era prácticamente el coordinador del viaje, buscaba en su celular la hora de salida del primer tren hacia nuestro siguiente paradero. El experimentado trotamundos desde antes de cumplir sus veinte años, cuidaba de los detalles con el fin de prevenir inconvenientes de última hora.
Media hora después ingresamos al último vuelo. Merendamos en el avión: galletitas de ajonjolí con líquido de jugo envasado.
Pude ordenar un poco mis pensamientos dispersos.
¡Era mi gran viaje! El gran regalo, fruto del trabajo de mi hija, un dinero ganado con esfuerzo agotador, de noches enteras de desvelo, o en turnos de más de veinticuatro horas continuas en el hospital. ¡Eso me obligaba a disfrutarlo al máximo!
La libretica de anotaciones reposaba en algún lugar dentro de la maleta, así que debía de grabar todo, y como se me hacía difícil recordar pequeños detalles, traté de no impacientarme por eso.
«¡Eres una chica con gran imaginación!», me decía a mí misma para animarme.
Descendimos del avión; la brisa fría acarició mi rostro. La sensación duró pocos minutos porque de inmediato ingresamos al aeropuerto a recoger nuestro equipaje con el fin de tomar el primer tranvía hasta la estación de tren de la ciudad. Pero antes de dejar Hanover, la pareja decidió entrar al mercadillo de Navidad, Weihnachtsmarkt, situado en una plazoleta de una gran estación principal. Con equipaje en mano recorrimos las diferentes carpas donde vendían toda clase de productos, desde jabones con forma de flores, perfumería del lugar, bufandas, abrigos y demás. Había puestos de comida rápida al estilo lugareño; sobresalía el embutido entero o porcionado. Allí, en ese mismo sitio, probamos nuestro primer Bratwurst (perro caliente alemán): un pan con una salchicha extralarga en su interior, sin más aditamento, ni salsa alguna. Comimos de pie viendo pequeños grupos hablar en otros idiomas; el alemán, compañero inseparable de mi hija, conversaba animadamente con nosotros en un correcto español. En ese momento se acercó al grupo un hombre, quien dijo a Dominic algo en alemán, lógicamente no pude entender lo expresado por el individuo. Cuando se fue, pregunté a mi hija quién era el extraño y recibí por respuesta: «Es mendigo y anda pidiendo dinero».
Fui tomada por sorpresa, no me lo hubiera imaginado. «¿Era posible encontrar mendicidad en Alemania?». Algo tan «normal» en nuestro país.
Se desentumecieron mis sentidos por la carga emocional, despertaron del impacto producido por las construcciones fenomenales; pude reparar con más detenimiento en la gente. Dominic, conociéndome un poco, me explicó:
—Ellos piden dinero no