Sentí cambios fisiológicos, nada semejante a lo experimentado en Bogotá, después de franquear la entrada del Tayrona. Con una gran expectativa, esa noche dormiríamos en hamacas, bajo el mismo entechado, con otros turistas y aventureros; quienes no reparan en el cómo, sino en el cuándo. Castillete fue la primera parada, luego continuamos al día siguiente abriéndonos espacios por los caminos de herradura en medio de la selva primitiva. Llegamos al primer paraje indicado, sin mucho esfuerzo, a bordo de un microbús.
Rebosaba de impaciencia, quería adentrarme en el camino lo más rápidamente posible, con ello saciar la necesidad de emociones. Pero lo primero era poder descansar muy bien para seguir la aventura.
Al anochecer cenamos arroz con pollo preparado en la madrugada antes de nuestra partida. Lo hicimos sentados sobre sillas plásticas, en la semioscuridad envolvente; los mechones a gas fueron encendidos a las siete, una hora después de anochecer. Cenamos muy animados, cada cual habló de sus primeras impresiones.
El mar estaba muy cerca, a unos cuantos pasos de nosotros, y podíamos escuchar sus sonidos, su respiración, su estremecimiento, su sobrecogedora cercanía. Dormir con el agua casi rozándonos los pies era algo nunca antes experimentado; había escrito sobre esas sensaciones sin haberlas vivido en carne propia, pero qué más daba, imaginar es vivir un poco. Era un sentimiento indescriptible, se me humedecieron los ojos a orillas del mar mientras caminábamos. Después, amparados por la débil luz plateada, mi hija recogía los desperdicios plásticos desperdigados en el camino, los más visibles, resecos, envejecidos y tostados; y los iba recolectando dentro de una bolsa.
Dormimos en las hamacas con una tremenda incomodidad por la falta de costumbre. Y porque una decena de perros habitantes del lugar se pasearon parte de la noche y la madrugada por debajo de nuestros chinchorros, rozándonos con sus cuerpos peludos; de sus bocas se escapaban sonidos raros, ahogados y fúnebres. Fue una experiencia extraña estar obligada a espantar varias veces a aquella jauría de cuadrúpedos de selva porque, al rascarse, sus patas trasmitían la vibración a mis costillas. Me desesperaba, mientras mi marido roncaba a mi lado, pues debajo de su alta hamaca no había perro alguno ladrándole a la luna, ni a otro perro, ni despierto.
Al día siguiente cada cual contó a su manera la experiencia de la primera noche. Mi marido dijo que los mochileros gringos se acostaron muy tarde y hablaron hasta por los codos. Mientras ellos agotaban el repertorio de historias, hubo algunos desvelados dentro de nuestro grupo. Por ello, prefirió abandonar su sitio de descanso a las 9:00 p. m. con el fin de presenciar el partido de repechaje entre Perú y Nueva Zelanda frente a una de las tiendas de campaña. Con el vecino, agregó. Se refería al hombre que ocupaba la hamaca situada a su lado: de unos cuarenta y cinco años, de piel curtida, quien dormía con los ojos abiertos, como un muerto, a nuestro juicio; empleado del parque.
—No hay peor cosa que ser trasnochado por unos extraños y no entender ni mierda —terminó agregando mi marido.
Los perros, las hamacas picosas y la noche larga quedaron atrás, cuando nos adentramos por la selva. Fue una experiencia extenuante de varias horas, pisando en el barro, trepando por caminos difíciles, andando por escalinatas interminables de piedra o madera… pero mis fuerzas seguían intactas al ascender y descender con arrojo.
Las provisiones colgaban dentro de bolsos a nuestras espaldas, que contenían intactos los alimentos y el agua: tres latas de atún, tres botellas y media de agua de a litro, paquetes de galletas, la ropa, toallas y billeteras. Parece poco, pero cuando uno llega a cierto grado de cansancio, aquel liviano equipaje se transforma en un pesado fardo de cocos verdes; y subiendo, la agitación es de la buena, pues pone a bombear el corazón a mil pulsaciones por minuto. Pero seguíamos adelante, con carga, garbo y dificultades que parecían muchas dada la poca experiencia de mi parte. Debido a aquella mala noche de perros, la organizadora del grupo apartó colchonetas con almohadas y sábanas, más toldo para descansar en tiendas de campaña en mejores condiciones. Y fue de lujo dormir mejor abrigados, escuchando el sonido del mar, bajo un cielo de escondites de estrellas, de túneles interminables, de agujeros negros, de extrañezas y misterios insondables. Pudimos, antes de acostarnos, extralimitarnos en la contemplación de un firmamento sin fin, sin artificios.
Dos diosas se juntaron aquella noche, se hizo posible la hechicería: la luz de la mano amiga exploradora de caminos y la de arriba, que se proyectaba tenuemente por los mismos caminos, jugando con las sombras. Pero mi hija con su acompañante, antes de dormir en Castillete, tuvieron su primera impresión. Regresando de los sanitarios, por un angosto caminito se les cruzó una culebra a ella y a Dominic. ¡Cuál sería el susto, que en tres zancadas llegaron al sitio donde se encontraban ubicadas las tiendas de campaña! Al amanecer contaron a los cuidadores del parque sobre la existencia cercana del animal rastrero; estos rieron divertidos diciendo ¡qué se trataba de una boita que andaba por ahí, un bichito de lo más inofensivo y tierno! Seguramente su mamita, la «destripadora», hubiese salido a cobrar cuentas en el caso de que alguien, sin ninguna mala intención, le aplastara la cabeza a su hijita la boita.
Antes de dormir, la pareja inspeccionó las cercanías en busca de la fugitiva, sin encontrar rastro alguno de su paradero. ¡Menos mal! Nos encontrábamos en medio de su hábitat, nosotros éramos los intrusos. Había salido al camino para anunciar su presencia y dejar claro a quién pertenecía el territorio. Pero ese juego territorial no estropeó el sueño ni a mi hija ni a su acompañante, pues a la mañana siguiente amanecieron bien despabilados y con renovados ímpetus de seguir el viaje hacia nuestro próximo destino, Cabo.
Fue otra larga caminata difícil porque las lluvias habían mojado y ablandado todo; la tierra era una masa deforme de barro; debíamos asirnos a lo que fuera para impedir caer de bruces sobre el lodo y continuar andando, pero sin hundir del todo los zapatos en el fango cenagoso. Como era una experiencia del todo nueva, la afronté sin escepticismos. El camino era largo y culebrero, pero surcado de arroyuelos y árboles unas veces frondosos y en otros parajes ralos y con ramas secas. Nos topamos también con monos tití, y verlos saltar de rama en rama junto a un pajarraco que lanzaba chillidos, hacía olvidar el cansancio.
El camino llevaba hacia una especie de laguna interior donde habitaba un cocodrilo incorporado a esas aguas tiempo atrás. El animal se asoleaba sobre los monolitos del lugar. Al desembocar en aquel sitio cerca al mar, nos encontramos con una gran cantidad de turistas, quienes lo fotografiaban desde lo alto de las rocas y este, abajo, muy cerca de la laguna, se mostraba indiferente; parecía acostumbrado a ser observado y fotografiado. Naturalmente, mi hija, quien estaba bien equipada con una cámara de gran lente, tomó fotos a diestra y siniestra al bocón de cola larga. Luego seguimos hacia Cabo, pues todavía faltaban dos horas de camino. Llegué sin aire y con un cosquilleo en la espalda. Para poder terminar aquella caminata tan larga y extenuante, hube de hacer acopio de todas mis reservas vitales inyectadas a mis pies, que se aferraban a las raíces de la vegetación, en aquella estación, maltrecha y pisoteada del camino, la cual unas veces nos desorientaba al cerrarse a nuestros pasos, y otras veces nos extraviaba abriéndose a diferentes caminos hacia ninguna parte. Mi marido caminaba a mi lado con el mismo ímpetu y con el radar al máximo.
Llegamos a Cabo como a las cinco y media de la tarde, hambrientos pero con la autoestima a tope máximo porque anduvimos sin detenernos, ni detener al grupo. Mi hija se sentía orgullosa de todos y dio las indicaciones, después de asearnos, para comer nuestra ración de la tarde. Consistía en atún, galletas, y agua. Me encontraba feliz de descansar y comer, además, porque mi equipamiento se volvía más liviano tras cada alimento, pero quedaban dos botellas de agua, la carga más onerosa e imprescindible.
El mar estaba cerca y, en su orilla, los cocoteros muy altos se mecían peligrosamente con su fardo de frutos secos en el pescuezo. Nos bañamos bajo el sol y el agua como un espejo en permanente proyección. Muy cerca se encontraban las piedras gigantes, las mismas del camino. Las olas, al golpearlas, retrocedían arrastrándose, espumosas y con mil fragmentos marinos, por la orilla.
Mi marido se sumergía como un pez y salía más allá, triunfante y con una gran sonrisa, y el cabello pegado al cráneo. Nos bañamos los tres, mientras la pareja inspeccionaba el lugar en busca de otras maravillas naturales ocultas por ahí, alguna cueva de piratas quizá, o una