Como se ve, Juan, al igual que tantos otros teólogos fieles a los dogmas establecidos en los diversos Concilios, lucha en dos frentes: por un lado, contra quienes confunden las dos naturalezas de Cristo; por el otro, con quienes las separan. El peligro a conjurar es tanto la confusión o la mezcla de lo humano con lo divino cuanto la separación radical, la dehiscencia38 entre la divinidad y la humanidad. La misma estrategia se aplica a las tres hypostaseis o prosōpa de la Trinidad: “unidas sin confusión [asyngytōs] (de hecho son tres, aunque están unidas), y distintas pero sin discontinuidad [de adiastatōs]” (De fide orthodoxa III, 5). Por eso Juan aclara rápidamente que el número “tres” que se utiliza para referirse a las hypostaseis/prosōpa de la Trinidad no supone una discontinuidad o una heterogeneidad en la substancia divina: “el número no produce en ellas una división, una separación, un extrañamiento o un corte [diairesin ē diastasin ē allotriōsin kai diatomēn]” (De fide orthodoxa III, 5). Los términos empleados por Juan, así como su reiteración a lo largo del tratado, no son casuales. Confundir las hypostaseis de la Trinidad, de la misma manera que confundir las dos naturalezas de Cristo, era ciertamente blasfemo. Pero el riesgo último y extremo se escondía sobre todo en la separación de las hypostaseis de la Trinidad y particularmente de las naturalezas de Cristo. Los términos enumerados por Juan marcan la operación más temida por la teología: diairesis, diastasis, allotriōsis. Todos indican la acción de separar, de escindir, de extrañar. Y es precisamente en el perímetro herético abierto por estos términos que Juan vuelve a hacer referencia a la cuarta persona de la Trinidad, esta vez para excusarse a sí mismo y no prestarse a malentendidos respecto al objeto de veneración.
Por lo tanto el Cristo es uno solo, Dios perfecto y hombre perfecto, que nosotros veneramos junto al Padre y al Espíritu, con una única veneración junto a su carne inmaculada: y no decimos que su carne no deba ser venerada (de hecho ella es venerada en la única hipóstasis del Verbo que precisamente se ha vuelto hipóstasis para ella), pero por otra parte no prestamos servicio a la creatura (de hecho no la veneramos sólo como carne sino en cuanto unida a la divinidad, puesto que las dos naturalezas son reconducidas "a la única persona y a la única hipóstasis de Dios el Verbo"). […] A causa de la divinidad unida a la carne, del Cristo yo venero las dos a la vez: pero no añado una cuarta persona en la Trinidad [ou gar tetarton parentithēmi prosōpon en tē triadi] –¡Dios no lo permita!– sino que confieso una sola persona del Dios Verbo y de su carne. La Trinidad sigue siendo Trinidad incluso después de la encarnación del Verbo. (De fide orthodoxa III, 8).
Se advertirá que esta cuarta persona concierne precisamente a la naturaleza carnal de Cristo. La cuarta persona es la carne, pero entendida en tanto creatura humana (a la vez alma y cuerpo). El riesgo que intenta evitar –y combatir– Juan es el de convertir la naturaleza humana de Cristo en una >hypostasis o prosōpon independiente. Por eso insiste en varias oportunidades, como hemos dicho, en la necesidad de no confundir la noción de ousia con la de hypostasis o prosōpon. Cristo es el umbral que deja abierta, en tanto admite una doble naturaleza (humana y divina), la posibilidad de introducir una cuarta persona en la Trinidad. Juan es consciente del riesgo, pero así y todo sostiene que se puede adorar incluso la carne de Cristo. Pero se la adora no en tanto creatura –por eso no se adora la carne de los hombres– sino en tanto unida a la naturaleza divina por medio de la hypostasis.
1.2 La cuarta persona en el De imaginibus
Es curioso que la crítica que Juan realiza a Pedro de Antioquía en relación a la modificación introducida en el Trisagion sea la misma que le dirigen los iconoclastas, en la célebre querella de las imágenes, a los defensores de los íconos, de los cuales el Damasceno era uno de sus principales adalides.39 En efecto, en un Concilio organizado por el emperador Constantino V, gran político y versado teólogo, se decretó blasfemo separar la carne de Cristo de su naturaleza divina y producir una imagen de ella como si fuera un mero hombre. Hacer eso significaba privar a la carne de Cristo de su condición deificada y al mismo tiempo, separándola de su condición divina, introducir una cuarta persona en la Trinidad. Leamos uno de los anatemas del Segundo Concilio de Nicea, celebrado en septiembre-octubre de 787:
Si alguien intenta pintar en colores inertes a Dios, el Logos, quien, existiendo en la forma de Dios asume la forma de un sirviente en su propia hipóstasis y se vuelve en todo similar a nosotros, excepto por el pecado, si alguien lo considera como un mero hombre, y busca separarlo de su divinidad inseparable e inmutable, e introduce por lo tanto un cuarto miembro [ex hoc quaternitatem] en la Santa y Viviente Trinidad, anatema. (Mansi 1767: 343).
Las imágenes conllevaban el peligro de separar las dos naturalezas de Cristo, la divina y la humana, el espíritu y la carne, y de convertir a esta última, en función del soporte material de los íconos, en una cuarta persona [quarta persona] de la Trinidad. Ante esta actitud crítica de los iconoclastas, la respuesta de los defensores de los íconos no se dejó esperar.40 En líneas generales, se adujo que esa unión de lo invisible con lo visible o del espíritu con la carne había sido realizada en Cristo con la encarnación. Por eso el eje de la controversia prácticamente se circunscribió a la imagen de Cristo: “Gran parte del debate estuvo centrado en la figura de Cristo, acerca de si su retrato en colores sobre un soporte de madera le hacía justicia por igual a su naturaleza humana y a su naturaleza divina” (Giakalis 2005: 5). Era posible representar la divinidad a través de un medio material ya que el mismo Dios se había hecho visible en Cristo.41 La encarnación, en este sentido, implicaba una redención de la carne misma, lo cual no significaba convertir a la carne en una cuarta persona de la Trinidad. Dice Juan de Damasco en De imaginibus:
Junto con mi Señor y Rey, Lo adoro vestido en el cuerpo, no como si fuese una cobertura o como si constituyese una cuarta persona [ōs tetarton prosōpon] de la Trinidad –¡Dios no quiera! La carne es divina, y perdura después de su asunción. La naturaleza humana no se perdió en la Trinidad, sino que, así como el Verbo se hizo carne permaneciendo Verbo, así también la carne se hizo Verbo permaneciendo carne, volviéndose, más bien, una con el Verbo a través de la unión. Por lo tanto, me aventuro a crear una imagen del Dios invisible, no en tanto invisible, sino en tanto vuelto visible para nuestra fortuna en carne y sangre. No pinto por eso una imagen de la Divinidad invisible. Pinto la carne visible de Dios [eikōnizō Theou tēn horatheisan sarka], porque es imposible representar un espíritu, y mucho más Dios que es el que da aliento al espíritu. (De imaginibus I, 4).
Los íconos representaban la carne visible de Dios, es decir el Hijo, la imagen arquetípica del Padre. El problema es que el Hijo no era sólo carne, sino carne y espíritu, hombre y Dios. Los iconófilos sostenían, como Juan de Damasco en el pasaje citado, que el registro de lo visible permitía representar icónicamente a la divinidad. Por eso el culto (no idolátrico) de las imágenes era posible sólo después de Cristo.
Antaño, el Dios incorporal nunca fue representado. Ahora, sin embargo, cuando Dios se hizo carne, y conversó con el hombre, yo hago una imagen del Dios que he visto. No adoro la materia, adoro al Dios de la materia, quien se hizo materia por mí, y se dignó habitar en la materia, quien trabajó para mi salvación a través de la materia. La venero, aunque no como Dios. (De imaginibus I, 16).
La afirmación de Juan es fuerte y polémica. Existe una veneración de la materia, aunque no porque represente en sí misma una divinidad, sino porque fue asumida por el Hijo. La materia no es Dios, y, sin embargo, a partir de la encarnación, es digna de veneración. Juan adora al Dios de la materia, pero el Dios de la materia se ha materializado en Cristo. La encarnación supone, como han notado los Padres –y sobre todo los mismos teólogos iconoclastas–, una deificación de la carne.42 No obstante, Juan aclara siempre que se trata de una veneración de la carne divinizada por Cristo, y no de