Cristo asegura la presencia suturando lo divino con lo humano,11funcionando como imagen consubstancial o arquetípica del Padre.12 Al zurcir las dos regiones de la onto-teo-logía, Cristo consuma la Ley y abre el horizonte de la operatividad humana, redime el mundo, es decir lo dispone a la presencia, lo funda como locus politicus.13 Este movimiento de costura se inscribe en el marco escatológico propio del cristianismo. A diferencia de Cristo, el gran suturador o el “íntimo médico” según la expresión de Agustín (cfr. Confessiones X, III, 4), el Anticristo deslinda las dos regiones de la metafísica, separa lo humano de lo divino y abre una fisura o una dehiscencia entre ambos niveles. Allí, en el intersticio neutro que escinde la historia occidental, no hay mundo ni presencia, ni sujeto ni objeto, ni existencia propiamente dicha ni proyecto.14 El Anticristo es la fractura o la falla que recorre la historia del cristianismo desde sus inicios. Y si bien tanto Cristo como el Anticristo son figuras liminales, difieren por naturaleza. Mientras Cristo cose lo humano con lo divino, el Anticristo lo descose; mientras aquél, en tantoeikōn, realiza una coniunctio, éste, en tanto phantasma, realiza una disiunctio.
Meta-física: Cristo se instala en el guión y aglutina lo suprafísico con lo físico (el Verbo se hace carne).15En ese mismo lugar liminal, por razones evidentes, acecha el Anticristo, pero esta vez para extender el guión o para fracturarlo. Cristo opera una supresión del guión: el espíritu divino se une, sin mezcla pero sobre todo sin separación, con la carne humana.16 El Anticristo efectúa también una supresión, pero esta vez porque los dos bordes del Ser, el divino y el humano, el espíritu y la carne, se han hundido en un abismo insalvable. Este espaciamiento (écart), que es también una dilatación temporal (délai), marca la crisis de la presencia y, al extremo, su derrumbe.17
Se advertirá que el dispositivo cristológico, afectado por este doble funcionamiento, es eminentemente esquizofrénico. La operación crística de zurcido tiene por función conjurar la fractura que se abre en el corazón de la presencia, la falla que la trabaja desde sus inicios. No sorprende, por eso, que De Martino, apoyándose sobre todo en las investigaciones de Pierre Janet, haya percibido la profunda similitud que existe entre la pérdida de la presencia y los estados psicopatológicos. En La fine del mondo, por ejemplo, sostiene: “En la perspectiva histórico-cultural del tema del fin del mundo y del eschatōn como salvación es necesario analizar ante todo el fin o el derrumbe como riesgo psicopatológico” (1977: 5). La crisis de la presencia que De Martino había descubierto ya en la época de Il mondo magico revela su forma más pura en los estados límites de la personalidad esquizofrénica. En La fine del mondo, pero también en otras obras, De Martino cita reiteradas veces diversos testimonios recogidos por Janet en L’automatisme psychologique: essai de psychologie expérimentale sur les formes inférieures de l’activité humaine o en De l’angoisse à l’extase. Études sur les croyances et les sentiments. En un apartado del segundo tomo de esta última obra, titulado “Les formes personnelles du sentiment du vide”, encontramos algunos testimonios que ponen de manifiesto la pérdida de la presencia (de sí y del mundo):18
Me parece que no soy yo quien actúa, mis piernas y mis brazos marchan solos; siento muy bien la diferencia, hay pensamientos que son míos y otros que no lo son, estos vienen de no sé dónde, sin que yo los busque y sin que pueda retenerlos para mí, ya que todo el mundo los adivina… No siento que haya querido actuar, puesto que me sorprende a mí mismo esta precisión de autómata; no sé de dónde me llega esta inteligencia. Me escucho hablar y es otro [un autre] el que habla […] no soy más dueño de lo que hago ni de lo que pienso, se me arrastra… Yo trabajo felizmente, no soy yo quien trabaja, son mis manos, cuando he terminado, no reconozco del todo mi obra… (1927: 41).
Me es robado el pensamiento, me es robada mi alma, se me presta el alma de otra [une autre], cambio a cada instante de propietario, hay detrás de la muralla alguien a quien yo pertenezco, puesto que dispone de mis acciones y de mi pensamiento. (1927: 41).
No prestes atención a lo que yo digo, es otra persona [autre personne] la que actúa y habla en mi lugar. (1927: 41).
Cada tanto, mi personalidad se va, pierdo mi persona [perds ma personne], es raro y ridículo, es como si un telón cayése y cortáse en dos mi personalidad. Las otras personas no se dan cuenta pues puedo hablar y responder correctamente. En apariencia, para vosotros soy la misma, pero para mí no es verdad… (1927: 42).
En todos estos casos, como bien ha mostrado De Martino (cfr. 1977: 94-113), se trata de un hundimiento de la presencia y del mundo. El sentimiento de vacío provoca una escisión en la autopercepción de la personalidad. El sujeto se siente disociado o desdoblado; ahora es un otro el que habla y actúa, un otro el que vive: je est un autre. Al lado del yo ordinario se yergue un otro desconocido, doble o gemelo del primero, que lo destituye de su posición soberana. La disociación o disgregación de la persona (hypostasis o prosōpon, diríamos nosotros) se vive como la caída de un telón o el elevamiento de una muralla que corta en dos al sujeto y permite la emergencia de un otro: “la asunción de una identidad extraña [alien identity] –explica Ronald D. Laing en The Divided Self– es siempre experimentada como una amenaza a la identidad propia” (1990: 42). Pero, se preguntará quien lee, ¿cuál es la relación de todos estos casos psicopatológicos con el marco cristológico que estructura el presente libro? En suma, ¿qué tiene que ver la escisión de la personalidad, los fenómenos de despersonalización o desrealización con las figuras de Cristo y del Anticristo? La respuesta es muy sencilla: leánse los testimonios recién citados como si fuesen pronunciados por Cristo. De tal manera que allí donde se dice “yo”, léase Cristo; allí donde se dice “otro”, léase el Anticristo. La relación entre Cristo y el Anticristo, por eso mismo, no es de mera oposición ni de antagonismo exterior, sino de coexistencia alienada. Proponemos interpretar, por lo tanto, la historia (eminentemente cristiana, de creer a Nietzsche) de la metafísica occidental, lo que Karl Lamprecht y Aby Warburg han llamado psiquis histórica o memoria social, como un fenómeno de alienación esquizofrénica cuyos dos vectores o polos psíquicos son Cristo, el presentificador, el yo conjuntivo, y el Anticristo, el despresentificador, el otro disyuntivo.19 En efecto, el yo normal, dueño de sí y de su mundo, garante de la presencia y de la operatividad histórica es el sujeto de los testimonios recién citados, es decir Cristo; el otro fantasmal, alienante, ladrón de almas, de palabras y de acciones, es el Anticristo. Mientras que aquél se esfuerza por exorcizar la fractura –la Spaltung, para emplear un término central en el psicoanálisis vienés y alemán de principios del siglo pasado– y colmar el espacio psíquico con la presencia del yo soberano, éste insiste en la dehiscencia, separa sus paredes, abre el intervalo y lo dispone para el acecho del otro furtivo, irremediablemente extranjero. Se trata de una alienación propiamente cristológica. El término es oportuno puesto que posee un sentido histórico en la línea de