Ahora bien, si ha podido afirmarse que la civilización humana es esencialmente esquizofrénica es porque la psychē adolece de una profunda herida o fractura que, en el caso del cristianismo, como dijimos, concierne a la polaridad Cristo-Anticristo. Esta herida o fractura psíquica, como veremos a lo largo de nuestro estudio, atañe de manera específica a la imaginación y a la imagen. En este sentido, es posible –y necesario– afirmar que la imaginación designa la instancia simbólica de sutura y conjunción psíquica y cósmica y a la vez la instancia diabólica de dehiscencia y disyunción. Si Cristo es la personificación de la operación de sutura, el Anticristo es la personificación de la operación de dehiscencia. No es casual que el término dipsychos empleado por Hermas, como bien ha mostrado Oscar J. F. Seitz en una lacónica pero lúcida contribución a los New Testament Studies, remita entre otras fuentes a los dos yetzarim de los hebreos, y en particular al yetzer hara, el espíritu maligno que según la tradición rabínica habita en el corazón humano.
La psicología del "doble corazón" parece haberse desarrollado a partir de una tradición común en el Judaísmo, una tradición que en la exégesis rabínica estaba íntimamente conectada con la idea de los dos yetzarim o inclinaciones, una hacia el bien y la otra hacia el mal. […] De todas formas, Hermas, como el Manual de Disciplina de Qumran, lleva más lejos la doctrina de los dos espíritus antitéticos en el corazón del hombre, un espíritu de verdad y el otro un espíritu de error o de mentira, uno santo y el otro maldito. (1958: 331-332).
Es de fundamental importancia que el término yetzer –el cual ha sido considerado por Moshe HaLevi Spero como “un concepto metafísico [a metaphysical concept]” (1975: 108)– signifique también, según explica Richard Kearney, imaginación: “El término hebreo principal para imaginación es yetzer. No deja de tener consecuencias que esta palabra derive de la misma raíz yzr que el término para ‘creación’ (yetzirah), ‘creador’ (yotzer) y ‘crear’ (yatzar)” (2003: 39).7 Las figuras de Cristo y Anticristo nos permitirán mostrar las dos operaciones fundamentales que, desde nuestra perspectiva, definen a la imaginación: la operación crística de conjunción (el symbolos), y la operación anticrística de disyunción (el diabolos). Ambas operaciones o formas de la imaginación requieren además de una imagen específica: el ícono (eikōn) en el caso de Cristo, es decir de la imaginación simbólica; el fantasma (phantasma o eidolōn) en el caso del Anticristo, es decir de la imaginación diabólica.
Es probable que la etimología, en este punto, nos proporcione elementos preciosos para sustentar nuestra hipótesis de que la imaginación es una potencia anfibológica, es decir suceptible de dos funcionamientos (simbólico/icónico y diabólico/fantasmático), y a la vez de que cada uno de estos funcionamientos se corresponde con un tipo de imagen en particular: el symbolos con el eikōn y el diabolos con el eidolōn o phantasma. En un artículo cuya importancia a nuestro juicio es superlativa, Suzanne Saïd no sólo ha demostrado la “oposición entre dos definiciones de la imagen: el eidolōn, que es un simulacro [recuérdese que simulacrum es una de las traducciones latinas más habituales del phantasma o del eidolōn griegos], y el eikōn, que es un símbolo” (1987: 322), sino que ha basado esa oposición en un análisis etimológico:
Si las dos palabras se han formado a partir de una misma raíz wei-, sólo eidolōn revela por su origen la esfera de lo visible, pues está formado sobre un tema weid- que expresa la idea de ver (este tema, que ha dado el latino video, se encuentra en griego en el verbo idein "ver" y en el nombre eidos que se aplica primero a la apariencia visible). El eikōn en cambio, al igual que los verbos eiskō o eikazō "asemejar" o del adjetivo eikelos "semejante", remite a un tema weik- que indica una relación de adecuación o de conveniencia. (1987: 310).
Tenemos aquí los dos temas, weid- y weik-, que darán lugar a dos tipos de imágenes y, más allá, a dos formas de la imaginación. El tema weid-, que abrirá el campo semántico y operativo de la imaginación diabólica (a la cual se la podría llamar phantasia para respetar su relación esencial con el phantasma), y el tema weik-, que abrirá el campo semántico y operativo de la imaginación simbólica (a la cual se la podría llamar eikasia para respetar su relación esencial con el eikōn). Esto requeriría por supuesto utilizar ambos términos, phantasia y eikasia, en un sentido técnico muy preciso que no necesariamente coincide con el sentido que le han dado los más diversos autores a lo largo de la historia filosófica. La eikasia, por ejemplo, si bien desde nuestra perspectiva guarda una relación con el uso del término que hace Platón en la analogía de la línea y la alegoría de la caverna de República, no es su equivalente exacto. Lo mismo se aplica al término phantasia y al sentido que posee por ejemplo en Aristóteles. Como sea, lo cierto es que los temas weik- y weid- son propios de Cristo y del Anticristo respectivamente. En efecto, el Hijo de Dios, como bien explica Saïd, jamás podría ser un eidōlon del Padre: “Pues el Hijo, incluso si se ha hecho carne, y por lo tanto se ha vuelto visible, no podría ser el eidōlon del Padre invisible y asemejársele ‘según las características de la carne ni según ninguna forma corporal’. Él se asemeja ‘por el querer’, puesto que es ‘la imagen (eikōn) de su bondad’” (1987: 329).
En cierta forma, a lo largo de estas páginas nos dedicaremos a seguir la tensión esquizofrénica de estos dos temas, weid- y weik-, íntimamente relacionados con el problema de las imágenes y de la imaginación, en el cristianismo de los siglos I-VIII desde una perspectiva psicogenética. Veremos que, si weik- sutura, weid- horada; si weik- teje, weid- desteje; si weik- une, weid- desune. Esta polaridad singularísima, que parece perderse en los tiempos más remotos de la Antigüedad, es, sin embargo, aún la nuestra, la de nuestra ontología y nuestra política; en suma, la de nuestra frágil y escindida psychē.
Introducción
Que nadie os engañe en ninguna manera, porque [Cristo] no vendrá sin que primero venga la apostasía [hē apostasia] y sea revelado el hombre de pecado [ho anthrōpos tēs anomias], el hijo de perdición [ho huios tēs apōleias]. (2 Tesal. 2:3).8
Hijitos, es la última hora [eschatē hōra], y así como oísteis que el anticristo [antichristos] viene, también ahora han surgido muchos anticristos [antichristoi]; por eso sabemos que es la última hora. (1 Juan 2:18).
Estos dos pasajes conciernen de manera esencial a “la venida [tēs parousias] de nuestro Señor Jesucristo” (2 Tesal. 2:1) en el fin de los tiempos –en la última hora, para decirlo con Juan. El término parousia significa, además de “venida” o “llegada”, “apariencia” o “manifestación gloriosa” pero también –y de manera fundamental– “presencia”.9 En la escatología cristiana, todos estos sentidos convergen en la figura de Cristo. En efecto, el Hijo de Dios vendrá en el fin de los tiempos a juzgar a los vivos y a los muertos, se manifestará en toda su gloria y restituirá así la presencia amenazada por el pecado. Pero para que esto sea posible, para que la presencia precaria de la vida humana pueda ser finalmente redimida y devuelta a su plenitud originaria, es preciso que antes de Cristo se manifieste el Anticristo, el apóstata, el anómico: ho anomos (2 Tesal. 2:8); en suma, el despresentificador.
Ernesto De Martino ha sostenido que el ser-en-el-mundo, es decir el ser de la operatividad histórica se ve amenazado constantemente por “el riesgo radical de la pérdida de la presencia” (2000: 32). A este riesgo De Martino lo denomina “crisis de la presencia” (cfr. 2000: 15-36).10 Lo que está en juego en esta crisis es el ser del hombre en su totalidad y consecuentemente el ser del mundo, es decir la condición del hombre como ser-en-el-mundo o, lo que es lo mismo, como ser-en-la-historia. En Il mondo magico, De Martino asegura que el hombre, en la época del magismo, puede verse absorbido en cualquier momento por un estímulo que le hace perder los límites entre el yo y el mundo o entre el sujeto y el objeto (términos anacrónicos para referirse a esta etapa presuntamente “primitiva”).