El cadáver está tirado en el centro del aseo; a la vista, el cuerpo entero menos la pierna que tiene dentro de la pequeña estancia del inodoro. Se aprecia perfectamente que es un hombre de mediana edad, quizá un poco pasado de peso, con el pelo moreno, moteado por alguna cana y ligeramente rizado; va vestido de manera cómoda: vaqueros y una camisa de cuadros algo pasada de moda que debía de llevar por dentro de los mismos, pero que la caída ha exteriorizado por uno de los laterales. Lleva gafas de montura metálica y clásica que se mantienen sorprendentemente fijas en su posición a pesar de que la postura del varón refleja, como ya les habían advertido, una muerte convulsa: tiene la espalda arqueada incómodamente hacia atrás y la cabeza, siguiendo la forzada línea de la columna vertebral, intenta girar noventa grados hacia una posición antinatural del cuello, como si quisiera tocarse la zona de los hombros con la coronilla. La inspectora, respondiendo a una indicación del Sabueso, se fija en la zona genital del muerto, manchada seguramente de orina, aunque la tela vaquera ha absorbido todo el fluido porque al suelo no ha llegado ni una gota.
Carlos Vich, tras escanear la escena en silencio y con los ojos semicerrados, de repente reanuda la actividad y parece volver de otro mundo; se activa y empieza a tomar fotos del cadáver desde todos los ángulos posibles. Con cuidado se acerca al cuerpo y, sin tocarlo, lo observa despacio, mirándole directamente a la cara, como preguntándole en silencio la causa de la muerte que tiene que averiguar. Leire le deja actuar, indecisa sobre qué se supone que debe hacer ella mientras su compañero está trabajando; es la primera vez que colaboran juntos y, en ese punto inicial de la investigación, la labor del de la científica es vital para el futuro desarrollo del caso. La inspectora permanece absorta, siguiendo los movimientos del Sabueso, cuando le sorprende el golpe que le da en la espalda la puerta de acceso al aseo en la que estaba apoyada. Se gira algo enfadada, dispuesta a reprender a quien haya osado invadir la estancia sin su permiso, pero se ve superada por tres figuras, vestidas con el mismo mono de plástico que ellos, que acceden joviales al interior del cuarto de baño.
—¡Jefe, lo quería todo para usted! —exclama uno de los intrusos—. ¡Ni nos ha esperado para entrar!
El inspector de la científica se yergue y sonríe abiertamente.
—¡Si sois así de lentos, mal vamos! Que yo vengo de Barcelona y ya llevo aquí un rato.
Los dos primeros, cargados con sendos maletines muy parecidos a los de su superior, acceden al interior; y es la tercera figura, claramente femenina a pesar del mono que la recubre, quien se fija en la inspectora:
—¿Y esta?
Leire va a responder, pero el inspector Vich se le adelanta:
—Os presento a la inspectora Sáez de Olamendi. —A la aludida le sorprende que se acuerde de sus apellidos, algo poco frecuente—. Es la responsable del caso —sigue el Sabueso—, así que poneos a sus órdenes.
Los tres recién llegados se vuelven hacia ella y la miran con curiosidad.
—Inspectora, te presento a los agentes Sanchidrián, Vigo y Zorita —dice orgulloso el Sabueso—, mi caballería. Lo mejor de la policía científica en este país.
Leire les saluda en silencio, con un movimiento de cabeza dirigido a cada uno de ellos, y de vuelta recibe el mismo gesto de saludo. Basta con esa introducción para que el equipo allí reunido se olvide de los formalismos y, dando la espalda a Leire, se pongan a trabajar junto a su líder, como si ella ya no estuviera allí.
—¿Así que este es el difunto?
—Este no se ha muerto en paz, jefe, ¡está retorcido!
—A ver si es que no le daba tiempo a mear… —añade el último de los agentes señalando la mancha de los vaqueros.
Leire observa cómo los cuatro de la científica se vuelcan sobre los maletines —que han depositado, y abierto, en el suelo— y empiezan, sin dejar de hacer comentarios, a realizar lo que es su rutina de trabajo. La inspectora se sabe entonces fuera de lugar. Sale del aseo y los deja solos para continuar con su propio equipo y su parte de la investigación: identificar al muerto, buscar e interrogar a los posibles testigos y empezar a colocar las piezas del puzle que le han ordenado resolver.
Se quita el molesto mono de plástico y demás accesorios, vuelve con sus compañeros y los reúne en un círculo íntimo, un poco apartados del resto de policías municipales, que siguen por allí —excepto el subinspector Díaz, quien seguramente ha desaparecido para dedicarse a otros menesteres—.
—¿Tenemos algo ya?
—Poca cosa, inspectora —responde Martina como interlocutora del grupo—, solo lo que nos han contado los municipales que les ha dicho la bibliotecaria que se ha encontrado el pastel esta mañana. Por lo visto, el muerto venía regularmente por aquí, pero ella dice que no lo conoce personalmente, que era alguien que acudía siempre solo y que no se relacionaba con otros visitantes.
—¿No está identificado todavía?
—Nada, no se han atrevido a tocarlo hasta que no diéramos permiso o hasta que diera orden el juez que, por cierto, creo que ya está en camino.
—Pues entonces tenemos mucho trabajo por delante —suspira Leire—. Martina, tú vente conmigo a hablar con la archivera. Lamata, tú esperarás al juez para ponerte a su disposición, y ya sabes: nos tenemos que llevar bien con él. —El aludido asiente—. Y vosotros —dirigiéndose a Eli y a Cid—, os quedáis esperando a los de la científica y en cuanto salgan les sacáis toda la información posible y pasáis al escenario del crimen para ver lo que observáis. Nos vemos todos luego en la comisaría.
El equipo agradece unas órdenes tan claras y se disgrega. Leire busca a su segunda con la mirada, se sorprende un poco de lo feliz que parece de ir con ella, pero no le da más importancia, y bajan las dos al mostrador de la entrada, donde sigue siendo atendida la bibliotecaria.
Se encuentran a la mujer un poco más tranquila. Parece que el equipo del SUMMA ya no le hacen demasiado caso. Están charlando en un corrillo a su lado, quizá esperando a que alguien se haga cargo de ella para irse tranquilos. La bibliotecaria permanece sentada en uno de los sillones de detrás del mostrador —allí pasa muchas horas a lo largo de su jornada laboral— con la cabeza recostada en el respaldo y los ojos cerrados. Es una mujer relativamente joven que rompe el estereotipo de una bibliotecaria: su pelo, de color rosa, corto y peinado hacia delante, es lo primero que llama la atención, lo lleva dejando despejado un rostro agradable aunque quizá con más maquillaje del necesario; va vestida con pantalones anchos de lino, camisa blanca y un fular enrollado en el cuello. A pesar de estar sentada, es evidente su escasa altura, característica que intenta compensar con unos zapatos negros de gran plataforma para realzar su figura.
Las dos policías se colocan a su lado, y es la subinspectora la que se dirige a ella:
—Buenos días, nos gustaría hablar un momento con usted, si fuera posible.
La bibliotecaria abre los ojos, asustada por la voz que la saca del descanso. Por su gesto, Leire piensa que se había quedado dormida, es muy probable que los sanitarios la hayan sedado o tranquilizado con algún fármaco. La mujer mira a las dos policías, intentando entender quiénes son, o quizá qué hace ella allí, y no en su casa, saliendo de los brazos de Morfeo. Martina se da cuenta de su desconcierto y hace las presentaciones:
—Soy la subinspectora Rojas, y esta es la inspectora Sáez de Olamendi. Nos vamos a hacer cargo de la investigación.
—Hola… —dice algo perdida.
—¿Usted es?