—De acuerdo pues, Martina, pero con la condición de que entre nosotras soy Leire, y en público la inspectora Sáez de Olamendi. ¿De acuerdo?
La sonrisa de Martina hace entender la aceptación de las condiciones de su jefa, al mismo tiempo que redondea todavía más su cara.
—¿Entramos entonces? —insiste Leire.
—No. De hecho, te estaba esperando para acompañarte al despacho del superjefe. Nos han citado allí.
—¿Del comisario? —se sorprende Leire.
—El mismo, el gran comisario Beltrán López de Ayala. ¡Debe tratarse de algo gordo!
Martina guiña un ojo a la inspectora y se echa a andar por los pasillos saludando a muchos más policías de los que conoce Leire. Esta la sigue, intentando no parecer sumisa, y levanta la mirada ante quienes responden al saludo de Martina. Admira su desparpajo. Viéndola, Leire ansía sentirse realmente integrada en la comisaría, aunque sabe que para ello todavía ha de pasar un tiempo y debe demostrar su valía.
Por fin suben a las plantas superiores del edificio hasta acceder al lugar de trabajo del director de aquella miniciudad, y se plantan delante de la puerta del despacho del comisario. Antes de entrar, Martina se echa a un lado y otorga los honores a su jefa —acto que le gusta a Leire y le confirma que la subinspectora sabe quién es quién en aquella nueva relación—. Se lo agradece y es ella la que llama educadamente a la puerta y espera el permiso antes abrirla.
—¡Adelante! —brama una voz enérgica y apresurada desde dentro.
Las dos policías se miran, intentando forjar un poco más su nueva complicidad antes de afrontar el reto que les van a plantear, y entran decididas al despacho. En el interior, Leire reconoce al instante al orondo inspector jefe Roberto Puig; el cual está sentado delante de una mesa presidida por quien debe de ser el comisario: un señor cercano a la jubilación, con un pelo cano que solo le tapa los laterales de la cabeza, algo pasado de peso y vestido con camisa blanca remangada hasta los codos y corbata azul. Él se levanta, y se acerca a las policías invitándolas a entrar:
—Buenos días, inspectora —se dirige a Leire sin dudar sobre si es ella o Martina la que ejerce el cargo—, estaba deseando conocerte. Siéntate por favor.
Le señala una de las dos sillas vacías que están al lado de la del inspector jefe y, después se dirige a Martina con la misma educación para que se acomode en la otra silla. Cuando ya están las dos ubicadas, el comisario se apoya en el tablero de la mesa, sin pasar a su asiento, seguramente para evitar barreras físicas entre él y sus subordinadas, y prosigue con los prolegómenos de la conversación, dirigiéndose directamente a Leire:
—Por fin nos conocemos personalmente. Recuerdo que hablamos al inicio de tu accidentado viaje de llegada a Madrid. Luego, el inspector jefe me puso al día de todo lo acontecido y de cómo resolviste el caso.
Leire se recuerda al detalle de aquel incidente. Fue su primera —y extraña— investigación como inspectora de la Policía Nacional. Yendo en el AVE desde Zaragoza se vio sorprendida por unas muertes dentro del propio tren. Iba a pedir ayuda a su llegada a Madrid, pero el hecho de que uno de los pasajeros fuera positivo a la infección por coronavirus se lo impidió: le tocó aislarse con el resto de los viajeros, afinar su ingenio para resolver los crímenes y desenmascarar al asesino que viajaba con ella; todo antes de llegar al destino.
—¡Al más puro estilo de Agatha Christie! —continúa el comisario.
No es la primera vez que le hacen tal alusión, pues el caso tiene gran similitud con el de la novela Asesinato en el Orient Express.
La inspectora no sabe qué decir. El comisario se percata de ello y, seguramente acostumbrado a que sus subordinados le escuchen sin intervenir demasiado, no tiene problemas en dirigir el rumbo de la conversación hacia el motivo que desea tratar:
—Con tu ingreso hospitalario posterior por la infección del coronavirus, mi propia enfermedad y cuarentena posterior, y el jaleo de personal que nos ha supuesto la pandemia, no he tenido hasta ahora el placer de felicitarte por ese trabajo, pero quiero que sepas que estaba deseando verte en persona y hacerlo. ¡Menos mal que ya podemos movernos con naturalidad! Estaba hasta las narices de la mascarilla y los aislamientos.
—Se lo agradezco mucho, comisario —responde tímida Leire.
—De todas maneras, entenderás que hoy no te he llamado para hablar de esto.
—Me lo imagino. Usted dirá. Estamos a su disposición —Leire usa el plural para incluir a su compañera en la conversación, acto que a la subinspectora le agrada.
—Al grano, entonces —el comisario se levanta y da la vuelta a la mesa para ocupar de nuevo su puesto habitual—. Sabréis que estamos terminando de reorganizar el equipo de la comisaría. Empezamos antes de la pandemia, pero tuvimos que paralizarlo porque aquí ha tenido que trabajar todo el mundo haciendo de todo… Ha sido una locura.
—Somos conscientes de ello, no se preocupe —responde Leire para demostrar que comprende la situación, pues ella misma ha estado haciendo tareas administrativas desde que se reincorporó después de su baja.
—Pues bien, como suele pasar, un muerto ha acelerado la situación. La gente se empeña en resolver a su manera los problemas, y no hacen más que dificultar nuestro trabajo.
El comisario lo dice transmitiendo cansancio, seguramente fruto de los años que lleva en el cuerpo y de la evidente cercanía de su retirada. Sin decir nada más, da paso a su segundo, el inspector jefe Puig, quien toma la palabra:
—Nos han llamado los compañeros de Coslada. Por lo visto, esta mañana han encontrado un fiambre en la biblioteca. Ellos también están sufriendo los reajustes provocados por el exceso de trabajo y no tienen efectivos suficientes para atender el caso.
Leire atiende las explicaciones de su jefe inmediato mientras internamente siente respeto ante lo que le encargan. Se ve, por fin, ante la tarea de dirigir una investigación, pero con la responsabilidad que le supone su estreno y sabiendo que aún no dispone de equipo ni de lugar fijo de trabajo dentro de la comisaría. Es el momento que lleva tanto tiempo esperando, pero para el que —fruto de su alta exigencia interna— nunca se ve suficientemente preparada. Le vienen a la cabeza todos los miedos que la inundaron cuando, recién conseguido el cargo de inspectora en Logroño, le surgió la posibilidad de pedir el traslado a Madrid. Fue consciente de que dejar su puesto —donde estaba cómoda, conocía a sus compañeros y no había sobrecarga de trabajo— para incorporarse a una comisaría con tan alto nivel de trabajo y complejidad, implicaba mucha más responsabilidad, y eso lógicamente le generó grandes dudas. Entonces ella, que siempre ha sido muy estricta consigo misma, aún sabiendo que no tenía bastante experiencia para dirigir a su propio equipo, y desoyendo los consejos de su propia madre, aceptó presentarse al puesto. Todavía no sabe bien si lo hizo solo como oportunidad profesional o también como vía de escape a su acomodada vida en una provincia en la que no se le ofrecían muchas más posibilidades de crecimiento personal.
—Así que nos encargamos nosotros —la voz del inspector jefe trae de nuevo a Leire de vuelta al despacho del comisario—, que para eso estamos: para comernos los marrones ajenos.
Ante el silencio de Leire, es la subinspectora la que se atreve a intervenir:
—Lo que usted mande, inspector jefe.
La inspectora se sorprende al escuchar la voz de su nueva compañera y entiende que tendría que haber sido ella la que demostrara esa atención y disposición. Se promete a sí misma no volver a distraerse con sus pensamientos y, para manifestar más interés, cambia de postura corporal estirando la espalda y echándose un poco hacia delante, intentando transmitir total atención a las siguientes órdenes. El inspector jefe, mirándola fijamente a