Arauca: Una Escuela de Justicia Comunitaria para Colombia. Edgar Ardila. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Edgar Ardila
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Социология
Год издания: 0
isbn: 9789587945560
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legales y las metralletas. Hay una trayectoria de experiencias, incluso algunas efímeras y ocasionales, que han ido dejando también enseñanzas sobre cómo abordar los conflictos y han decantado capacidades que se han convertido en el patrimonio más valioso para enfrentarlos. Son esas normas y esas instancias las que representan el sentir y el ser de este territorio llanero.

      Es allí donde se ubica el lugar específico de la EJCUN en la misión de la Universidad. La resignificación de la nación no puede hacerse con la exclusión de Arauca, de sus identidades, de su obra colectiva, de las normas que encauzan su interacción, de los instrumentos que han generado para tramitar sus controversias pacíficamente. El sistema jurídico y la función de administrar justicia debe buscar los caminos para que este acumulado pueda ser canalizado. Empeñarse en desconocerlo, intentando imponer modelos únicos, es remar contra la corriente y, sobre todo, puede tener un efecto que solo llega a destruir lo poco o mucho con lo que cuenta la población.

      Si, ante la inexistencia o la ineficacia del Estado, son las instancias y las reglas comunitarias lo que funciona en medio de la dura realidad específica del piedemonte, se trata de conocerlas y reconocerlas, de valorarlas y evaluarlas, de fortalecerlas y de criticarlas. De hecho, es necesario partir de la base de que no se trata de una realidad uniforme, sino de un escenario en el que se han ido estructurando tendencias y proyectos diferentes y, en muchos sentidos, contradictorios entre sí. Entonces, nuestra labor no se limita a describir y a ser testigos de su experiencia, se trata de entablar un diálogo con su normatividad y sus instancias en busca de que la propia comunidad se transforme y fortalezca desde sus propias contradicciones y en su interacción con las dinámicas nacionales. Pero también se trata de que el proyecto de nación y de sus estructuras jurídicas se enriquezcan con el aporte que se hace desde una región específica, de que la oferta institucional se nutra con los aprendizajes que se elevan también desde estas realidades que no son excepcionales en el país.

      La epopeya fundacional de la nación iroquesa, una de las más extendidas de nuestro continente al momento de la Conquista, no narra una guerra sino una paz. Hiawatha fue un personaje real que dedicó su vida hasta lograr, a través del diálogo cuidadoso y fecundo, que se fueran construyendo las instituciones y las reglas comunes que les permitirían vivir en paz y prosperar sin que las contradicciones fueran causa de conflagración. Onondogas, mohicanos, entre otros, hasta entonces enemigos acérrimos, a través de esa narrativa, proyectaron los valores éticos y políticos con los que fueron dándose sentido como grupo humano y establecieron las condiciones organizativas que requerían para proyectarse hacia el futuro como una nación.

      Por la misma época, los Estados europeos se estaban creando a través de la espada y la conquista. Ricardo Corazón de León, el Cid Campeador, Juana de Arco y tantas otras figuras guerreras representan lo que llegó a imponerse como identidad de naciones enteras y que llevó a que, incluso hasta mediados del siglo XX, en el viejo continente no se reconociera preeminencia en quien no hubiera liderado una acción bélica. Fue con esa idiosincrasia que exportaron su institucionalidad y sus modelos de organización política a los territorios de quienes llamaron “pieles rojas” o simplemente “hombres rojos”, destruyendo o reduciendo saberes e instituciones de todo el continente, a veces muy sofisticados, como los que habían alcanzado entre los aztecas mesoamericanos o en el Tahuantinsuyo, de la zona Andina. Muchas estatuas lo dicen, los grandes personajes que han protagonizado la historia luego del siglo XVI se representan con una espada ensangrentada en alto.

      La imagen no cambia: un jinete que no se apea para interactuar con la población común. Tanto el conquistador como el prócer representan el poder foráneo que desconoce a los actores y al territorio mismo. De hecho, la gran efeméride del piedemonte araucano es un diálogo de Bolívar y Santander, donde no se recuerda que haya participado la gente de ahí; ni que, posteriormente, las causas de los indígenas y los campesinos de entonces hubieran dejado alguna huella en los planes del gobierno al que le pusieron pertrechos, provisiones y personas que fueron a luchar. Hoy, en la escena siguen campeando guerreros que, sin bajarse de sus cabalgaduras y sus camionetas, aseguran que serán los vencedores.

      Las comunidades araucanas, en medio de dificultades y tras reiteradas pérdidas, han tenido que prodigarse por sí mismos, y mediante la cooperación y el apoyo mutuo, muy buena parte de los recursos que disfrutan en común. La base de esa resiliencia ha sido el aprendizaje colectivo para el cuidado de la convivencia mediante normas de comportamiento y la gestión de conflictos. Las pautas de conducta para la interacción interna y con el exterior se dirigen armonizar al máximo los procesos vitales diversos que coexisten, al mismo tiempo que procuran el cuidado colectivo frente a los factores de violencia que pueden irrumpir o escalar. La gran vulnerabilidad en la que se vive, especialmente en las zonas rurales, ha llevado a que cualquier tipo de controversia a su interior sea motivo para que toda la comunidad se sienta implicada y se sienta beneficiada cuando se produzca un resultado satisfactorio que la zanje. Cuantos más incidentes sean resueltos mediante las herramientas comunitarias creadas para atender la conflictividad, menos vulnerables serán a la acción violenta.

      En el Sarare no es visible un personaje mítico como Hiawatha, pero de tantos acumulados y tantas capacidades de acción colectiva es posible construir una epopeya que no sea escrita por los amanuenses de los guerreros. Arauca podría ser una esquina del país que, superando los índices más altos de violencia que le han acompañado por décadas, se convierta en el vértice de una narrativa y unas prácticas institucionales, desde las cuales podamos encontrar no solo un lugar para Arauca en lo que somos como país, sino que Colombia se transforme con los acumulados que en el Sarare, al igual que en regiones similares, ya se han venido alcanzado como normas de convivencia e instancias de regulación de conflictos que logran impactos que siguen siendo impensables desde el derecho y las instancias estatales.

      Los acumulados comunitarios deben fortalecerse para que se apropien conscientemente con vocación de permanencia y desarrollen su potencial, y para que se proyecten nacionalmente en diálogo con la institucionalidad del país. Y es allí donde encuentra su sentido la labor que realizamos desde una entidad académica como la Escuela de Justicia Comunitaria de la Universidad Nacional de Colombia en esas tierras. Entendemos que nuestro papel debe ser el de participar en la construcción del proyecto de nación desde el Sarare y para el Sarare. Es decir, un proyecto dirigido a que lo que es la región sea una parte del horizonte del país y que lo que construimos como país le aporte a la región. Que la suerte de los Hiawathas que germinan en las comunidades piedemontanas sea recogida como activo en los acumulados normativos e institucionales del país y que en lo nacional haya un aporte reconocible y útil para la gestión de las necesidades específicas del territorio, empezando por la convivencia pacífica, la inclusión y la igualdad en las relaciones.

      Ese marco define los propósitos de una labor académica que para ser participativa exige que se haga de la mano y en diálogo con los diferentes sujetos que interactúan en el territorio. En primer lugar, ante todo la labor es de visibilización. Debe contarse con sensibilidad para percibir los problemas y sus respuestas. Al mismo tiempo, con herramientas conceptuales y metodológicas que permitan reconocer y hacer visibles, para la comunidad y los actores llamados a interlocutar con ella, las dinámicas mediante las cuales se regula y gestiona la convivencia. Se busca que se reconozca el aporte y la potencialidad que tienen a través de un enriquecimiento teórico y comparativo.

      En segundo lugar, el rol de la Universidad es el de aportar en la transformación positiva de lo que existe. Es el más exigente, porque nos movemos entre dos extremos peligrosos que deben evitarse. De un lado, existe el riesgo de que se entable una relación vertical en la que se impongan los conocimientos académicos y los valores que portan y, en consecuencia, el mejoramiento que se promueve se reduzca a una modernización más burda o más sofisticada. Del otro lado, puede caerse en una visión que mitifica lo comunitario y se limita a recoger y hacer un mejoramiento formal por considerar que la intervención contamina los procesos, dejando intactas o reforzando dinámicas de violencia estructural, de dominación, de explotación o de discriminación. El mejoramiento implica el diálogo de saberes en un ejercicio constante de autoevaluación de lo que se hace