Arauca: Una Escuela de Justicia Comunitaria para Colombia. Edgar Ardila. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Edgar Ardila
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Социология
Год издания: 0
isbn: 9789587945560
Скачать книгу
Sin haber encontrado una vía para que la región avizorara en la historia condiciones físicas, políticas, económicas y culturales de integración con el resto del país, en apenas cinco décadas ha sido sometida a dinámicas provenientes del resto del país que la lesionan y la fraccionan aún más. Arauca, cultural y físicamente, hace parte de la región bastante homogénea que se conoce como “Los Llanos”, y que comparten Colombia y Venezuela. De manera más o menos similar al resto de los departamentos de esta enorme región, Arauca permaneció más integrada con los llanos1 y relativamente aislada del resto del país, y no ha encontrado oportunidad de participar en la construcción de identidad nacional2.

      La expansión paulatina y centenaria de la economía ganadera de pastoreo, aunque generalmente no reivindicaba títulos de propiedad, atacó los sistemas de relacionamiento de la población indígena con la naturaleza, especialmente de los pueblos nómadas. La expulsión creciente de los llamados “guahibos” de sus propios territorios ha estado sustentada en un ideario racista desde el que no solo se les ha excluido de las pocas oportunidades existentes, sino que se les ha asesinado3. Sin embargo, es en la segunda mitad del siglo XX que se producen los rasgos más profundos del actual escenario de fraccionamiento social y cultural, luego de una migración desordenada y agresiva que no solo ataca de frente la territorialidad de los pueblos nativos, sino una cierta comunalidad existente en el pastoreo de ganado.

      Durante la mayor parte de la Colonia predominó la población indígena, en parte sometida a la explotación ganadera impulsada por los jesuitas, aunque hubo una paulatina colonización de zonas aledañas, incluso venezolanas, que fueron definiendo una configuración cultural y fenotípica que se conoce externamente como el llanero, y allá denominan criollo. Esta población aprendió de los indígenas su interacción con la naturaleza, pero se vinculó con la ganadería en el pastoreo de los grandes hatos que sucedieron a la expulsión, en el siglo XIX, de la Compañía de Jesús.

      Esa situación empezó a tener un cambio rotundo y unos choques interculturales por la migración masiva de los departamentos andinos a partir de la violencia del medio siglo, pero que arreció con la expectativa generada por el descubrimiento de petróleo en los años ochenta. La población del Sarare por lo menos se duplicó en treinta años, principalmente, por la inmigración, que expandió una tendencia cultural y fenotipo andino en los municipios de Saravena, Fortul y Arauquita, que los lugareños denominan “guates”.

      Los desplazamientos forzados por el conflicto armado compelieron por décadas a oriundos de Santander, Boyacá y otras regiones de Colombia a abrirse espacio en este territorio, en disputa con la población ya asentada. Pero los recién llegados no pudieron dejar atrás los factores y los actores que los llevaron hasta allí y tampoco encontraron respuestas institucionales a sus necesidades en el nuevo territorio. Por el contrario, lo protuberante ha sido la presencia y el control de los actores armados. Con un Estado ausente, en medio de los esfuerzos autogestionarios de las comunidades, fueron medrando proyectos territoriales guerrilleros que, ante las necesidades de las comunidades, procuraron cooptar los recursos y las organizaciones que ellas habían desarrollado o, simplemente, imponer sus condiciones para hacer alguna oferta para la solución de conflictos y otras necesidades de la comunidad.

      En los años ochenta, el Ejército de Liberación Nacional (ELN) se hizo fuerte y predominó en el territorio. En los noventa, las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) lograron disputarle amplias zonas e imponerse en varias de ellas en una confrontación crónica que se prolonga hasta esta década, dejando más líderes sociales víctimas que bajas entre las partes. Al comienzo del siglo, aprovechando el repliegue de la guerrilla, logrado por las fuerzas armadas del Estado, grupos paramilitares se expandieron desde el sur, arrasando el liderazgo social existente entonces. En todos los casos, las comunidades tuvieron que reconstruirse luego de que, al asesinar o desplazar a sus líderes, se les privaba de los recursos colectivos para atender sus necesidades.

      Frente a muchos de sus problemas, en las últimas décadas, el Estado viene dando respuestas muy precarias y limitadas en su alcance. El Sarare, a pesar de la enorme riqueza petrolera —que en su mayoría se bombea por un tubo sin que llegue a verse—, es una zona marginalizada y se encuentra por debajo de los índices de satisfacción de las necesidades que se registran en el país (datos de pobreza, participación, estratos económicos, PIB per cápita, NBI).

      Pero ese no es el único problema, el territorio está fuertemente fragmentado. Por una parte, a causa de la lucha bélica por el territorio, se ha incrementado el aislamiento de unas zonas y otras; y se han dividido en su interior, incluso, las comunidades y hasta a las familias por la desconfianza, la polarización y la estigmatización mutuas. Por otra parte, las dinámicas de poblamiento y la ubicación socioeconómica han demarcado cuatro grupos sociales que tienden a diferenciarse y a discriminar de arriba hacia abajo así: en la cresta, beneficiarios de la economía petrolera y de los recursos públicos, como la burocracia estatal sempiterna; enseguida, los guates, que a través de la apropiación de la tierra y el comercio se han convertido en el sector que dinamiza la economía capitalista en la región y constituye la población mayoritaria, salvo en Tame; en un nivel inferior, está el sector que identifica a todos los llaneros, los criollos, que son población en general carente de propiedades y de acceso a los beneficios sociales y se ubica en zonas muy marginales; en la parte más baja, u’was, hitnüs, macaguanes, betoyes y sikuanis, muy reducidos en sus miembros, población indígena que se mantiene aferrada a su identidad, de cara a una sociedad que mayoritariamente los excluye.

      En lo relacionado con la labor que desempeña la EJCUN, se evidencia que las entidades encargadas de garantizar derechos y gestionar conflictos han tenido una presencia insular, discontinua, desarticulada e insuficiente. Por ello, los requerimientos de justicia rara vez llegan a puerto mediante la oferta institucional nacional. De allí que la Constitución y las otras leyes de la República no sean una herramienta reconocida para ordenar la vida y regular los comportamientos sociales en la región. De hecho, a pesar de que en ello se agotan las acciones estatales, las entidades encargadas de agenciar la legalidad en el territorio son muy poco robustas y tienen un alcance territorial que apenas rasguña lo más importante de la conflictividad, que se circunscribe a un radio de acción principalmente urbano. Los programas de promoción y defensa de derechos, y de acceso a la justicia han estado reducidos a unos recursos muy limitados de la cooperación internacional.

      La acción coactiva de actores ilegales es, en parte, una consecuencia de esa exclusión. La instrumentalización de la violencia para tramitar los conflictos ha sido un recurso más utilizado que la fuerza que corresponde a los actores estatales en buena parte del territorio. La población se somete a los actores armados no solo por miedo a sus represalias, sino también, en muchos casos, por la necesidad que se tiene de zanjar conflictos que no se está dispuesto dejar en suspenso, y ese es el camino que predomina. Es la contracara de la inacción del Estado que aparece en muchos estudios sobre la violencia en esta u otras zonas del país. Pero tampoco desde aquí puede comprenderse plenamente el conjunto de dinámicas que determinan los comportamientos y enmarcan las dinámicas de orden social reinantes en la zona.

      La manera como la gente actúa y se relaciona entre sí, también como tramita sus controversias, es la sumatoria de diversos vectores que interactúan de manera compleja y muchas veces contradictoria. Están sin resolverse los choques que surgen de las normas que siguen las personas para trabajar, para acceder a la naturaleza y a los bienes, para intercambiar recursos, para reproducirse o para participar en las acciones colectivas, pues estas no son homogéneas. Para los indígenas y una parte del campesinado, los parámetros son los que plantaron los ancestros; mientras que, para los colonos de las últimas décadas, son los que trajeron de sus zonas de origen. El impulso de las normas estatales también llega débil al pasar por los filtros de comunidades de fe o de grupos políticos poco interesados en el discurso de la legalidad.

      Además, ya hemos visto que, como resultante de ese juego vectorial muchas veces también conflictivo, han ido surgiendo, con mayor o menor sostenibilidad, instancias, saberes y procedimientos mediante los cuales las comunidades han buscado atender por sí mismas las necesidades de justicia que se presentan a su interior. Esas normas y esas instancias, con sus limitaciones y sus defectos, tienen una profunda y extensa significación en la vida de los sarareños.