Enseguida los dos reyes se aproximaron juntos al centro del vado para enfrentarse. En el primer ataque, el hombre que estaba en lugar de Arawn golpea a Hafgan en medio de la bloca del escudo, de modo que lo parte en dos mitades y destroza toda su armadura. Hafgan cae, cuan largos eran su brazo y el asta de su lanza, por detrás de la grupa de su caballo sufriendo un golpe mortal46.
–Señor –dijo Hafgan–, ¿qué derecho tenías tú sobre mi muerte? Yo no te reclamaba nada. Tampoco conozco razón alguna para que me mates. Pero, por Dios, puesto que has empezado, ¡termina!
–Señor –respondió el otro–, me podría arrepentir de culminar lo que te he hecho a ti. Busca a otro para que te mate. Yo no lo haré.
–Mis leales nobles –dijo Hafgan–, sáquenme de aquí; mi muerte está cerca. No hay manera de que pueda sostenerlos de aquí en más.
–Nobles míos –dijo el hombre que estaba en lugar de Arawn–, tomen consejo y piensen quiénes podrían ser vasallos míos.
–Señor –replicaron los nobles–, todos deberían serlo ya que no hay otro rey más que tú en todo Annwfn.
–Bueno –respondió–. Es correcto recibir a los que vienen sumisos, pero aquellos que no lo hacen obedientemente, que sean obligados por la fuerza de las armas.
Y de inmediato recibió el juramento de los hombres y comenzó a tomar posesión de la tierra47. Y al mediodía del día siguiente los dos reinos estaban bajo su poder.
Entonces emprendió el camino hacia el punto de reunión y fue a Glyn Cuch. Cuando llegó se encontró con Arawn, rey de Annwfn, frente a él. Ambos estaban contentos de verse.
–Bien –dijo Arawn–, Dios te compense por tu amistad. He escuchado sobre ella.
–Bueno –respondió Pwyll–, cuando regreses a tu tierra verás lo que he realizado por ti.
–Dios te pague todo lo que has hecho por mí –dijo.
Entonces Arawn le dio su forma y apariencia a Pwyll, príncipe de Dyfed, y tomó la suya propia. Arawn se volvió a su corte en Annwfn, y estaba contento de encontrarse con sus seguidores y su mesnada, ya que no los había visto por un año. Sin embargo, ellos no lo habían extrañado y su llegada no era ninguna novedad. Ese día lo pasó feliz y placenteramente, sentado y conversando con su mujer y sus nobles. Cuando fue más oportuno dormir que divertirse, se fue a la cama y su mujer acudió a él. Lo primero que hizo fue charlar con ella, y luego se rindió al placer amoroso y al amor. Pero durante un año ella no había estado acostumbrada a eso y meditó sobre ese asunto: «Dios mío –se dijo–, ¿por qué es diferente su humor esta noche de lo que ha sido durante el último año?». Y reflexionó largamente. Luego de estas cavilaciones, él se despertó y le habló, insistiéndole una segunda vez y una tercera, pero no recibió réplica alguna.
–¿Por qué razón no me respondes? –le preguntó.
–Te lo diré: no he hablado tanto en este mismo lugar desde hace un año –contestó ella.
–¿Por qué? –dijo–. Nosotros hablábamos siempre.
–¡Que caiga sobre mí gran vergüenza! Este último año, en cuanto nos envolvíamos en la ropa de cama, no había más regocijo ni conversación, ni siquiera volvías tu rostro hacia mí, y mucho menos pasaba algo más entre nosotros –exclamó ella.
Entonces él pensó: «Querido señor Dios –se dijo–, tenía un camarada cuya amistad era firme y fuerte». Luego le dijo a su mujer:
–Señora, no me culpes. Juro por Dios que este último año no he dormido ni yacido contigo –y le contó toda la historia.
–Confieso a Dios –dijo ella– que has hecho un buen negocio para que tu amigo haya combatido las tentaciones del cuerpo y cumplido su promesa.
–Señora –replicó él–, esos eran exactamente mis pensamientos mientras guardaba silencio.
–¡No me extraña! –respondió ella.
Por su parte, Pwyll, príncipe de Dyfed, regresó a su tierra y reino, y les preguntó a sus nobles cómo había sido su señorío durante ese año en comparación a como había sido antes.
–Señor –contestaron ellos–, jamás había sido igual tu saber o mejor tu juicio, ni habías sido un joven tan gentil ni tan generoso en la distribución de tu riqueza.
–Por Dios –dijo él–, bueno es que agradecieran al hombre que estuvo con ustedes. Y esta es la historia, tal y como fue –y Pwyll les relató todo.
–Bueno, señor –dijeron–, gracias a Dios que tuviste esa amistad. Seguramente no cambiarás el señorío que tuvimos este año.
–Por Dios que no lo haré –replicó Pwyll.
Y a partir de ese momento empezaron a fortalecer su amistad y se mandaban caballos, sabuesos, halcones y cualquier objeto de valor que pensaran que podría complacer al otro. Y debido a que había pasado ese año en Annwfn y lo había gobernado con tanto éxito, uniendo los dos reinos gracias a su coraje y valor, el nombre de Pwyll príncipe de Dyfed cayó en desuso y fue llamado Pwyll Pen Annwfn de allí en más48.
Un día, Pwyll estaba con un grupo grande de seguidores en Arberth, una de sus cortes principales, donde se le había preparado un banquete. Después de la primera comida se levantó para ir a pasear y se encaminó hacia la cima de una colina que estaba al norte, llamada Gorsedd Arberth49.
–Señor –dijo uno de la corte–, la peculiaridad de esa colina es que cualquier noble que se siente en ella no se irá sin que haya ocurrido una de dos cosas: o bien recibirá heridas o daño, o bien verá una maravilla.
–No temo recibir heridas o daño en medio de un grupo tan numeroso como éste, pero me gustaría ver una maravilla. Iré a sentarme en la colina.
Así lo hizo. Mientras estaban sentados vieron a una mujer sobre un caballo grande y alto de color pálido, vestida de oro resplandeciente y seda brocada, viniendo por el camino que atravesaba la colina.
–Hombres –dijo Pwyll–, ¿alguno de ustedes reconoce a la jineta?
–No, señor –respondieron.
–Que vaya uno a su encuentro y descubra quién es –dijo.
Uno de ellos se levantó, mas cuando llegó a la senda ella ya había pasado. La persiguió a pie todo lo que pudo pero, cuanto más rápido iba, ella más se alejaba. Cuando vio que era inútil continuar, regresó junto a Pwyll y le dijo:
–Señor, es inútil seguirla a pie.
–Bueno –contestó Pwyll–. Vuelve a la corte, toma el caballo más veloz que conozcas y ve detrás de ella.
Tomó el caballo y partió. Llegó a la llanura y picó al animal con las espuelas. Pero cuanto más picaba al caballo, tanto más ella se alejaba, a pesar de que llevaba el mismo paso que cuando había comenzado. El corcel del hombre se cansó y, cuando se dio cuenta de que su andar se debilitaba, regresó a donde estaba Pwyll.
–Señor –le dijo–, es inútil perseguir a aquella dama. No conozco caballo más veloz en todo el reino que éste y, sin embargo, ha sido todo en vano.
–Sí –respondió Pwyll–, debe haber alguna explicación mágica aquí. Vayamos a la corte.
Llegaron a la corte y así transcurrió el resto de la jornada. Al día siguiente se levantaron y pasaron el tiempo hasta que llegó la hora de ir a comer. Después de la primera comida, Pwyll dijo:
–Bueno, todos los que estuvimos ayer, vayamos a la cima de la colina. Y tú –le dijo a uno de los muchachos–, trae el caballo más veloz del campo que conozcas.
Así lo hizo el joven y partieron rumbo a la colina junto con el animal. Cuando estaban por sentarse vieron