No existe un derecho a decidir ejercitable fuera de los límites jurídicos definidos por la propia sociedad. No existe tal derecho. Su realidad no es otra que la de una aspiración política. La activación de un verdadero proceso constituyente —en eso consistió la aprobación de las leyes fundacionales y del referéndum— al margen del cuadro jurídico previsto para la reforma constitucional, tiene un incuestionable alcance penal que, en función del medio ejecutivo empleado para su efectividad, deberá ser calificado como delito de rebelión (art. 472 CP) o sedición (art. 544 CP). El derecho a decidir, cuando la definición del qué se decide, quién lo decide y cómo se decide se construye mediante un conglomerado normativo que dinamita las bases constitucionales del sistema, entra de lleno en el derecho penal.
Como era de esperar, las valoraciones expresadas entonces por los distintos grupos políticos fueron fiel reflejo de las posiciones que habían mantenido antes y durante la celebración del juicio. Seguramente, los argumentos esgrimidos por el Alto Tribunal serán objeto de estudio y comentario en sede académica. En qué medida podrán modificar los puntos de vista de quienes han embarcado su vida en ese proceso, movilizando a buena parte de una sociedad en esa dirección es otra cuestión. De momento, lo único claro es que, más o menos latente o patente, desde el punto de vista social el conflicto no ha desaparecido. En este sentido, considero que el intento de contextualizar el problema desde una perspectiva más amplia no ha perdido vigencia. Por esa razón, siguiendo la sugerencia de algunos colegas me he decidido a publicarlo ahora en castellano.
No puedo cerrar este prólogo sin expresar mi agradecimiento a Beth Udina, por su inestimable ayuda a la hora de coordinar las entrevistas realizadas en Barcelona, de forma que pudiera hacerlas compatibles con mis deberes académicos ordinarios. Agradezco a algunos colegas de la Universidad de Navarra, como Eugenio Simón Acosta, o Ángel José Gómez Montoro, la bibliografía que me facilitaron sobre aspectos relacionados con su especialidad, y a Lourdes Flamarique, Mercedes Galán, Margarita Mauri, Miquel Bastóns, y Vittorio Hösle, su lectura y comentarios a la versión original del texto.
Pamplona, 10 de abril de 2021
1.
EL CONTEXTO
HASTA NO HACE MUCHOS AÑOS, el contexto más apropiado para hablar de «nación, estado, estado-nación» habría sido una clase sobre el pensamiento y la historia del siglo XIX o sobre el proceso descolonizador acaecido tras la Segunda Guerra Mundial. En el contexto de una modernidad tardía marcada por agudos procesos de individualización y el avance de la ortodoxia neoliberal, el uso de términos tales como nación, estado o estado-nación, de los que los sujetos modernos nos hemos servido para pensar y proyectar nuestra realidad y aspiraciones políticas, se habría ido despojando progresivamente de la referencia a problemáticos sujetos colectivos, cohesionados en virtud de la raza, la historia, la lengua o la cultura[1]. Así, en el último cuarto del siglo XX parecía que la época del estado-nación, tomado en este último sentido, estaba llegando a su fin: por encima, remplazado por estructuras políticas de mayor nivel, como la Unión Europea, que gradualmente habían ido absorbiendo prerrogativas soberanas del moderno estado-nación; por debajo, dando paso a estructuras administrativas tendencialmente federales[2], en principio mejor equipadas para gestionar las necesidades locales. Ciertamente, la guerra de los Balcanes a finales de siglo constituyó una llamada de atención sobre la persistencia del sentimiento nacional, más allá de las estructuras comunistas que habían durado varias décadas. No obstante, factores como la globalización de los mercados, el desarrollo de corporaciones internacionales que operan transnacionalmente y la creciente movilidad de la población, que volvía nuestras sociedades más mestizas y plurales, parecían pronunciar la pérdida de protagonismo del moderno estado-nación, reclamando la puesta al día del pensamiento liberal, con el fin de acomodar el pluralismo cultural en su interior[3].
De un tiempo a esta parte, sin embargo, el movimiento ha cambiado de signo. En parte como consecuencia de la crisis del 2008, y con mayor intensidad desde la crisis migratoria de 2015, venimos asistiendo a un movimiento inverso, en el que los estados vuelven a reclamar protagonismo en la gestión de determinados asuntos. Lo observamos en Europa, donde se resquebraja por momentos el consenso en políticas económica y migratoria, pero también a nivel mundial, con Estados Unidos retirándose de pactos y organismos internacionales durante la administración Trump, y una oleada de sentimiento nacional —America first, Italy first, Germany first…— volviendo a tomar las calles, reflejando una ambigua respuesta popular, en la que se mezclan el descontento con gestión política de la crisis económica y el temor a la identidad cultural amenazada.
Presionados desde su interior por reivindicaciones populares que de distintos modos quebrantan el consenso liberal imperante hasta hace no mucho tiempo, los Estados se muestran menos dispuestos a entablar pactos transnacionales con los que hacer frente de forma efectiva a problemas cuya raíz puede ser global, pero cuyas consecuencias negativas se viven irremediablemente de forma local. Prospera la idea de que la mejor política exterior es la política interior.
Desde esta perspectiva, la apelación a la «identidad nacional», y las controversias en torno a los símbolos nacionales[4], podrían explicarse como reacción popular, más o menos mediatizada, ante lo que se experimenta como consecuencias negativas de la globalización, sustanciadas en la crisis económica y migratoria. No debería extrañar: en tiempos de incertidumbre, los seres humanos buscan seguridades en los lugares más insospechados. Desde luego, cabría plantearse si la identidad nacional, en la medida en que significa levantar fronteras donde tal vez habría que trabajar por establecer puentes, es lo que precisa un mundo global culturalmente diverso y cambiante. Pero no es esa la cuestión que me corresponde analizar aquí.
2.
EL CASO DE CATALUÑA
LA TAREA QUE SE ME HA ENCOMENDADO, más acotada, pero no por ello menos compleja, consiste en examinar si el deseo de independencia respecto de España, expresado por una parte considerable de la población de Cataluña, puede comprenderse simplemente como un caso más de erupción nacionalista en el contexto global recién descrito, o bien responde a causas específicas más complejas.
Realmente no es fácil hablar de realidades en movimiento, a las que los acontecimientos y los personajes parecen imprimir un sesgo diferente cada día. En este trabajo he tratado de distanciarme en lo posible de esa inmediatez, con ánimo de alcanzar una visión relativamente ponderada. No considero que sea mi tarea pronunciarme sobre acontecimientos tan próximos como el referéndum de octubre de 2017, o la simbólica —para muchos frustrante— declaración unilateral de independencia, que días después atrajo el interés de la opinión pública internacional[1]. Sobre esos hechos[2], así como sus consecuencias jurídicas, continúa la controversia política. Me ha interesado, en cambio, comprender cómo se ha llegado a esta situación, y las razones de fondo de algunas reivindicaciones que podrían ser objeto de un razonable diálogo político pero que, desde el comienzo del proceso independentista parecen haber perdido relieve, anegadas en un torbellino emocional del que todavía ignoramos el desenlace.
Vaya por delante, en todo caso, que el deseo de independencia que manifiesta aproximadamente la mitad de la población catalana no se sustenta necesariamente en postulados nacionalistas. Ciertamente, si algo tiene el término «nacionalismo», en la medida en que postula la identificación de cultura y política, es que por definición resulta divisivo[3]. Pero, como veremos enseguida, esa no es toda la realidad del independentismo catalán, en el que coexisten distintas visiones de Cataluña como «nación», término que aquí no emplearé en su acepción antigua y medieval[4], sino en el sentido que adquiere en la edad moderna, cuando aparece para remplazar a los monarcas absolutos como sujetos de una soberanía que, a pesar de la división de poderes, todavía se entendía indivisible.
Es precisamente en este marco donde el «sentimiento nacional» debía llegar a desempeñar una función socialmente aglutinadora, análoga a la que había representado la religión en los estados modernos, conforme al principio, cuius regio eius religio. Sobre