Cuando se cerraron las Alamedas. Oscar Muñoz Gomá. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Oscar Muñoz Gomá
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Книги для детей: прочее
Год издания: 0
isbn: 9789566131106
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Juan Pablo fue finalmente liberado, se instaló en el departamento de su hermano mayor, Nicolás, casado y con tres niños chicos, hombres. Ese sería su centro de operaciones para informarse de las opciones que se le abrían y tomar decisiones. Aguilera y Torrealba lo fueron a ver al segundo día de su liberación y después de que hubiera podido descansar, reponerse algo de la pesadilla que había vivido y alternar con sus familiares más directos.

      El encuentro fue emotivo. Se abrazaron con mucho afecto y con fuertes palmoteos. Las palabras no salieron con facilidad y los amigos entendieron que no podían exigirle a Juan Pablo un relato detallado de su odisea. Su cuñada había preparado café, té, pastelillos y galletas y con esas provisiones entraron directamente al tema. Le informaron los resultados de sus gestiones y las posibilidades que tenía en ese momento para ser recibido en el exterior. Juan Pablo guardó unos momentos de silencio y luego de agradecerles sus gestiones, habló como si pensara en voz alta.

      − A ver, me emociona saber lo que han hecho ustedes y también me siento privilegiado de tener posibilidades como las que me describen. Pocos las tienen. Pero no es fácil llegar y tomar una decisión que puede ser tan determinante por un período largo, aunque entiendo que no hay mucho tiempo y hay que actuar desde ya. Sospecho que la opción tendrá que ser Inglaterra. Me encantaría visitar Suecia, pienso que es un país amable para vivir, pero es claro que la barrera del idioma es importante. Pasar un año o dos dedicados a aprender sueco no me atrae. Si me voy a instalar en un país extraño al mío, quiero poder socializar, establecer vínculos, moverme con facilidad. Y en eso Inglaterra me resulta mucho más favorable. El inglés no es problema para mí, lo hablo desde niño y he viajado muchas veces a Inglaterra y Estados Unidos, por obligaciones profesionales, de modo que creo que me sentiría muy cómodo. Además, y esto es decisivo, ustedes me dicen que hay una invitación de la universidad de Oxford para un cargo de académico visitante. ¿Qué más podría querer? ¡Me parece fantástico!

      Juan Pablo se levantó de su sillón y se acercó a abrazar a sus amigos.

      − Vamos a los detalles−, le dijo después Torrealba−. Mañana te llevaremos al consulado británico para que te den la visa. Aquí tienes la carta de invitación del director del Centro de Estudios Latinoamericanos. Esta tienes que guardarla celosamente y desde luego, llevarla al consulado, lo mismo que tu pasaporte.

      − Hay otra cosa, Juan Pablo−, agregó Aguilera, pasándole un portadocumentos−. Aquí tienes una serie de documentos, artículos de prensa e informes técnicos sobre la situación del país. Para que te pongas al día. Has pasado un año fuera de circulación y necesitarás tener alguna información mínima sobre la política y la economía chilena en el último año. Vas a llegar a Inglaterra al comienzo del año académico, que es en septiembre, y deberás tener preparado algún plan de trabajo y de seminarios, por lo menos para el primer trimestre. Las universidades inglesas funcionan por trimestres. Tú vas a llegar al Michaelmas Term que dura desde octubre a diciembre.

      Dieron cuenta de los pastelillos que había preparado la cuñada de Juan Pablo y los invitados se levantaron para retirarse.

      − Te dejaremos descansar. Mañana te recogeremos a las diez de la mañana para ir al consulado británico.

      Se abrazaron nuevamente y se retiraron. Juan Pablo se quedó solo, pensando. Acababa de tomar una decisión trascendental para sus próximos años, en realidad no sabía por cuanto tiempo. Pero las cosas no podían habérsele presentado en mejor forma. Y, sin embargo, no sentía alegría. Tranquilidad sí. En el fondo de su alma sabía que iba al destierro. Tantas veces que leyó novelas e historias, cuando estaba en el colegio, en las que se hablaba de personajes que habían sido desterrados. En esas historias el destierro era una sanción casi equivalente a la pena de muerte. Era para delitos muy graves, como la traición, algún crimen, una deslealtad. Provocaba dramas. En su inocencia de estudiante nunca le tomó el peso. Era solo una alternativa que enfrentaban los héroes o los villanos de esas historias, lo que les agregaba condimentos. Y ahora era él mismo quien iba a enfrentar esa pena, una de las más graves aparte del fusilamiento. ¿Y cuál era su crimen? Nunca lo juzgaron. Estuvo un año prisionero en las condiciones más inhóspitas, pasó hambre, frío, humillaciones, golpes y todo por haber ejercido algunas funciones de bien público, sometido a la Constitución y las leyes; y al final fue liberado sin haber recibido ninguna acusación. Bueno, era preferible a que, además de todo lo que pasó, hubiera tenido que enfrentar una justicia sesgada, amañada a los propósitos de la dictadura.

      No podía abandonar estas cavilaciones. Solo había otra cosa que le daba vueltas en el fondo de su alma. Margot. ¿Qué sería de ella? Ella lo acogió el día del golpe y conversaron largamente en la intimidad de esa noche trágica. Sintió renacer su emoción, que se convirtió en un imperativo. Tenía poco tiempo para tantas cosas por hacer en los escasos días disponibles, pero una, quizás si prioritaria por encima de todas las demás, sería ubicarla y hablar con ella. No le gustaría irse del país sin verla.

      Buscó en la guía telefónica porque ya no tenía su libreta de teléfonos. La había arrojado al canal donde se refugió cuando era perseguido por los militares el día que lo detuvieron. Se emocionó cuando encontró su nombre, dirección y teléfono. Marcó el número y esperó. Cuando contestaron preguntó por Margot.

      − Lo siento, está equivocado. Esa señora no vive aquí−, le contestó una voz como de sirvienta.

      − Pero es que este es su número y su casa. ¿Hay alguien más con quien pudiera hablar?−, insistió.

      − Un momento.

      − ¿Quién habla?−, preguntó una nueva voz por el auricular.

      − Perdone, pero soy amigo de Margot Lagarrigue y hace mucho tiempo que no sé de ella. Necesito hablarle. Este es el teléfono que aparece en la guía.

      − Lo siento, señor. Esa señora es la dueña de la casa pero ya no vive aquí. Nosotros somos arrendatarios desde hace varios meses y yo me entiendo con el padre de ella. Parece que no vive en Chile.

      − Bueno, muchas gracias y disculpe.

      Juan Pablo colgó con desazón. No podía entender por qué Margot ya no vivía en Chile. ¿Qué pasó? ¿Cómo saber? Volvió a llamar al número que tenía.

      − Por favor, acabo de hablar con usted, pregunté por la señora Margot−, la voz era la misma−. ¿Me podría dar alguna información de la familia de ella? ¿De sus padres?

      − Lo siento, pero no doy informaciones privadas a personas desconocidas. Tendrá que buscar por otro lado.

      Y cortó. Juan Pablo tuvo conciencia de la desconfianza que se estaba instalando en el país. En otros tiempos, nadie habría tenido problema en darle la información que pedía. Apareció su cuñada en la sala y lo sacó de sus cavilaciones y ensimismamiento.

      5

      El viaje en el avión de Caledonian a Londres fue largo, catorce horas. Después de inmigración tuvo que esperar otra hora más para tomar un bus que lo llevaría a Oxford. Luego debería subir a un taxi. Tenía una dirección adonde dirigirse: el Saint Antony´s College, en la Woodstock Road, presentarse y recibir instrucciones para su alojamiento. Iba agotado, había dormido muy poco y las vueltas del bus a la salida de Londres y después a la entrada de Oxford lo tenían muy fatigado. Se daba fuerzas, recordando que las había tenido mucho peores en Dawson. Nada comparable. Pero el cuerpo tiene sus límites.

      Lo recibió un portero correctamente vestido y con un sombrero de hongo. Después de presentarse y mostrar la carta de invitación del college, el hombre miró un listado que tenía, asintió y le informó la dirección de su residencia. Le habían asignado una habitación en una casona a menos de una cuadra del college. No le valía la pena pedir otro taxi. Podría caminar y junto con su cansancio, arrastrar la maleta, que tenía ruedas. Le entregaron las llaves y las indicaciones para llegar. También una carta que guardó en su bolsillo. La casa era una vieja residencia victoriana, de tres pisos y amplios jardines alrededor. Tenía un pequeño muro a la calle, de piedra caliza, de no más de un metro y medio de altura. La avenida era hermosa, con grandes árboles en