Ideas periódicas. Carlos Peña. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Carlos Peña
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Социология
Год издания: 0
isbn: 9789569986758
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el ámbito de las relaciones privadas (que incluía las relaciones íntimas y las relaciones mercantiles). Entre ambas esferas surgió un ámbito de diálogo y de análisis racional en que los sujetos se reunían para discutir la mejor forma de organizar la vida en común. Esta esfera pública no era parte ni del estado, ni del mercado, sino un ámbito en el que se ejercitaba eso que Kant había llamado uso público de la razón, una de cuyas condiciones institucionales sería, justamente, la libertad de expresión.

       Habermas sugiere que la aparición de la esfera pública —íntimamente vinculada, como dijimos, al surgimiento de la industria de la prensa— influyó de manera muy relevante en la fisonomía del poder político, en la importancia política de la libertad de expresión y en la configuración del estado nacional moderno. Sometidos al escrutinio público y a la deliberación ciudadana, quienes ejercían el monopolio de la fuerza se vieron expuestos, mediante la palabra y el diálogo de los ciudadanos, a nuevas formas de control.

       Son conocidas las diversas correcciones y críticas que ha recibido el planteamiento de Habermas desde el punto de vista de su descripción histórica y sociológica; pero, incluso después de todas esas críticas, subsiste el modelo normativo: la idea que la deliberación entre ciudadanos iguales, que es la base de la voluntad común y de la soberanía popular, exige el imperio de la libertad de expresión y que entonces ella no se justifica solamente como parte de los intereses auto expresivos del individuo.

       Para decirlo de otra forma: existen vínculos estrechos entre la libertad de expresión y la democracia, porque la democracia no se agota ni resulta coincidente con el solo imperio de la regla de la mayoría. La democracia requiere, para existir, que la información circule con total libertad para que así los ciudadanos puedan dialogar y deliberar acerca del mundo que tienen en común. La democracia reposa sobre el diálogo de los ciudadanos y no es simplemente el imperio de la mayoría. La regla de la mayoría es una forma de zanjar el debate pleno entre los ciudadanos, no una forma de sustituir o reemplazar ese debate. Y ese debate o diálogo solo es posible en condiciones modernas allí donde existe una esfera de medios de comunicación independientes y plurales. Sin esos medios, los ciudadanos en las sociedades modernas son ciegos, son sordos y son mudos y la democracia en esas condiciones no es simplemente posible.

       Los países de Latinoamérica saben perfectamente cuán correcto es ese punto de vista que insinúa Habermas. En estos países es frecuente que con el disfraz de la mayoría se instalen regímenes autoritarios, verdaderas dictaduras plebiscitarias, que niegan a los ciudadanos el acceso al diálogo público y a la información por la vía de restringir el mercado de los medios.

       Existen razones de veras muy fuertes en favor de la libertad de expresión y casi todas ellas, como hemos visto, las inspira Spinoza. ¿Hay límites a esta libertad?

       Al inicio vimos que la ilustración moderada, a la que pertenecían Voltaire y Federico II, eran partidarios de restringir la libertad de expresión. Ellos pensaban que la mayoría ignorante podía dejarse fácilmente engatusar con mentiras o supercherías que era mejor evitarles mientras alcanzaban un nivel razonable de educación y creyeron que el poder estatal requería que ciertas verdades no se discutieran.

       Esos argumentos serían hoy, por supuesto, inaceptables; pero ello no significa que la libertad de expresión no cuente con algunos límites. ¿Cuáles serían esos?

       La mejor manera de examinar este problema es revisar el debate cotidiano que se da a propósito de la prensa. Después de todo, este es el ámbito donde se ejercita de manera más sistemática e influyente la libre expresión.

       Por supuesto el debate sobre los límites de la libertad de expresión es distinto al problema de la responsabilidad. Nadie discute que el ejercicio de la libertad de expresión supone o genera responsabilidad: el problema de los límites equivale a examinar dónde se traza la línea que da origen a esa responsabilidad más que a analizar el contenido de esta última. La libertad de expresión (y lo mismo ha de decirse de la libertad a secas) no se concibe sin alguna forma de responsabilidad y ello ocurre seguramente porque, como enseñaba Kant en el conocido argumento trascendental, si nos tratamos como personas libres es porque primero nos experimentamos como responsables.

       Hay al menos tres argumentos que suelen esgrimirse para ponerle cortapisas a la libertad de expresión. No son estos, claro está, todos los que existen; pero sí son los argumentos que sirven casi de paradigma a este debate. El primero es un argumento ético, el segundo es político y el tercero es uno estrictamente jurídico. ¿Qué dicen esos argumentos?

       Estas consideraciones a favor de los límites a la libertad de expresión son, como veremos, extremadamente engañosas y en la mayor parte de los países sirven a veces de pretextos para amagar la libertad de expresión o sofocarla. Por eso, más que razones sensatas a favor de los límites de la libertad de expresión (que es lo que aparentan) son, las más de las veces, amenazas a su libre ejercicio.

       El argumento que vamos a llamar ético consiste en sostener que el deber de la prensa es decir la verdad y que el ejercicio de la libertad de expresión encuentra en ese deber un límite que no podría ser sobrepasado. A primera vista, se trata de un argumento irrefutable. ¿Quién podría esgrimir la libertad para mentir, falsear los hechos, difamar o salpicar las vidas ajenas? Se trata, sin embargo, de un argumento desgraciadamente engañoso. El deber de la prensa es el de no mentir de manera deliberada o intencional, pero ese deber no es equivalente al deber de decir la verdad. Si un medio emite noticias falsas de manera deliberada, entonces no cabe duda, debe responder civilmente de los perjuicios civiles que con ello cause; pero si un medio emite o difunde entre el público noticias falsas, noticias que no se corresponden con los hechos, pero lo hace por mero descuido, como producto de las urgencias del oficio periodístico, entonces no debe responder aunque haya causado daño o difamado objetivamente. Esto no debe extrañar. Desde el punto de vista legal, usted no responde por el mero hecho de causar daño, sino que usted responde cuando causa daño como resultado de haber abandonado un cierto deber de conducta. Es la infracción de un deber de cuidado lo que origina la responsabilidad y, por lo mismo no basta la mera causa del daño para que la prensa deba responder.

       Así las cosas, en vez de discutir si la prensa o los medios deben o no decir la verdad, la pregunta que cabe plantear, desde el punto de vista legal, es la siguiente: ¿cuál es el estándar de cuidado al que debe estar sometida la prensa cuando averigua informaciones y las difunde? ¿Debe la prensa tener el cuidado de un académico que revisa exhaustivamente el conocimiento disponible antes de emitir sus propias opiniones o el deber de un científico que, con todo el tiempo del mundo a su disposición, verifica sus hipótesis, las somete a prueba, y las dialoga con sus colegas antes de darlas a conocer? Como se adivina, someter a la prensa a tamaños deberes respecto de la información que difunde es un exceso incompatible con las exigencias del oficio y de la industria. Si la cautela meticulosa es una virtud tratándose de un científico o de un académico, esa misma cautela es un vicio paralizante cuando se trata de la prensa en condiciones modernas y los diarios, en vez de salir día a día, debieran entonces ser reemplazados por publicaciones anuales, cuyas informaciones fueran testeadas hasta la exageración y el soporte instantáneo de internet estaría de más o, por la rapidez que requiere, estaría erizado de peligros. Ese es, claro está, un mundo posible; pero es un mundo incompatible con la prensa y con el oficio periodístico. La prensa tiene pues un deber de diligencia a la hora de informar; pero no pesa sobre ella el deber de decir la verdad, la responsabilidad objetiva de brindarla.

       Esa conclusión suele ser malentendida por los periodistas que piensan que ella deteriora uno de los principios éticos de su oficio y por los políticos que creen que de esa forma están indefensos frente a la prensa; pero basta examinar un caso límite para comprender cuán razonable es este principio.

       Se trata del caso The New York Times contra L. B. Sullivan que se llevó ante la Suprema Corte Norteamericana y que se ha constituido en un paradigma al que en general se recurre, en el derecho comparado, cuando se trata de este tipo de materias.

       Todo comenzó la tarde del 23 de marzo de 1960. Ese día un señor de nombre John Murray fue al edificio del The New York Times, subió hasta el segundo piso, y pagó un aviso a página completa. La solicitud era a nombre del «Comité de defensa Martin Luther King