Quietud y fluir de su alma, de su cuerpo y de la madre tierra que fue interrumpida por el asedio amoroso de que comenzó a ser objeto María Rosa por parte del fuerino Pancho Ocares, con fama de conquistador de mujeres y quien había apostado en la cocinería de los peones que conquistaría a la inalcanzable Flor del Quillén. Cada tarde pasaba hacia el río trayéndole a María Rosa ramas de maqui que le regalaba con fingida timidez y frases zalameras. Ella no perdía su compostura al agradecer… hasta que poco a poco comenzó a esperar y desear esas visitas de galán romántico que rompían la monotonía de sus tardes.
Al llegar el otoño, los pobladores de la hacienda aprontaron sus carretas. Era el momento de ir a hacer ‘el piñoneo’: la cosecha de piñones entregados cada dos años por las araucarias hembras y que constituía un alimento nutricio y dadivoso, regalo de esas mujeres-árbol a la gente de la montaña para pasar el invierno. La montaña era el íntimo mundo del bosque multiverde. «Verde claro el palosanto que da a los vientos su perfume exquisito; verde obscuro el maitén pomposo que pide decorar un parque; verde negro el lingue de hojas gruesas y lustrosas como esmalte; pequeño el michay espinudo punteando de negro por los frutos azucarados; medianas las quilas esbeltas y flexibles, susurrantes y secreteras; grandes los raulíes greñudos; enormes los robles de troncos rugosos acusadores de vejez; alegres los avellanos en el cambiante color de sus bolas rojas, amarillas y negras; meditativas las araucarias que añoraban el pasado glorioso (…)»126.
En su carreta llegaron a la cima, como tantos, María Rosa y Saladino, saliendo los hombres a la cosecha y las mujeres al fogón, a preparar el charquicán o la cazuela de charqui con repollo, cebollas, papas, choclos y ají verde. Ante el fuego María Rosa conversó con Zoila, conociendo de sus problemas y sinsabores, con tanto chiquillo que alimentar. «Se la veía deshecha por el trabajo, extenuada por los hijos, deformado el cuerpo por una próxima maternidad (…). Vestida pobremente, era un montón de harapos, bajo los cuales los músculos relajados solo pedían descanso. Descanso de hambres, de fatigas, de miserias, de embarazos, de sufrimientos»127.
Mientras los otros hombres estaban en el piñoneo, Pancho Ocares se dedicaba a cortejar a María Rosa. Al atardecer del fogón, ella tomó la guitarra: «El día que la cantaron / jue el día del taita Pancho / de tanta gente qui había / botaron la puerta el rancho / ay! / botaron la puerta el rancho // (…) La fiesta acabó a pencazos / qui había e suceder, / siendo remolienda e huasos, / así tenía que ser / ay! / así tenía que ser / ayayay!», cantaba la Flor del Quillén, mientras el galán le hablaba bajito palabras de amor: «Mi Rosita, mi Rosita quería…». Embriagada de tanto licor amoroso, María Rosa enfermó y poco a poco se fue entregando al romance de un amor infiel ya deseado. El día que el encuentro se produjo e hicieron el amor, Pancho develó su real intención: «¿Quererte? ¡Jé! Pa’ eso tenís a tu viejo… (…) ¿Creís que te quero? ¡Ja! ¡Ja! No voy a perder mi cariño en ti… Ni pa’ guaina servís… Jue pa’ ganar una apuesta que vine p’acá. Ya está, ya lo sabís too. ¿Qué?»128. …. Después de la desilusión y del despliegue de toda la fuerza de su ira, María Rosa esperó, pacientemente, la llegada de su marido Saladino…
A través de esta novela del Chile montaña adentro, Marta Brunet ha construido a sus protagonistas con estos retazos de jóvenes mujeres campesinas que portan, como todas, el sueño del amor, de la pasión, del matrimonio seguro; sueños envueltos en el manto oscuro de la bajeza humana. Brunet nos retrata a mujeres de campo sujetas a un destino bastante trazado montaña adentro, interceptado por los «fuerinos», hombres que representan lo diferente del afuera, que atrae, que despierta, que enamora, que mata… Como telón de fondo, la novelista insinúa la problemática político-social campesina de la hora y describe, magistralmente, la naturaleza del Chile/Sur-Araucanía, su presencia bella y salvaje.
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Agobiada por el grito de hambre de sus hijos y cansada de esperar al trillador que no venía, mientras el trigo de su familia se torcía con sus granos maduros, Sofía partió de noche a recogerlo con sus propias manos. «Sus dedos, entonces, se metieron nerviosos por entre la paja crujiente. Las manos se agitaron, revolviendo, arrastrando, cogiendo. A ras de suelo, Sofía, la pusilánime, escarbó la tierra con sus uñas, sacó afuera del montón puñados de granos que fueron hinchando la lona del saco. Una y otra vez, atropellándose, hiriéndose, moviendo su cuerpo grueso como péndulo flojo», Sofía jadeaba, nerviosa, robando en la noche el grano de su propia era. Dormidos los pequeños de tanto llorar por su «harinita», pudieron al fin saborear, entre sueños, el preparado urgente de trigo molido, sal, grasa y ají129.
Mientras los hombres seguían esperando al yegüero para la cosecha, Mamá Trinidad decidió partir a ver las chacras. «Los porotos deben estar soltando capis, ya… Hay que limpiar las melgas y soltarles agua a tiempo. Si quedan así, el sol los achicharra». En su camino a las chacras, Trinidad encontró invitación y conversa con campesinas del camino, comparando la vida de la hacienda con la vida del terruño propio. «El fundo puede ser bueno para los muchachos… no para las niñas. Mis hijos se fueron con sus hermanas lejos de la hacienda, a labrar lo suyo y a tener lo suyo (…) y todos nos fuimos… Nos costó trabajo acostumbrarnos, pero todo en la vida se llega a querer (…)». Trinidad sabía de qué hablaba; ella había sido ordeñadora del fundo, saliendo de madrugada, ganando cinco centavos por vaca ordeñada, los que le pagaban cada seis o más meses y con los que compraba pañales y azúcar en la pulpería de la hacienda130. Antes de morir Pantaleón, su esposo, éste le había encomendado sacar a las niñas de la hacienda, las que trabajando en los corrales de la ordeña eran a menudo «arrastradas» por el administrador. Mamá Trinidad «supo de esa puebla en las riberas del pequeño Larqui» donde los vecinos eran medieros del fundo. «La tierra había sido dividida en retazos de seis cuadras», aportando el dueño el terreno y una parte de la semilla, mientras todo el trabajo y sus elementos era puesto por el campesino. «Y si lo querían, el terreno podía ser de ellos, pagándoselo con cosechas, animales o dinero». Fueron al pueblo donde vivía el patrón del fundo y solicitaron su retazo de terreno. Al anunciarle su partida del fundo al administrador, este les quitó sus bueyes y su vaca, ante lo que Mamá Trinidad respondió: «Quédese con eso, (…) pero yo no le voy a dejar la miel de mis hijas a su hocico de burro. Y prefiero la miseria y la muerte antes que ninguna porquería las ensucie»131. Así habían comenzado su vida de medieros independientes, envueltos en el sueño de ser un día los dueños de su retazo…
Llegada a las chacras, Mamá Trinidad y su nieto se entregaron a desmalezar y limpiar; cuando se aprontaban a regar de acuerdo al turno de agua solicitado al administrador del fundo, no tuvo cómo hacerlo: aquel le había dado el turno a otro. «Miren que botados a propietarios, los muy ricachones. Si yo estoy aquí el año pasado, no les doy chacra (…) Qué humos echan esos pobres diablos!»132.
Pero el cielo se fue cubriendo, apretando de gris: caería lluvia, buena para las chacras, grave para el trigo sin cosechar. La centenaria abuela Flora, madre de mamá Trinidad, se puso a rezar con su nieta, a quien aseguró que el Arcángel San Miguel escuchaba las plegarias de viejos e inocentes. Y luego ambas partieron, presurosas, a la era, antes que cayese la lluvia y se perdiese el trigo. Encontraron el cerco roto y animales del patrón Lagos comiendo en la era… Espantando las vacas que pisoteaban y comían de las espigas rotas, sus «manos se metieron por entre la paja sacando granos y tierra y guano, a veces más tierra que granos, yendo todo revuelto, a hinchar los sacos. Y se sumieron las manos por entre las cañas y sacaron espigas con tierra, con guano