En suma, el fruto principal de la conquista-y-colonia española y portuguesa para-América es la emergencia y consolidación de una clase terrateniente latinoamericana que, construida y legitimada en el proceso colonial, alcanza la plenitud de su figura en las repúblicas decimonónicas, cooptando al Estado para-sí: continuando el proceso de concentración de la propiedad de la tierra y legitimando el control del hacendado sobre la población de sus dominios. Se consolidó el reinado del «latifundio, término que designa la propiedad privada (o del Estado y de la iglesia) de gran extensión explotada por personas distintas del propietario»32. A pesar de la búsqueda de algunas modernizaciones tecnológicas y administrativas que permitiesen aumentar la producción, la característica básica del latifundio o hacienda latinoamericana se funda en el carácter de su población trabajadora como conquistada/colonizada, hecho que configura el rasgo propio del que aquí llamaremos «campesinado hacendal».
En el desarrollo de las nuevas haciendas o latifundios se combinan aspectos tradicionales y modernos. El aspecto tradicional es el de la reproducción de mecanismos coloniales de apropiación de los recursos naturales y de aplicación de un poder coercitivo sobre la mano de obra. El aspecto moderno es el de la gestión de unidades productivas orientadas a obtener el máximo posible de productos susceptibles de ser comercializados (…) efectuando desembolsos mínimos de capital33.
Las definiciones de los sujetos involucrados en el agro latinoamericano
–principalmente terratenientes y campesinado– quedaron envueltas en la disputa teórica que surgió en América Latina en los años sesenta y setenta tras una definición del modo de producción latinoamericano (feudalismo o capitalismo); discusión que tendió a saldarse desde la siguiente lógica histórica: «capitalismo para el siglo XX»34.
Esta es la fisonomía que fue adquiriendo el proceso histórico latinoamericano general, asumiendo cada espacio sus particularidades, las que a nuestro juicio dependerán de: a) las raíces amerindias de cada territorio y la intensidad de la intervención conquistadora/colonial o republicana sobre dicho sustrato americano; b) la distancia y relación de cada espacio territorial respecto de los centros metropolitanos coloniales y republicanos; y c) la modalidad e intensidad de la inserción de cada espacio al mercado externo y al capital internacional: esta dinámica comercial generó nuevos grupos de poder que entraron en relación con la clase terrateniente conquistadora/colonial, modificando la correlación de fuerzas e induciendo alianzas estratégicas específicas.
Desde estas señales, ¿cuáles son algunos de los rasgos del latifundismo chileno y como definimos, en términos generales, a las clases y grupos que quedan insertos en ese régimen de producción agrario?
Comprendemos a la clase terrateniente chilena –algunas de cuyas manifestaciones políticas a mediados del siglo xx buscamos mostrar en este trabajo– en el seno de este proceso histórico general latinoamericano de conquista/colonizadora; sin embargo, habría que señalar algunos factores propios de su proceso formativo. Primeramente, se trata de una clase que asienta su poder hacendal colonial tras la progresiva despoblación indígena del territorio central, mientras tiene al territorio libre mapuche como escenario bélico de fondo: territorio que si bien provee de mano de obra esclava, sirve de refugio de naturales y de mestizos, dificultando la retención de mano de obra en las haciendas, configurándose un peonaje que se proletariza y desproletariza estacionalmente35. El poder directo del hacendado se ejerce principalmente sobre los inquilinos, campesinos arrendatarios arranchados en los predios de la hacienda que, a través del endeudamiento, pagan su arriendo mediante trabajo obligado en la hacienda del patrón, constituyéndose en la base del campesinado hacendal chileno. «El inquilinaje como sistema de trabajo, pero sobre todo como sistema de relaciones entre personas desiguales, se encuentra en el origen de la clase alta chilena, de la clase terrateniente. (Asimismo) a través de la hacienda se producía la relación entre el Estado, las clases políticas o dominantes y las clases populares»36.
En segundo lugar, se trata de una clase latifundista que toma posesión de un territorio alejado de los centros de poder virreinal colonial, pero que se asienta en las cercanías del poder gubernamental local: el valle de Santiago. Allí desarrolla sus dotes de gobierno social y civil con un fuerte sentido endogámico, tomando fácil posesión del Estado republicano en el siglo xix como cosa propia y prolongación natural de su casa de campo. «Había rencillas al interior de la elite, pero en Chile, más que en el resto de Hispanoamérica, existe una fuerte continuidad social que atraviesa el período de la Independencia» 37. En tercer lugar, debido a las condiciones climáticas del país, se trata de una clase terrateniente imposibilitada de producir riquezas de gran valor comercial (como la caña de azúcar, etc.), por lo que no logra subsistir de la producción agrícola misma. Por ello, estamos ante una clase que desarrolla múltiples identidades y oficios: «mezcla de negocios rurales y urbanos, mezcla de productor y especulador, combinación de mercader y político»38.
En suma, la clase terrateniente chilena construye su diferencia, más que en la riqueza, en la generación de una sociedad desigual y jerarquizada al interior de la hacienda. Esta jerarquía se basa en la progresiva pérdida de autonomía de una masa campesina (inquilinos), que termina por permutar su fuerza de trabajo, la de los suyos y la de trabajadores adicionales («obligados» o «voluntarios») por una parcela de subsistencia. Estas haciendas o ‘fundos’ se constituyeron en «la unidad económica básica y predominante en la sociedad agraria», unidad que buscaba cerrarse sobre sí misma y construirse, idealmente, sobre relaciones patriarcales39. Por otra parte, la hacienda se constituye como un espacio de trabajo transitorio, a bajo sueldo, para un numeroso peonaje vagabundo (gañanes) que, desarraigado de cualquier forma de economía campesina familiar, no está dispuesto, sin más, a perder su libertad en las haciendas por un mal salario40.
De este modo, la clase terrateniente chilena en el siglo XX debemos comprenderla –salvando las especificaciones del proceso histórico señalado– como una clase terrateniente capitalista, fundada sobre la propiedad privada de la tierra y la contratación de fuerza de trabajo, con el fin de producir bienes agrícolas destinados al mercado, apropiándose de la plusvalía generada en este proceso. En el caso chileno, la salvedad de esta definición queda señalada por la situación del inquilinaje el que, si bien vende, en parte, su fuerza de trabajo en el siglo XX, no es estrictamente un proletario, sino un alienado arrendatario. En este mismo sentido, mientras «la estructura interna de la hacienda mantenía las normas tradicionales de respeto y de paternalismo, (por) fuera de ella el propietario trataba de elevar sus ganancias al máximo como cualquier empresario capitalista»41. Por su parte, la riqueza de la nación se generaba principalmente por fuera del ámbito productivo agrario, en el campo minero en manos de capitales extranjeros42.
Como prolongación de su poder de clase, los terratenientes chilenos se identificaron con el Estado como su propio brazo político y armado, tomando «las riendas del poder»43, configurando un sólido poder social y político de clase que se ejercía a nivel ampliado, desde el control político electoral de la fuerza de trabajo campesina, hasta su propia instalación en todos los aparatos de gobierno.
Al sur de la paradigmática hacienda del valle central, el vasto territorio chileno de la Araucanía y Sur Austral vivía un proceso diferente que quedó definido por una conquista y colonización tardía del territorio indígena (proceso que abarca desde mediados del siglo xix hacia las primeras décadas del xx), cuya doble dinámica fue la de la progresiva ocupación de tierras en el seno del territorio mapuche por