Ahora bien, hasta la época moderna los cerdos se criaban no sólo en establos y bosques sino también en ciudades. Se los encerraba en pequeños corrales al lado de las casas y se los alimentaba con residuos domésticos y de las huertas, varias veces al día se los sacaba a pasear por las calles y plazas o incluso circulaban libremente. Esta práctica se expandió tanto –sobre todo después de las grandes plagas de la Edad Media tardía– que los concejos municipales tuvieron que lanzar una prohibición tras otra, al parecer, con éxito relativo. En 1410 la ciudad de Ulm (que entonces tenía unos nueve mil habitantes) limitó a veinticuatro el número de cerdos que podía criar un ciudadano. Además, se permitía a los cerdos circular libremente sólo una hora durante el mediodía. Por su parte, Halle prohibió la crianza de cerdos en 1468. Hacia 1500, Fráncfort tenía, con diez mil habitantes, 1500 cerdos. En Berlín la crianza de cerdos se prohibió en 1685, supuestamente porque el caballo del margrave elector Federico Guillermo casi tropieza por culpa de un cerdo y, poco después, toda una piara había impedido que pudiera avanzar la carroza de su esposa. (6)Todavía en 1709, el gobierno de Hamburgo se vio obligado a señalar por medio de carteles que los cerdos “a menudo retozan aquí y allá por las calles de a montones, algo que no sólo causa mal olor sino que por esta situación podrían surgir fácilmente enfermedades graves y ponzoñosas en esta ciudad populosa”. Se exhortaba a que en el plazo de ocho días los ciudadanos faenaran o vendieran sus cerdos si no querían arriesgarse a sufrir multas elevadas y la incautación de sus animales –que serían entregados a soldados carenciados–.
Los cerdos urbanos están lejos de haberse extinguido, sólo que ahora corretean en otros continentes. Por ejemplo, actualmente viven en La Habana unos sesenta y tres mil cerdos y en Ciudad de México hay más de veintidós mil seiscientos. Por el contrario, los casi sesenta millones de cerdos que se faenan por año en Alemania son prácticamente invisibles. Sólo por las películas conozco los criaderos que tienen miles de animales; y nunca visité un establecimiento de faena, ese lugar que podría completar la genealogía de las instituciones modernas, según lo plantea Foucault para la prisión, el manicomio y el hospital. Tampoco me crucé nunca con los jabalíes que pueblan Berlín, ciudad en la que vivo desde hace más de veinte años; sin embargo, se dice que ahora son más de seis mil los cerdos salvajes que le han hecho merecer el dudoso honor de ser la “capital de los jabalíes”. Desde hace tiempo que las autoridades de la ciudad publican sus propios instructivos en los que se aconseja el trato correcto de los jabalíes en las zonas urbanas: ¡Prohibido alimentarlos!
Los cerdos nos resultan al mismo tiempo cercanos y lejanos. “Me encantan los cerdos”, confesó Cora Stephan en sus Memoiren einer Schweinezüchterin [Memorias de una criadora de cerdos]. “Son excelentes compañeros de hogar. Exploran los bosques en busca de bellotas, hayucos, castañas y hongos. Comen lombrices, gusanos, larvas de insecto y además acaban con ratones y otros roedores. Ponen su magnífico hocico al servicio de la búsqueda de trufas (¡lo justo sería repartir!), y se los puede educar con óptimos resultados para que encuentren estupefacientes o ayuden en la caza. Son tan inteligentes como los delfines y en el amor demuestran ternura, constancia y la suficiente sensibilidad como para no irse con cualquiera. Son juguetones y adictos al placer, insolentes y cariñosos, buenos corredores, excelentes nadadores y serían los mejores amigos del hombre si a este no lo asustara su propia semejanza con el elocuente animal de cerda. En fin, no sería la primera vez que un parecido lleva a una enemistad encarnizada”. (7)
1. George Orwell, Farm der T viere, Berlín, Volk und Welt, 1990, p. 111.
2. Gottfried Benn, Gedichte in der Fassung der Erstdrucke, Fráncfort del Meno, Fischer, 1982, p. 88.
3. Citado según Martin Gilbert, Winston S. Churchill VIII. Never Despair, 1945–1965, Londres, Heinemann, 1988, p. 304.
4. Cf. AA. VV., Fleischatlas 2013. Daten und Fakten über Tiere als Nahrungsmittel, Berlín, Heinrich-Böll-Stiftung, Le Monde Diplomatique, Bund, 2013, p. 13.
5. Ibíd., p. 13.
6. Cf. Hans-Dieter Dannenberg, Schwein haben. Historisches und Histörchen vom Schwein, Jena, Gustav Fischer, 1990, p. 68.
7. Cora Stephan, “Aus den Memoiren einer Schweinezüchterin”, en Die Rübe. Magazin für kulinarische Literatur, cuaderno 2, Zúrich, 1990, p. 117.
Entrada en la casa
Historia de la domesticación
¿Cómo se domesticaron los cerdos salvajes? O dicho más fácil: ¿cómo llegaron a entrar en la casa? Probablemente fue un largo camino: ya la Brehms Tierleben [Vida animal, de Brehm] resaltaba el temperamento tímido, poco apegado de los cerdos:
Prudentes y temerosos, por lo general huyen ante cualquier peligro, pero en cuanto son acosados oponen una valerosa resistencia, e incluso a menudo no dudan en atacar a sus adversarios. Para esto buscan derribarlos y herirlos con sus filosos colmillos y saben utilizar estas temibles armas con tanta habilidad y fuerza tan significativa que pueden volverse muy peligrosos. Todos los jabalíes defienden a sus hembras y sus crías con mucho sacrificio. Ineducables y tercos, no parecen adecuados para una domesticación demasiado compleja, y tampoco puede decirse que sus atributos sean precisamente atractivos. (8)
Contra toda apariencia, sin embargo, la domesticación de los cerdos, que pertenecen al orden de los artiodáctilos y al suborden Suina, se inició hace por lo menos ocho mil años. Según clasificaciones más recientes, los jabalíes salvajes se dividen en treinta y dos subespecies, que a su vez pueden reunirse en tres grupos –siempre en proceso de revisión–: “los auténticos jabalíes (el grupo scrofa), distribuidos en Europa, norte de África y Asia Occidental y Central, los cerdos anillados (el grupo vittatus) distribuidos en Indonesia así como en Japón, China y Siberia Oriental, y los cerdos indios (el grupo cristatus) distribuidos en el subcontinente indio y en Indochina”. (9)Casi todas estas regiones conocen o conocieron formas de coexistencia entre cerdo y hombre. La historia de la domesticación del cerdo salvaje comenzó en diferentes regiones de Asia. Como en el caso de las ovejas y las cabras el proceso de domesticación sólo puede deducirse a partir de una disminución importante del tamaño de los huesos animales. En las excavaciones del yacimiento neolítico de Çayönü (en Anatolia, al pie de las montañas Tauro), aproximadamente la mitad de los huesos de cerdo que se encontraron pudieron asignarse a animales domesticados; también pudo probarse un paulatino comienzo de la crianza de cerdos a inicios del 7000 a.C. en el yacimiento de Jarmo (en las estribaciones de la cordillera del Zagros).
A diferencia de la cría moderna, la domesticación de los animales salvajes casi nunca se produjo de modo planeado o siguiendo una estrategia. Durante mucho tiempo fue el resultado –más o menos casual– del pragmatismo de diferentes medidas que se tomaron para poder criar a los animales: fue un efecto secundario del encierro y de la falta de movimiento, de condiciones limitadas de alimentación o de la matanza preventiva de animales rebeldes y orgullosos que dificultaban un manejo de la piara. Podría describirse la domesticación como una especie de alianza entre animales y hombres en la que se produjo un trueque eficiente: la alimentación y la protección de los enemigos compensaron la perdida parcial de libertad de desplazamiento. No es casual que esta relación nos recuerde el tipo de función de las ciudades tempranas y la dependencia recíproca de los campesinos y los habitantes urbanos, en la que se intercambiaba, por un lado, el producto de la cosecha y, por otro, competencias agrarias, de construcción (muros, canales y sistemas de riego), económicas