Estas obras forman un corpus canónico de la narrativa de la selva que ha sido objeto de amplio y detallado estudio por parte de la crítica especializada. El tratamiento de la temática ambiental en estos relatos, sin embargo, todavía está a la espera de un estudio concienzudo que ponga de relieve su pertinencia contemporánea. Además, al acaparar el interés de los críticos, las obras canónicas han dejado en la sombra otros textos de singular relevancia para una lectura orientada hacia los problemas ambientales y la ecología política; pienso, por ejemplo, en los magníficos cuentos selváticos de Ciro Alegría, en los cuentos y novelas de Arturo Hernández y en las novelas Una mujer en la selva de Hernán Robleto y Llanura, soledad y viento de Manuel González Martínez. A ello se añade el hecho de que la mayoría de las narrativas de la selva publicadas desde los años setenta hasta hoy, en paralelo al desarrollo de la crisis ecológica global, tampoco han sido objeto del tenaz asedio crítico del que se han beneficiado las obras canónicas antes citadas —las principales excepciones son las novelas El hablador y El sueño del celta de Mario Vargas Llosa, un autor ya consagrado desde los años sesenta—. Mi investigación retoma entonces la narrativa de la selva desde las primeras décadas del siglo xx con la idea de ayudar a llenar tales vacíos, resaltando aspectos de las obras canónicas ignorados o insuficientemente iluminados por la crítica y analizando otras obras relevantes de aquella época, así como narrativas más recientes en las que reaparecen los viejos temas acompañados de otros nuevos —la lista incluye obras como La danza inmóvil de Manuel Scorza, Colibrí de Severo Sarduy, Las tres mitades de Ino Moxo de César Calvo, Un viejo que leía novelas de amor de Luis Sepúlveda, La loca de Gandoca de Anacristina Rossi, Waslala de Gioconda Belli, Fordlandia, un oscuro paraíso de Eduardo Sguiglia, El príncipe de los caimanes de Santiago Roncagliolo, El país de la canela de William Ospina y algunos otros cuentos, novelas y crónicas1.
Consideradas desde la atalaya del siglo xxi, ¿cuáles son las visiones de la Amazonía y de otras regiones ecológicamente afines de nuestro continente que predominan en la narrativa hispanoamericana de la selva? ¿Cómo esas representaciones literarias se han transformado con respecto a los imaginarios heredados de la tradición? ¿De qué modo y en qué medida la narrativa más reciente refleja el cariz tomado por la situación a raíz de la crisis ecológica? ¿Qué problemas ambientales y ecológicos de la Amazonía están representados en el corpus y en qué sentido son relevantes hoy? Plantear tales cuestiones resulta tanto más pertinente si tenemos en cuenta que los entornos naturales de América Latina han sido descritos desde mucho tiempo atrás de forma estereotipada, sea como regiones dominadas por fuerzas primordiales y redentoras, o como comarcas salvajes e indomables que se oponen tercamente a los esfuerzos civilizatorios (Villegas 2006, Marcone 2000, Fuentes 1972, Vargas Llosa 1969). Ambos enfoques tienen un elemento común: la selva —y, por extensión, la naturaleza del continente— es presentada como si se tratara de una realidad extraña, a veces oscura y amenazadora, a veces mágica y seductora, pero, en cualquier caso, cerrada sobre sí misma e impenetrable para la racionalidad occidental.
Este modo de concebir la realidad latinoamericana, cuyas raíces se remontan al asombro experimentado hace quinientos años por los europeos a su llegada al continente y revivido por los conquistadores en sus exploraciones de los territorios descubiertos (Schumacher 2012, Pastor 2008, Ospina 2007), está bastante difundida en la literatura hispanoamericana del siglo xx, lo que ha nutrido el cliché según el cual América Latina es un lugar exuberante y exótico. Empero, con el avance de la globalización, asistimos a un viraje notable. Desde fines del siglo pasado, debido a la resonancia global alcanzada por la crisis ecológica, hay una conciencia creciente de la urgencia de cambiar nuestro estilo de vida y nuestras relaciones con la naturaleza. Además, la globalización ha trastocado la posición de los países de América Latina en el orden mundial posterior a la Guerra Fría, revalorizando su riqueza natural y su biodiversidad, amenazadas por procesos de deterioro ligados a una modernización acelerada e invasiva. La narrativa reciente ha sido sensible a estos procesos y por eso en la prosa de los escritores actuales hay una búsqueda de recursos narrativos ajustados a las temáticas emergentes en relación con la representación literaria de la naturaleza y de sus transformaciones históricas.
Todo ello es síntoma del cambio que está experimentando nuestra percepción de la selva —y, por ende, nuestra manera de referirnos a ella— en las últimas décadas. Como es sabido, el modo en que percibimos el mundo ejerce una influencia decisiva en el cariz que asume nuestra relación con él. Sin embargo, los imaginarios y representaciones, lejos de ser el fruto de una creatividad cultural autosuficiente o soberana, dependen crucialmente de los límites y las condiciones que impone la realidad. La manera como nos relacionamos con la selva está marcada por la historia de las representaciones de lo selvático, pero este proceso es inseparable de los entornos biogeográficos específicos en los que ha tenido lugar y sin los cuales esas representaciones ni siquiera existirían. Esta es la razón por la cual mi estudio de la narrativa de la selva opta por un enfoque pluralista para el cual los aportes de las ciencias biológicas y ambientales son tan decisivos como los de la ecología política y la antropología cultural.
Los autores que definen la selva como una «construcción discursiva» o un «texto» formado de múltiples voces (Pizarro 2011, Rodríguez 1997), y la narrativa latinoamericana como un metadiscurso nutrido por una acumulación incesante de capas de lenguaje desde la época de la conquista (González Echevarría 1990), tocan un punto sensible al llamar la atención sobre el componente sociocultural de nuestras representaciones del mundo. Los frutos obtenidos mediante la aplicación de tal enfoque son valiosos y mi trabajo se apoya a menudo en ellos. Sin embargo, la selva es también una realidad biogeográfica compleja, un conjunto de hábitats esenciales para múltiples poblaciones humanas y no humanas. Por eso voy a hacer hincapié en la interconexión de las narrativas de la selva con los ecosistemas tropicales de los que extrae sus temas, y que se cuentan entre los más ricos y variados de la biosfera. Desde esta óptica, las narrativas de la selva son tejidos literarios que surgen de la tensión constante entre nuestras percepciones de la selva y la resistencia del mundo selvático a las simplificaciones implícitas en dichas percepciones. Se trata de obras que no solo revelan el trasfondo histórico de las imágenes de la selva, sino que tratan de enmendar, en términos ecológicos, políticos y éticos, las formas de incomprensión o de ceguera asociadas a tales imágenes. De ahí la necesidad de abordar el tema con una actitud abierta a los aportes de diversas disciplinas científicas y humanistas. La adopción de un enfoque interdisciplinario no solo me exige considerar la selva desde variados puntos de vista, sino que me ayuda a esclarecer los ingredientes básicos de las narrativas de la selva: su ambiguo intento de desmitificar los imaginarios coloniales y de trascender las representaciones estereotipadas; su énfasis en las injusticias humanas y ambientales acontecidas en la selva; sus hallazgos —pero también sus reveses— en la búsqueda de un lenguaje y de un tono narrativos amoldados al entorno selvático; sus descripciones detalladas de la fauna, la vegetación, el territorio; su visión de las relaciones entre los agentes humanos (funcionarios del gobierno, terratenientes, hacendados, turistas, aventureros, científicos, campesinos desplazados, buscadores de oro, caucheros, grupos armados ilegales, poblaciones nativas sobrevivientes) y los ecosistemas selváticos.
Debido a su origen en procesos de conquista y colonización que se remontan varios siglos atrás, las representaciones antagónicas de la selva como «infierno verde»