El funcionario público de alto nivel debe ser un gestor de políticas públicas, un promotor de cambios e innovaciones, un impulsor de reformas, con capacidad de ejercer la conducción en épocas de crisis, asumiendo los desafíos económicos y sociales que esto conlleva y con capacidad de manejar buenas relaciones con las autoridades gubernamentales, el sistema político y las organizaciones sociales. Lo anterior implica liderazgo, capacidad de toma de decisiones, creatividad, manejo de técnicas de planeación, capacidad analítica, capacidad organizacional, capacidad de negociación, compromiso y responsabilidad social23.
Una gestión pública con perspectivas positivas debe comprender:
1.Identificar, ordenar y optimizar el uso de los recursos disponibles.
2.Romper la inercia institucional de dirección y gestión, creando condiciones para impulsar los cambios requeridos.
3.Impulsar una dinámica institucional de dirección y gestión.
4.Ganar capacidad para el manejo de la incertidumbre, que permita anticiparse a situaciones conflictivas y resolver problemas.
5.Ganar destreza para concretar alianzas o resolver conflictos que permitan viabilizar las acciones a emprender.
Y todo lo anterior sintetiza el proceso de formulación, implementación y evaluación de políticas públicas.
Para que ello sea posible se requiere un gran énfasis en la formación de los funcionarios públicos de tal suerte que se desarrolle en ellos un real espíritu democrático, en el sentido de entender y valorar al otro como distinto, como diferente, quien tiene otras opiniones, pero con quien hay que convivir, con quien hay que concertar y llegar a acuerdos y quien eventualmente puede llegar a tener una parte de verdad. Esto, sin duda, se asocia con una característica que debe tener el funcionario público y es una gran sensibilidad hacia los problemas de la comunidad, que le ayude a estar en ‘sintonía’ con la gente y de esta manera poder estimular y apoyarse en los procesos de participación social, así estos por momentos contengan altos elementos de criticidad.
En ese sentido hay que desterrar el dogmatismo de la administración pública, lo cual quiere decir que se pueden tener y defender posiciones sobre los diversos asuntos de su incumbencia, pero se trata de que las posiciones se confronten con todos los sectores interesados y se esté siempre abierto a los cambios, a las modificaciones. Podemos concluir afirmando que la política pública mejor intencionada y con los objetivos más loables no logrará mayores resultados si no se crean las condiciones de conducción que posibiliten un adecuado proceso de implementación, evaluación y reformulación de la misma.
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