―Como ves, mi estimado Franciolino, este navío de tres palos es una de las mejores naves suministradas a la flota de la Reppublica Serenissima ―comenzó a explicarle el comandante rodeándole el hombro con un brazo. ―Es una nave muy grande y por lo tanto muy estable. Pero, al mismo tiempo, es también ágil y fácil de maniobrar. Además por el viento puede ser impulsada, si es necesario, por dos órdenes de remeros. Entre la tripulación, sirvientes, remeros y soldados, se encuentran a bordo más de quinientos hombres. Casi un ejército. Y eso no es todo. Es un navío muy seguro. He observado, hace poco, como estabais mirando las mamparas metálicas en los flancos. Éstas protegen el casco de las bolas incendiarias de los enemigos. Si es necesario pueden ser levantadas, creando una barrera mucho más alta que las amuras de la misma nave y, entre una mampara y otra, pueden ser insertadas bocas de fuego, bombardas capaces de lanzar proyectiles explosivos contra el adversario. Pero todavía hay más. A bordo tenemos más de cien arcabuceros, hombres capaces de usar a la perfección la nueva y mortífera arma de fuego inventada por los franceses. No veo el momento de haceros ver esta máquina de guerra en acción.
Mientras seguía hablando, el comandante había conducido a Andrea al puente de mando, donde asumió el control del timón explicando que, en jerga marinera, la parte delantera de la nave se llamaba proa y la de atrás popa, el lado izquierdo babor y el derecho estribor. A continuación comenzó a gritar órdenes a los marineros con el objetivo de preparar la nave para zarpar. Las órdenes, pronunciadas en estricta jerga marinera, eran del todo incomprensibles para Andrea.
―Izad el ancla ― Retirad las amarras ― Desplegad la vela mayor ― Soltad la mesana ―Izad las velas del trinquete, eran todas órdenes de las que no comprendía en absoluto el significado. De todas formas, podía observar como, ante cada orden del Capitano da Mar, la tripulación se movía rápidamente y de manera precisa, sin dudarlo. En poco tiempo, el galeón se separó del muelle y se hizo a la mar, comenzando la travesía hacia el norte, con un bonito viento siroco que hinchaba las velas al máximo. Foscari mantenía bien sujeto el timón y continuaba explicando a Andrea lo que estaba haciendo.
―El Mar Adriático es un mar cerrado y también muy estrecho entre las orillas italianas y las de Dalmacia. Y, por lo tanto, es bastante seguro. Es difícil que estallen tormentas imprevistas, como se encuentran cuando se atraviesa el océano para llegar al Nuevo Mundo. Pero, de todas formas, no hay que subestimar el hecho de que a veces el viento gira y se convierte en peligroso. El lebeche8 , el viento que sopla desde tierra, puede encrespar el mar y también provocar marejadas imponentes. Además, hace que sea difícil gobernar la nave, ya que impulsa a las embarcaciones hacia mar adentro. Como puedes ver, nosotros siempre buscamos navegar más bien hacia mar adentro para evitar las aguas poco profundas pero siempre con la costa a la vista, de manera que no perdamos jamás la ruta. El lebeche te puede engañar, haciendo que pierdas de vista la línea costera y por lo tanto desorientando a los navegantes, en concreto cuando el cielo está nublado y no se puede uno orientar gracias al sol y a las estrellas. El otro viento que tememos nosotros los marineros es el bora, la buriana, que trae nieve y hielo y que sopla sobre todo en las estaciones invernales. El bora a veces es tan fuerte que puede arrasar con todo lo que se encuentra a su paso, incluidos marineros que se hallan sobre el puente y que, si acaban en las aguas heladas, tienen pocas esperanzas de poder sobrevivir.
―Querido Tommaso ―lo interrumpió Andrea que ahora ya había tomado confianza con su nuevo amigo ―Te debo confesar que yo soy muy timorato con el mar. Ni siquiera sé nadar y he tenido una experiencia muy mala el año pasado a la altura de Senigallia. Por lo tanto, preferiría que evitaras contarme ciertos detalles. Ya me has producido escalofríos. Si continúas así, me vendrán las arcadas y entonces sufriré durante el resto de la navegación. Hoy, en cambio, puedo ver un hermoso día, el viento que nos acaricia es templado y agradable, y esta nave es tan estable que no siento ningún malestar. Por lo tanto, dejadme disfrutar de este viaje, y contadme más bien vuestras hazañas guerreras. Sé que combatiste contra los turcos en tierras dalmatas… Pero, ¿lo que veo allá cerca de la orilla es la silueta de la Rocca Roveresca? ¿Hemos llegado ya a Senigallia?
―La nave es rápida y el viento nos es favorable. Sí, hemos llegado a la costa de Senigallia. Y dado que has hablado de los turcos, estate preparado para encontrártelos, porque estas aguas están infestadas de piratas del Sultán Selim.
―Lo sé muy bien. ¡Ah, si consiguiese hacérselas pagar por lo que me han hecho perder hace un año! Dos de mis mejores amigos han perdido la vida luchando contra esos bastados infieles. Y yo me he salvado por un pelo.
―Perfecto, mi querido Franciolino. Entonces, si nos vemos obligados a combatirlos, mientras yo gobierno la nave, tendrás el honor de dar las órdenes a los cañoneros y arcabuceros. Ahora te explicaré cómo.
La navegación prosiguió tranquila hasta última hora de la tarde. El comandante Foscari estaba preparando el galeón para atracar en el puerto de Rimini para pasar la noche cuando un vigía, desde su posición en la cima del mástil más alto, gritó:
―¡Nave pirata a estribor! Galeón enarbolando bandera turca, en disposición de batalla.
―¡Es Selim! ―susurró Andrea al Capitano Foscari comenzando ya a sentir una cierta agitación ante la idea de un combate.
El Capitano da Mar gritó algunas órdenes en jerga marinera. Andrea no comprendía casi nada pero, de nuevo, pudo admirar cómo, con cada orden, la tripulación de la nave se movía en perfecta sincronía secundando los deseos del comandante. En unos minutos, se levantaron las mamparas metálicas protectoras del lado derecho de la nave, los cañones fueron cargados y los artilleros se pusieron en posición de combate. Los arcabuceros, en cambio, después de cargadas sus armas, se movieron al lado izquierdo del galeón, cerca de las amuras de babor.
―Tuyo será el honor de ordenar hacer fuego ―dijo Foscari, volviéndose hacia Andrea ―¡Pero no antes de que el enemigo haya hecho el primer movimiento!
―¿Dejamos que los piratas nos ataquen? ¿No es una imprudencia?
―Ya verás.
El coloquio entre los dos fue bruscamente interrumpido por el ataque enemigo. Una granizada de bolas incendiarias partió del buque turco. Muchas fueron a caer al agua, apagándose en una nube de vapor y salpicaduras de agua salada, a unos cuantos pies de distancia de la nave veneciana. Algunas balas golpearon las mampara metálicas y también éstas cayeron en el mar sin provocar daños en el casco. Andrea se sintió, en un cierto momento, golpeado por un chorro de agua templada, levantado por una de las balas incendiarias caída demasiado cerca del puente de mando. Empapado como un pollo se preparó para dar la orden de responder al fuego. Los artificieros habían cargado los cañones con bolas explosivas. Andrea ordenó que encendiesen las mechas mientras que su amigo Tommaso organizaba la siguiente maniobra.
―¡Fuego a discreción! No les demos la posibilidad de ajustar el tiro ―y busco un punto de apoyo sólido para agarrarse con fuerza, previendo el retroceso debido a las explosiones simultáneas de por lo menos cuarenta cañones.
Pero, completamente asombrado, vio partir los tiros acompañados por nubes de humo correspondientes a cada una de las bocas de fuego, sin que la estabilidad del galeón se viese afectada lo más mínimo. Es verdad, la nave comenzó a oscilar y la rápida maniobra ordenada por el comandante justo después empeoró no poco las condiciones del estómago de Andrea. Pero debía resistir. No podía marearse. La nave enfilaba veloz, con la proa, al galeón turco. Habían