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mil y más leguas distante del lugar donde se embarcó, y, saltando en tierra remota y no conocida, le suceden cosas dignas de estar escritas, no en pergaminos, sino en bronces. Mas agora, ya triunfa la pereza de la diligencia, la ociosidad del trabajo, el vicio de la virtud, la arrogancia de la valentía y la teórica de la práctica de las armas, que sólo vivieron y resplandecieron en las edades del oro y en los andantes caballeros. Si no, díganme: ¿quién más honesto y más valiente que el famoso Amadís de Gaula?; ¿quién más discreto que Palmerín de Inglaterra?; ¿quién más acomodado y manual que Tirante el Blanco?; ¿quién más galán que Lisuarte de Grecia?; ¿quién más acuchillado ni acuchillador que don Belianís?; ¿quién más intrépido que Perión de Gaula, o quién más acometedor de peligros que Felixmarte de Hircania, o quién más sincero que Esplandián?; ¿quién mas arrojado que don Cirongilio de Tracia?; ¿quién más bravo que Rodamonte?; ¿quién más prudente que el rey Sobrino?; ¿quién más atrevido que Reinaldos?; ¿quién más invencible que Roldán?; y ¿quién más gallardo y más cortés que Rugero, de quien descienden hoy los duques de Ferrara, según Turpín en su Cosmografía? Todos estos caballeros, y otros muchos que pudiera decir, señor cura, fueron caballeros andantes, luz y gloria de la caballería. Déstos, o tales como éstos, quisiera yo que fueran los de mi arbitrio, que, a serlo, Su Majestad se hallara bien servido y ahorrara de mucho gasto, y el Turco se quedara pelando las barbas, y con esto, no quiero quedar en mi casa, pues no me saca el capellán della; y si su Júpiter, como ha dicho el barbero, no lloviere, aquí estoy yo, que lloveré cuando se me antojare. Digo esto porque sepa el señor Bacía que le entiendo.

      —En verdad, señor don Quijote —dijo el barbero—, que no lo dije por tanto, y así me ayude Dios como fue buena mi intención, y que no debe vuestra merced sentirse.

      —Si puedo sentirme o no —respondió don Quijote—, yo me lo sé.

      A esto dijo el cura:

      —Aun bien que yo casi no he hablado palabra hasta ahora, y no quisiera quedar con un escrúpulo que me roe y escarba la conciencia, nacido de lo que aquí el señor don Quijote ha dicho.

      —Para otras cosas más —respondió don Quijote— tiene licencia el señor cura; y así, puede decir su escrúpulo, porque no es de gusto andar con la conciencia escrupulosa.

      —Pues con ese beneplácito —respondió el cura—, digo que mi escrúpulo es que no me puedo persuadir en ninguna manera a que toda la caterva de caballeros andantes que vuestra merced, señor don Quijote, ha referido, hayan sido real y verdaderamente personas de carne y hueso en el mundo; antes, imagino que todo es ficción, fábula y mentira, y sueños contados por hombres despiertos, o, por mejor decir, medio dormidos.

      —Ése es otro error —respondió don Quijote— en que han caído muchos, que no creen que haya habido tales caballeros en el mundo; y yo muchas veces, con diversas gentes y ocasiones, he procurado sacar a la luz de la verdad este casi común engaño; pero algunas veces no he salido con mi intención, y otras sí, sustentándola sobre los hombros de la verdad; la cual verdad es tan cierta, que estoy por decir que con mis propios ojos vi a Amadís de Gaula, que era un hombre alto de cuerpo, blanco de rostro, bien puesto de barba, aunque negra, de vista entre blanda y rigurosa, corto de razones, tardo en airarse y presto en deponer la ira; y del modo que he delineado a Amadís pudiera, a mi parecer, pintar y descubrir todos cuantos caballeros andantes andan en las historias en el orbe, que, por la aprehensión que tengo de que fueron como sus historias cuentan, y por las hazañas que hicieron y condiciones que tuvieron, se pueden sacar por buena filosofía sus faciones, sus colores y estaturas.

      —¿Que tan grande le parece a vuestra merced, mi señor don Quijote —preguntó el barbero—, debía de ser el gigante Morgante?

      —En esto de gigantes —respondió don Quijote— hay diferentes opiniones, si los ha habido o no en el mundo; pero la Santa Escritura, que no puede faltar un átomo en la verdad, nos muestra que los hubo, contándonos la historia de aquel filisteazo de Golías, que tenía siete codos y medio de altura, que es una desmesurada grandeza. También en la isla de Sicilia se han hallado canillas y espaldas tan grandes, que su grandeza manifiesta que fueron gigantes sus dueños, y tan grandes como grandes torres; que la geometría saca esta verdad de duda. Pero, con todo esto, no sabré decir con certidumbre qué tamaño tuviese Morgante, aunque imagino que no debió de ser muy alto; y muéveme a ser deste parecer hallar en la historia donde se hace mención particular de sus hazañas que muchas veces dormía debajo de techado; y, pues hallaba casa donde cupiese, claro está que no era desmesurada su grandeza.

      —Así es —dijo el cura.

      El cual, gustando de oírle decir tan grandes disparates, le preguntó que qué sentía acerca de los rostros de Reinaldos de Montalbán y de don Roldán, y de los demás Doce Pares de Francia, pues todos habían sido caballeros andantes.

      —De Reinaldos —respondió don Quijote— me atrevo a decir que era ancho de rostro, de color bermejo, los ojos bailadores y algo saltados, puntoso y colérico en demasía, amigo de ladrones y de gente perdida. De Roldán, o Rotolando, o Orlando, que con todos estos nombres le nombran las historias, soy de parecer y me afirmo que fue de mediana estatura, ancho de espaldas, algo estevado, moreno de rostro y barbitaheño, velloso en el cuerpo y de vista amenazadora; corto de razones, pero muy comedido y bien criado.

      —Si no fue Roldán más gentilhombre que vuestra merced ha dicho —replicó el cura—, no fue maravilla que la señora Angélica la Bella le desdeñase y dejase por la gala, brío y donaire que debía de tener el morillo barbiponiente a quien ella se entregó; y anduvo discreta de adamar antes la blandura de Medoro que la aspereza de Roldán.

      —Esa Angélica —respondió don Quijote—, señor cura, fue una doncella distraída, andariega y algo antojadiza, y tan lleno dejó el mundo de sus impertinencias como de la fama de su hermosura: despreció mil señores, mil valientes y mil discretos, y contentóse con un pajecillo barbilucio, sin otra hacienda ni nombre que el que le pudo dar de agradecido la amistad que guardó a su amigo. El gran cantor de su belleza, el famoso Ariosto, por no atreverse, o por no querer cantar lo que a esta señora le sucedió después de su ruin entrego, que no debieron ser cosas demasiadamente honestas, la dejó donde dijo:

      Y como del Catay recibió el cetro,

      quizá otro cantará con mejor plectro.

      Y, sin duda, que esto fue como profecía; que los poetas también se llaman vates, que quiere decir adivinos. Véese esta verdad clara, porque, después acá, un famoso poeta andaluz lloró y cantó sus lágrimas, y otro famoso y único poeta castellano cantó su hermosura.

      —Dígame, señor don Quijote —dijo a esta sazón el barbero—, ¿no ha habido algún poeta que haya hecho alguna sátira a esa señora Angélica, entre tantos como la han alabado?

      —Bien creo yo —respondió don Quijote— que si Sacripante o Roldán fueran poetas, que ya me hubieran jabonado a la doncella; porque es propio y natural de los poetas desdeñados y no admitidos de sus damas fingidas —o fingidas, en efecto, de aquéllos a quien ellos escogieron por señoras de sus pensamientos—, vengarse con sátiras y libelos (venganza, por cierto, indigna de pechos generosos), pero hasta agora no ha llegado a mi noticia ningún verso infamatorio contra la señora Angélica, que trujo revuelto el mundo.

      —¡Milagro! —dijo el cura.

      Y, en esto, oyeron que la ama y la sobrina, que ya habían dejado la conversación, daban grandes voces en el patio, y acudieron todos al ruido.

       Capítulo II. Que trata de la notable pendencia que Sancho Panza tuvo con la sobrina y ama de don Quijote, con otros sucesos graciosos

      Índice

       Cuenta la historia que las voces que oyeron don Quijote, el cura y el barbero eran de la sobrina y ama, que las daban diciendo a Sancho Panza, que pugnaba por entrar a ver a don Quijote, y ellas le defendían la puerta:

      —¿Qué quiere este mostrenco