Serenata para una rana. Calos Bastidas. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Calos Bastidas
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Книги для детей: прочее
Год издания: 0
isbn: 9789583062421
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trepa por el tronco del árbol y después, aplanado y lento, se desliza por la rama donde está trinando.

      Está el marqués a punto de darle el zarpazo al desprevenido cantor, cuando, ladrando a todo pulmón y quebrando unas ramas secas al pisarlas, Sultán, que así se llama el sabueso que vimos dormitando, irrumpe en el jardín, y el pájaro se echa a volar, inocente del peligro en que había estado.

      —¡Huy! ¡Tenías que ser tú, perro mugroso! —le gruñe el gato burlado, enarcando el erizado lomo y mostrando con fiereza garras y colmillos—. ¡Me las pagarás!

      —¿Es que no lo oías cantar? —le pregunta Sultán, sorprendido.

      —Mi barriga es sorda —le contesta el gato bravo, y se tira del árbol dando dos volteretas en el aire. No se sabe si es para despejar su malhumor o para impresionar al perro.

      No lo puede soportar.

      Sultán tampoco.

      —Animalejo ridículo —le dice el can, y se va del jardín, moviendo la cola, a buscar su rincón.

      En alguna parte, alguien lo estará aplaudiendo y, en el reino de las aves, anotarán su hazaña en su favor.

      Por lo pronto, nosotros también nos vamos a otra parte.

      Qué ancho, muy ancho, es el mundo, y cada cosa se ha puesto en su lugar.

      Y tendrá mi corazón el deambular de un duende

      Por detrás de la casita, y un poco retirado, corre un riachuelo de aguas rumorosas y claras que, cuando cae la tarde, suenan como voces de campanas para acompañar el dulce can­­to de las aves vespertinas.

      Allí han ido a bañarse Malena y Sebastián que están de vacaciones en casa de los abuelos paternos.

      Agosto.

      Se está en pleno verano.

      La tarde es dorada y suave; abierta amorosamente al sol para que brillen más los colores de la tierra que ama un poco menos la noche, a pesar de la lejana belleza de la luna, del azul titilar de las estrellas y de los suaves pases de las manos del Gran Mago de los cielos para que los hombres tengan unas horas de descanso.

      Más arriba de donde se bañan los hermanos, hay un duende joven estirado en la orilla del riachuelo; con las manos en el agua, juguetea con un cangrejo pardo que le atenaza la ramita con la que lo está toreando.

      Se aburre el cangrejito, suelta la ramita y se mete en su cueva; después de un rato, saca los ojos, los mueve en todas direcciones y, al no ver por ahí al genio, los recoge y se duerme mecido por el azul campaneo del agua.

      El duende está de pie, mirando al sol, sin pestañear.

      Se dirige a él en un idioma indescifrable.

      Se toca con la mano derecha abierta el lugar del corazón y, como si se arrancara de allí un pájaro invisible, se lo lanza al astro colmado, a su vez, de aves de fuego.

      El duende tendrá unos setenta centímetros de estatura.

      Barbilampiño, de tez sonrosada, nariz fi­­na y larga, ojos grandes, vivarachos e intensamente azules; su cabello negro sobresale debajo de un sombrero alón hecho de cuero; calza sandalias; el pantalón amarillo y el saco verde le quedan grandes; un morral lleva a la espalda y, en el cuello, lu­ce un pañuelo rojo.

      De atrás de unas ramas coge un tamborcito, cruza la correa sobre el hombro y bajo el brazo, del morral saca dos palillos y golpea primero con uno de ellos el cuero del tambor:

      ¡Tan, tan!

      Ahora en el borde del tambor, jugando:

      ¡Toc, toc, tac!

      Con los dos palillos, ya en el parche:

      ¡Ta, ra, ta, ra ta, ra, ta, ra

      ta, ra, ran tan, tan

      taran, tan, tan tan, tan, tan!

      Y sigue sonando el tambor con aguda y alegre cadencia, y a su son baila el duende loco.

      Abajo, los bañistas oyen el tambor y creen que viene de la marimba del pueblo.

      Suena que suena el tambor, y es tan frenético el son que el duende danza en la tierra, danza en el aire en la copa de un árbol sobre los matorrales, entra a un mundo y sale por otro: patas arriba, patas abajo horizontal…, siempre tocando.

      En una de las volteretas que da, de su morral sale una moneda de oro que brilla un instante en el aire, cae al riachuelo y se va rodando sobre las ondas del agua como sobre un pulido plano de cristal.

      Asustado, abriéndose paso por entre los matorrales de la orilla, el duende la sigue corriente abajo, hasta cuando ve que la moneda llega al vado donde están los bañistas, y cae al fondo sin que ellos la vean.

      El duende está tranquilo viéndola allí.

      Sabe que ellos podrán ayudarlo.

      Va a presentárseles.

      Pero ya lo han visto correr desesperado por la orilla.

      Ahora lo ven sobre la roca grande del río, temeroso, nervioso, y como a punto de darle al tambor o echarse al agua.

      —Es un gnomo —dice la niña, sin la más leve extrañeza.

      —Y le tiene miedo al agua —le responde el hermano, como si hubiera hecho un gran descubrimiento.

      Y los dos buscan las mejores posturas, los más confiables ademanes y los gestos más amables, para mostrarse amistosos.

      Para no asustarlo, como cuando se está frente a un pajarito y se contiene la respiración para que no se vuele.

      Con todo, Malena le advierte a Sebastián:

      —Los duendes no son de fiar. Tengamos cuidado.

      —Mejor, vámonos de aquí —le responde el hermano.

      Y como si el duende los hubiese oído:

      —No voy a haceros daño, amigos míos;

      pero por la Luna y por el Sol,

      prestadme ayuda en mi aflicción.

      Les suplica y, aunque ellos ya saben quién es, solo para que siga hablando, le pregunta Sebastián:

      —¿Eres un duende?

      —No lo niego, esa es mi natura,

      y toco tambor por afición.

      —Ah, eras tú el del tambor de hace rato —observa Malena, y agrega—: cómo te llamas y en qué quieres que te ayudemos.

      —Mi nombre cierto no lo digo

      para no trabaros la lengua;

      pero ponedme el que queráis

      que, si es de mi gusto, me lo quedo.

      —Gaspar… ¿Te gusta?

      —Txklzmo.

      —¿Qué dices?

      —Que sí.

      —Entonces, dinos ahora en qué podemos ayudarte.

      —Sacándome una monedita que se me ha ido al fondo del río.

      Desde aquí la miro brillando.

      Donde mi dedo señala, ahí.

      Los chicos la ven en el punto indicado por el duende.

      —Allí, Sebastián, sácasela, pobrecito —le pi­de la niña a su hermano, en tono de súplica.

      El chico se zambulle, bucea como rana y, al rato, sale mostrando la moneda que relumbra al sol.

      —Aquí está. ¿Nos dejas verla un rato? —le pregunta Sebastián al duende, después de