Hasta que más tarde llegaron tres chicos que sí la veían, y el que estaba con ella no solo parecía verla, sino también entenderla. Y la llamaron de mil maneras: «Liebre», por la forma en que atravesaba los campos a la carrera, «Fuego», por las llamas de su cabello pelirrojo y «Rebelde», por la manera en que se enfadaba con su padre. Y ella respondía a todos aquellos apodos, sabiendo que ninguno era su nombre, sin importarle demasiado, porque ellos estaban allí. Porque tal vez estar con ellos fuera suficiente.
Porque para ellos era alguien importante.
—Lo siento —susurró él. Y lo decía en serio.
Para él, ella sí era alguien importante.
Permanecieron así durante unos instantes, con las miradas entrelazadas mientras la verdad pesaba a su alrededor, hasta que él carraspeó y apartó los ojos, rompiendo así aquella conexión. Lo observó cuando giró su tronco para volver a prestar atención a las copas de los árboles.
—De todos modos, mi madre decía que le encantaba la lluvia, porque era el único momento en que veía joyas en el barrio de Covent Garden.
—Prométeme que me llevarás contigo cuando te vayas —susurró ella para romper el silencio.
Los labios de Ewan se convirtieron en una línea firme, la promesa quedó escrita en las arrugas de su cara, más vieja de lo que debería ser. Más joven de lo que iba a necesitar que fuera.
—Y tendrás muchas joyas. —Asintió con seguridad.
Ella se giró, y sus faldas se desplegaron sobre la hierba.
—Por supuesto —bromeó ella—. Y vestidos confeccionados con hilo de oro.
—Vivirás entre bobinas de hilo oro.
—Sí, por favor —dijo ella—, y una doncella que sepa hacerme preciosos peinados.
—Para ser una chica de campo, eres muy exigente —se burló.
—He tenido toda la vida para elaborar una lista con mis necesidades. —Le dirigió una sonrisa.
—¿Crees que estás preparada para Londres, chica de campo?
—Creo que se me dará bien, chico de ciudad. —La sonrisa se transformó en un ceño fruncido.
Él se rio, y el preciado (por infrecuente) sonido de su risa llenó el espacio que los rodeaba, reconfortándola. En ese momento, sucedió algo. Algo extraño e inquietante, maravilloso e inaudito. Ese sonido, que no se parecía a ningún otro del vasto mundo, la liberó.
De repente, lo sintió. No solo el calor de él a su lado, donde se tocaban de hombro a cadera. No solo el lugar donde su codo descansaba junto a su oreja. No solo el contacto de sus manos en los rizos cuando él extrajo una hoja de ellos. Sino en todas partes. En el ascenso y descenso uniforme de su respiración. En su segura quietud. Y esa risa…, en su risa.
—Pase lo que pase, prométeme que no me olvidarás —le pidió en voz baja.
—No podré. Estaremos juntos.
—La gente se va.
—Yo no. No me iré. —Frunció el ceño y negó con fuerza.
—A veces no se elige. A veces, la gente, simplemente… —Asintió—. Pero aun así…
Su mirada se suavizó al comprender que se refería a su madre. Rodó hacia ella y quedaron frente a frente, con las mejillas apoyadas en las palmas de las manos, lo suficientemente cerca como para contarse mil secretos.
—Ella se habría quedado de haber podido —dijo él con firmeza.
—No lo sabes —susurró, y cuánto detestó el picor que le provocaban aquellas palabras en los ojos—. Nací y ella murió, y me dejó con un hombre que no era mi padre, que me dio un nombre que no es el mío, y nunca sabré qué habría pasado si ella hubiera vivido. Nunca sabré si… —Él esperó. Siempre paciente, como si fuera a aguardar toda la vida—. Nunca sabré si me habría querido.
—Claro que sí. —La respuesta fue inmediata.
—Ni siquiera me puso un nombre. —Sacudió la cabeza y cerró los ojos. Quería creerle.
—Lo habría hecho. Te habría puesto un nombre, y habría sido precioso.
La certeza de sus palabras hizo que ella buscara su mirada, segura e inflexible.
—Entonces, ¿no me llamo Robert?
—Ella te habría puesto un nombre digno de ti. El nombre que te mereces. Te habría dado el título. —No sonrió. No se rio. La comprendía y, luego, añadió—: Como voy a hacer yo.
Todo se detuvo: el susurro de las hojas en el dosel de ramas; los gritos de sus hermanos en el arroyo, un poco más allá; el lento transcurrir de la tarde; y ella supo, en ese momento, que él estaba a punto de hacerle un regalo que nunca había imaginado recibir.
—Dime… —Le sonrió, con el corazón palpitando en el pecho.
Quería ese regalo en los labios y en la voz de él, en los oídos de ella. Quería que se lo diera y sabía que le resultaría imposible olvidarlo, incluso después de que se marchara y la dejara atrás.
Y él se lo dio.
—Grace —la llamó.
Capítulo 2
Londres, otoño de 1837.
—¡Por Dahlia!
Una estridente ovación se elevó en respuesta al brindis; la multitud concentrada en la sala principal del número 72 de Shelton Street —un club de alto nivel y el secreto mejor guardado de las mujeres más elegantes, sabias y escandalosas de Londres— se volvió al unísono para brindar por su propietaria.
La mujer conocida como Dahlia se quedó quieta al pie de la escalera central, observando la enorme estancia, ya repleta de socias del club e invitadas a pesar de lo temprano que era.
—Bebed, queridas, os espera una noche inolvidable. —Dirigió al público una amplia y brillante sonrisa.
—¡O para olvidar! —exclamó alguien desde el otro extremo de la sala. Dahlia reconoció al instante la voz de una de las viudas más alegres de Londres, una marquesa que había invertido en el 72 de Shelton Street desde sus inicios y que amaba aquel club más que a su propia casa. Allí, una alegre marquesa gozaba de la privacidad que en Grosvenor Square nunca había tenido. Sus amantes también se sentían totalmente libres.
Los enmascarados rieron al unísono y Dahlia se libró de la atención general el tiempo suficiente para que Zeva, su lugarteniente, apareciera a su lado. La alta belleza de pelo oscuro había estado con ella desde que fundó el club y se encargaba de atender a las socias, asegurándose de que tuvieran todo lo que desearan.
—Es un éxito —dijo Zeva.
—Y va a serlo más. —Dahlia echó un vistazo al reloj que llevaba en la cintura.
Era temprano, apenas pasadas las once; gran parte de las mujeres de Londres solo podían escabullirse de sus aburridas cenas y bailes poniendo excusas como el abatimiento y su naturaleza delicada. Dahlia sonrió al pensar en ello, ya que conocía la manera en que las socias del club utilizaban la delicadeza que se atribuía al sexo débil para tomar lo que deseaban sin que la sociedad lo supiera.
Se adjudicaban esa debilidad y jugaban con ella, al tiempo que convocaban a sus cocheros en las puertas traseras de sus casas; al tiempo que cambiaban sus respetables ropas por otras más provocativas; al tiempo que se despojaban de las máscaras que llevaban en su mundo y se ponían otras diferentes, otros nombres, otros deseos…, lo que ansiaban fuera de Mayfair.
Pronto llegarían y abarrotarían