Ewan cerró los ojos. ¡Dios! Habían corrido peligro.
—Aprendí rápido. Después del tercer día de no tener trabajo ni nadie que se ocupara de nosotros tres, sin comida y sin un techo sobre nuestras cabezas, asumimos que nuestras opciones eran limitadas. Pero yo era una chica y tenía una más a mano que Diablo y Whit.
Ewan aspiró un poco, la rabia endureció su mandíbula y enderezó su columna vertebral. Habían huido juntos, su único consuelo había sido la idea de que se protegerían mutuamente. Que sus hermanos la protegerían.
Grace buscó su mirada y arqueó una ceja oscura.
—No tuve que elegir. Digger nos encontró pronto.
Encontraría a ese Digger y lo destriparía.
—¿Te puedes creer que hay un mercado para niños luchadores? —Grace sonrió y terminó de envolverse la muñeca. Se acercó, y él creyó percibir su olor a crema de limón y a especias—. Era algo que sí sabíamos hacer, ¿no? —Así era. Habían aprendido juntos—. Digger no nos dio vendas la primera noche. No son solo para proteger los puños, ¿sabes? El acolchado, en realidad, hace que la pelea dure más. Fue un detalle: pensó que las peleas terminarían antes para nosotros si peleábamos con los puños desnudos. —Hizo una pausa, y él observó cómo el recuerdo la atravesaba, la vio recomponerse—. Y sí, las peleas terminaban antes.
—Las ganabas tú. —Las palabras salieron ásperas, como si durante un año no hubiera usado su voz. O durante veinte.
Tal vez no lo había hecho. No se acordaba.
Sus ojos volaron hacia los de él.
—Por supuesto que las ganaba. —Una nueva pausa—. Aprendí a luchar con los mejores. Aprendí a pelear sucio. Precisamente del mejor, del chico que ganaba, aunque llevara a cabo la peor clase de traición.
Ewan evitó estremecerse ante aquellas palabras, que destilaban repulsión. Al recordar lo que había hecho para ganar. Se encontró con su mirada, directa y honesta.
—Te agradezco el cumplido.
Ella no respondió, sino que continuó su relato.
—No tardaron en darnos un nombre.
—Los Bastardos Bareknuckle. —Ewan hizo una pausa—. Pensaba que eran solamente ellos. —Solo Diablo y Whit, uno con una horrenda cicatriz que le cruzaba la cara, una cicatriz que él se encargó de colocar allí, y el otro con puños que caían como piedras, impulsados por la furia que Ewan había desatado aquella noche hacía tanto tiempo. Solo los dos chicos, ya hombres, que se habían convertido en contrabandistas. En luchadores. En criminales. En los reyes de Covent Garden.
Cuando en el barrio siempre había habido una reina.
—Todo el mundo piensa que son solamente ellos. —Grace curvó la comisura de los labios en un amago de sonrisa.
Estaba lo suficientemente cerca como para tocarla y, si hubiera tenido las manos desatadas, la habría tocado. No habría podido contenerse cuando ella estaba allí, de pie, cerniéndose sobre él.
—Salimos del lodo y construimos un reino, aquí, en el Garden, este lugar que había sido tuyo —le recordó—. Pensaba en ello cuando descubría la curva de Wild Street. Cuando trepaba por los tejados, fuera del alcance de los matones de Bow Street. Cuando robaba carteras en Drury Lane y luchaba a sangre en los cuadriláteros móviles de la colonia.
Él volvió a concentrarse en sus ataduras, aunque estaban demasiado apretadas para liberarse.
En ese momento, deshacerse de las ligaduras era imposible, porque ella lo tenía a su alcance. Iba a tocarlo; le recorrió la mejilla con las yemas de los dedos, dejando un rastro de fuego a su paso. Inspiró con fuerza cuando las uñas le recorrieron la barba de varios días, pasando por el vello incipiente hacia la barbilla. Se quedó quieto temiendo que, si se movía, ella se detendría.
«No te detengas…».
No se detuvo. Le puso los dedos debajo de la barbilla y le alzó el rostro hacia el de ella, ensombrecido por ángulos y curvas. Lo miró fijamente a los ojos, y su mirada lo cautivó.
—¿Por qué me miras así? —dijo Grace en voz baja, un susurro apenas perceptible y lleno de incredulidad.
Pero ¿por qué lo preguntaba? ¿No la había mirado siempre así?
Dios, se estaba acercando, inclinándose sobre él, bloqueando la luz. Convirtiéndose en esa luz.
Sus ojos examinaron cada centímetro de él y lo dejaron al descubierto con su análisis. Y no pudo contenerse mientras ella se acercaba más y más, haciendo que su pulso palpitara con fuerza, hasta que la habitación se desvaneció y no había nada más que ellos dos; y entonces él también desapareció, y solo quedó ella.
—Te escondieron de mí.
Ella negó con la cabeza y aquel movimiento lo envolvió en su aroma, como un dulce que hubiera comido y que pudiera recordar perfectamente sin haber vuelto a disfrutarlo jamás.
—A mí nadie me esconde —dijo. Dios, estaba muy cerca. Estaba justo ahí, con sus voluptuosos y perfectos labios, a un milímetro de los suyos—. Me cuido yo sola.
Tensó las ataduras, duras como el acero. Duras como él. Se desesperaba por acortar la distancia entre ellos. ¿Cuánto tiempo hacía que no la tocaba? ¿Cuánto tiempo había soñado con ella?
Toda una vida.
Sus pupilas estaban dilatadas por el deseo, los ojos fijos en su boca, y él se lamió el labio inferior sabiendo que ella también lo deseaba, no le cabía la más mínima duda. Lo deseaba tanto como él a ella.
Imposible. Nadie podría amar nada como él la quería a ella.
«Hazlo», deseó.
«Por favor, Dios. Bésame».
—Por fin te he encontrado —dijo como en una especie de rezo.
—No —le corrigió ella suavemente—. Yo te he encontrado a ti, Ewan.
Su nombre, el nombre que ya nadie usaba, lo atravesó. No pudo evitar susurrar el nombre de ella en respuesta.
Sus ojos se posaron de nuevo en los de él, como un regalo.
Sí.
—Tómalo —dijo. «Lo que necesites. Todo lo que desees»—. ¿Qué necesitas, Grace? —susurró.
Ella se inclinó y a él le dolió más de la cuenta.
Dos golpecitos, agudos e insistentes, desde la oscuridad, reconocibles al instante como de Diablo, su hermano de sangre.
Hermano de ella por un vínculo mucho más fuerte.
Grace desapareció al instante, como si una cuerda tirara de ella, y perderla de vista lo hizo enloquecer. Ewan se volvió hacia el sonido con un gruñido grave, como un perro al que le han prometido un filete y se lo han arrebatado en el último segundo.
—Me dijo que habías muerto —dijo, volviéndose hacia ella, entusiasmado por su cercanía—. Pero no estás muerta. Estás viva —añadió. Y luego otra vez, sin poder ocultar el alivio de su voz. La veneración—. Estás viva.
—Has intentado matarlo. —Ella lo miró fríamente, impasible.
—¡Me dijo que habías muerto! —¿Es que no lo entendía?
—Casi matas al amor de Bestia.
—¡Pensé que te habían dejado morir! —Casi se había