Un día más. Un día cualquiera dentro de este caos que se nos ha venido encima. Me encuentro a cargo de ocho pacientes agudos. Todos han dado positivo en la PCR de este “Bicho” (lo llamo Bicho por qué no creo que se merezca otro nombre menos despectivo) o están pendiente del resultado, aunque tienen síntomas compatibles.
Tengo sobre mí la presión de vigilar monitores, frecuencias respiratorias, saturaciones de oxígeno, temperaturas y cualquier signo que nos indique empeoramiento de algún paciente.
Parece que la tarde transcurre tranquila, pero nunca debes pensar eso cuando trabajas en esto. Eso es lo primero que te enseñan cuando te metes en este mundo: Nunca, pero nunca, debes decir, pensar ni siquiera insinuar que el día va a ser tranquilo.
Observo como la saturación de un paciente que llevaba varios días con nosotros comienza a bajar. Intento recolocar el dedal que mide el oxígeno. Ajusto la mascarilla del respirador improvisado y mejorado para que no tenga fugas. No aumenta. El paciente se queda ausente.
- ¡Compañeras llamadme al médico! ¡Traedme un ambú! ¡Teodoro! ¡Teodoro! ¡¿Me escucha?!
Colocamos al paciente de lado, según algunas recomendaciones, y parece que comienza a remontar y a responder, pero no puede. El paciente no puede más. Lleva varios días luchando por respirar con una mascarilla que le oprime la cabeza para que se quede bien ajustada y le insufla aire oxigenado. Está agotado. La saturación de oxígeno no termina de subir.
- ¡Hay que intubar! -Nos indica el médico. - Pero mejor en la sala de Emergencias.
- ¿¡Qué medicación necesitas?! - Le pregunto a la intensivista que también se encuentra allí.
- ¡Compañeras llamar a la emergencia que vayan preparando la medicación!
Desconectamos rápidamente al paciente del monitor y ponemos rumbo a las Emergencias por un pasillo que parece eterno. Me duele el cuerpo del cansancio acumulado, pero una especie de calambre interior hace que mis piernas corran con el único pensamiento de que el paciente no se muera.
- Por favor, Teodoro, aguanta- No pienso nada más.
Según llegamos a la sala de Emergencias mi mente se pone en modo robot, supongo que la tensión no me deja tiempo para el miedo o la duda. Un compañero asiste a la intensivista con el tubo y yo me dedico a la medicación.
- ¡Compañeras, necesito una batea con jeringas con suero! ¡¿Dónde está el propofol, el midazolam y el rocuronio?!
- ¡Monitor! ¡Tensión! ¡¿Cuánto satura?! - Pide la intensivista.
- ¡60% y bajando! - dice una de todas las voces que nos encontramos alrededor.
- ¡Propofol! ¡80 mg! - Me indica.
- ¡Puesto!
- ¡Repetid otros 80 mg!
- ¡Puestos otros 80 mg!
- ¡Vamos a ello! ¡Relajación!
- ¡Puesta! – Le indico.
- ¡Oh, mierda! No consigo verlo bien. (En estas situaciones nos permitimos hablar mal delante del paciente)
- ¡Espera, te ayudo en la colocación de la garganta! - Le digo mientras intento apretar el cricoides del paciente.
- ¡Ahora! ¡Sujetad el tubo! ¡Dadme oxígeno!
Miro el monitor del paciente y observo como sube la saturación. El ventilador comienza a ventilar sus pulmones y el color de su piel mejora.
Respiro profundo, salgo de ese trance mecánico en el que me encontraba sumida y miro a mi alrededor. Somos al menos cuatro enfermeros, cuatro auxiliares de enfermería y varios médicos. Cada uno ha aportado su grano de arena. Mientras yo estaba concentrada en la función de administrar fármacos, cada uno de ellos ha estado concentrado en otra función, incluida la de asistirme a mí con la medicación. Entre todos hemos conseguido que un paciente agotado de respirar por sí mismo, ventile y tenga una oportunidad.
Yo también respiro. Me tranquiliza observar una saturación de oxígeno de más del 95%. Miro al paciente y le digo para mi interior que lo hemos conseguido. Hemos conseguido llegar a la ayuda que tanto necesitaba y llevaba días pidiendo a gritos sin hablar. Ahora le queda una lucha en la UCI dónde deberá ganar al “Bicho”.
21:45h. Hoy ha sido un día más, y, por lo tanto, un día menos. Juntos podremos vencer.
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