En esta antigua guarida de héroes y de salteadores vive el barón Nathan Cahorn, el barón Satán, como lo llamaban en la bolsa de valores, donde se enriqueció con demasiada rapidez.
Los dueños de Malaquis, arruinados, tuvieron que venderle el hogar de sus antepasados a cambio de migajas. Ahí acomodó sus admirables colecciones de muebles y cuadros, de lozas finas y tallas de madera. Vivía solo, atendido por tres viejos servidores. Nadie entraba nunca al lugar. Nadie contempló jamás en el decorado de estas salas antiguas los tres Rubens que posee ni los dos Watteau ni su púlpito esculpido por Jean Goujon ni tantas otras maravillas arrancadas a fuerza de dinero a los compradores frecuentes de las subastas públicas.
El barón Satán tenía miedo, pero no por él, sino por los tesoros que había acumulado con una pasión tenaz y con tal perspicacia de aficionado que ni los más astutos comerciantes podían vanagloriarse de haberlo inducido a equivocarse. Ama sus tesoros, y los ama intensamente como un avaro, celosamente como un amante.
Todos los días, al ponerse el sol, las cuatro puertas de hierro que dominan los dos extremos del puente y la entrada al patio de honor se cierran y acerrojan. Con la menor sacudida, un sistema de alarmas repicarán en el silencio. Mientras que del lado del Sena nada hay que temer: la roca se corta verticalmente.
Un viernes de septiembre, el cartero se presentó como siempre en la cabeza del puente y, según la norma habitual, el barón fue quien entreabrió la pesada batiente de la puerta. Examinó al hombre minuciosamente, como si no conociera de años esa cara jovial y esos ojos socarrones de campesino. El hombre se rio y le dijo:
–Soy otra vez yo, señor barón. No soy otro que hubiera tomado y vestido mi blusa y se hubiera puesto mi gorra.
–Uno nunca puede saber –murmuró Cahorn.
El cartero le entregó un montón de periódicos y continuó:
–Y ahora, señor barón, una novedad.
–¿Una novedad?
–Una carta… y, además, certificada.
Recluido, sin amigos ni nadie que se interesara en él, nunca recibía cartas. Y de pronto se producía este suceso de mal augurio que le daba motivos para inquietarse. ¿Quién era este misterioso remitente que venía a hostigarlo en su retiro?
–Tiene que firmar, señor barón.
Firmó a regañadientes. Después tomó la carta, esperó a que el cartero desapareciera en el recodo del camino, dio algunos pasos de un lado a otro, se apoyó contra el parapeto del puente y abrió el sobre. Contenía una hoja de papel cuadriculado con este encabezado manuscrito: Prisión de la Santé, París. Miró entonces la firma: Arsène Lupin. Asombrado, leyó:
Señor barón: En la galería donde confluyen sus dos salones se encuentra un cuadro de Philippe de Champaigne de excelente hechura y que me gusta enormemente. Sus Rubens también me gustan, lo mismo que el Watteau pequeño. En el salón de la derecha me llamó la atención el aparador de Luis XIII, los tapices de Beauvais, el velador estilo Imperio firmado por Jacob y el baúl renacentista. En el salón de la izquierda, toda la vitrina de joyas y miniaturas.
Por esta vez me contentaré con estos objetos, que creo que será fácil revender. Así pues, le suplico que los embale según convenga y los envíe a mi nombre (porte pagado) a la estación de Batignolles antes de ocho días. En caso contrario, procederé yo mismo al traslado la noche del miércoles 27 al jueves 28 de septiembre. Y, por supuesto, no me contentaré con objetos que no sean los señalados.
Sírvase disculpar la pequeña molestia que le causo y reciba usted mi más alta consideración.Arsène Lupin
P.D.: Por favor, no me envíe el Watteau grande. Aunque le haya costado treinta mil francos en el Hostal des Ventes, es una copia. El original lo quemó Barras en tiempos del Directorio, en una noche de orgía. Consulte las memorias inéditas de Garat.
Tampoco me interesa la cadena Luis XV, pues me parece de dudosa autenticidad.
Esta carta trastornó al barón Cahorn. Si viniera de otra persona, ya lo hubiera alarmado considerablemente, ¡pero firmada por Arsène Lupin!
Lector asiduo de periódicos, al corriente de lo que pasaba en el mundo de la delincuencia, sabía todo acerca de las hazañas del infernal ladrón. Desde luego, sabía que Lupin, detenido en Estados Unidos por su enemigo Ganimard, estaba encarcelado y que se se estaba tramitando su proceso. Pero también sabía que cabía esperar lo que fuera de su parte. Y, por si fuera poco, su conocimiento tan exacto del castillo, de la disposición de los cuadros y los muebles, era un aviso de lo más temible. ¿Quién lo había informado de cosas que nunca había visto?
El barón elevó los ojos y contempló el contorno huraño del castillo, su pedestal abrupto, las profundas aguas que lo rodeaban y alzó los hombros. En definitiva, no corría ningún peligro. Nadie podría penetrar el santuario inviolable de sus colecciones.
Nadie, pero ¿Arsène Lupin? ¿Existen para el famoso ladrón puertas, puentes levadizos y murallas? ¿De qué sirven los obstáculos mejor concebidos, las precauciones más diestras, si Arsène Lupin decide llegar hasta el final?
Esa misma tarde le escribió al procurador de la República de Rouen. Le envió la carta con las amenazas y le solicitó auxilio y protección.
Y la respuesta no tardó en llegar. El citado Arsène Lupin estaba actualmente preso en la Santé, vigilado estrechamente y sin posibilidades de escribir, así que la carta no podía ser obra más que de un farsante. Así lo indicaban la lógica y el sentido común, además de la realidad de los hechos. De todos modos, y como acto de prudencia, se había encomendado a un experto para que analizara la escritura. El experto concluyó que pese a ciertas analogías, la letra no era la del detenido.
Y pese a ciertas analogías fueron las únicas cuatro palabras que retuvo el barón. En ellas alcanzaba a ver la confesión de una duda que a él le parecía justificativo suficiente para que interviniera la justicia. Sus temores se acrecentaron. No dejaba de pensar en la carta... procederé yo mismo al traslado. Y la fecha exacta: la noche del miércoles 27 al jueves 28 de septiembre.
Suspicaz y taciturno, no se había atrevido a revelar nada a sus sirvientes, cuya lealtad le parecía resistente a cualquier prueba. Sin embargo, por primera vez en años sentía la necesidad de hablar, de pedir un consejo. Abandonado por la justicia de su país y sin la esperanza de poder defenderse con sus propios medios, casi se había decidido a ir a París a pedir la ayuda de algún policía en retiro.
Y así pasaron dos días. Al tercero, se estremeció de gozo al leer en el periódico Le Réveil de Caudebec esta nota suelta:
Tenemos el placer de alojar entre nuestros muros desde hace casi tres semanas al jefe inspector Ganimard, veterano del Servicio de Seguridad. El señor Ganimard, quien con la detención de Arsène Lupin, su última proeza, ganó fama en toda Europa, descansa de sus trabajos dedicado a la pesca de gobios y brecas.
¡Ganimard! ¡Ahí estaba la ayuda que buscaba el barón Cahorn! ¿Quién mejor que el hábil y paciente Ganimard para desbaratar los planes de Lupin?
El barón no lo dudó. Seis kilómetros separaban al castillo de la pequeña población de Caudebec. Y los recorrió con el paso alegre de un hombre sobrexcitado por la esperanza de salvarse.
Tras varias tentativas infructuosas por averiguar el domicilio del jefe inspector, fue a las oficinas de Le Réveil, situadas a la mitad del paseo del muelle. Ahí localizó al redactor de la nota suelta, quien se acercó a la ventana y exclamó:
–¿Ganimard?