–¿Quién sabe? Creo que Ganimard no lo ha visto nunca, salvo maquillado y disfrazado. Si por lo menos supiera con qué nombre se esconde.
–¡Oh! –exclamó con la curiosidad algo cruel de las mujeres–. ¡Me gustaría ver cómo lo detienen!
–Paciencia. De seguro que Arsène Lupin ya se dio cuenta de que aquí está su enemigo. Va a querer salir entre los últimos, cuando el viejo se haya cansado.
Comenzó el desembarco. Apoyado en su paraguas, con aire de indiferencia, Ganimard fingía que no prestaba atención a la muchedumbre que se apretaba entre las barandillas. Observé que un oficial de abordo, apostado a sus espaldas, le decía algo de vez en cuando.
Pasaron el marqués de Raverdan, el mayor Rawson, el italiano Rivolta y otros, muchos otros... Entonces vi que se acercaba Rozaine.
¡Pobre Rozaine! No parecía que se hubiera recuperado de sus desventuras.
–Quizá sí es él –me dijo miss Nelly–. ¿No le parece?
–Creo que sería muy interesante tener una fotografía de Ganimard y Rozaine juntos. Tome la cámara, yo voy muy cargado.
Le entregué el aparato, pero demasiado tarde para que lo accionara. Rozaine pasó. El oficial se inclinó a la oreja de Ganimard, quien se encogió ligeramente de hombros y Rozaine siguió su camino.
–Entonces, Dios mío, ¿quién es Arsène Lupin?
–Sí –dijo ella–. ¿Quién es?
No quedaban a bordo más de unas veinte personas. Miss Nelly las observaba una por una confundida y temerosa de que no estuviera el famosos ladrón entre ellas.
Le dije:
–Ya no podemos esperar más.
Avanzó y la seguí, pero no habíamos dado diez pasos cuando Ganimard nos detuvo.
–Y bien, ¿de qué se trata esto? –exclamé.
–Un momento, monsieur. ¿Qué prisa tiene? –me preguntó.
–Vengo con la señorita.
–¡Un momento! –repitió con un tono más imperioso.
Me observó detenidamente y enseguida me dijo, fijando la vista en mis ojos:
–Arsène Lupin, ¿no es cierto?
Me reí.
–No, yo soy Bernard d’Andrésy simplemente.
–Bernard d’Andrésy murió hace tres años en Macedonia.
–Si Bernard d’Andrésy hubiera muerto, yo ya no estaría en este mundo, pero no es así. Aquí tiene mis papeles.
–Son los de Andrésy. Y será un placer explicarle cómo los consiguió.
–¡Está usted loco! Arsène Lupin se embarcó con el nombre de R.
–Sí, otro truco suyo. Una pista falsa tras la cual los lanzó a todos. ¡Vaya que tiene recursos, joven! Pero esta vez se le volteó la suerte. Basta, Lupin, sea un buen jugador.
Dudé un instante. Me dio un golpe seco en el antebrazo derecho. Lancé un grito de dolor y me lastimó la herida todavía sin cerrar de la que hablaba el telegrama.
En fin, había que resignarse. Y giré hacia miss Nelly, que escuchaba pálida e insegura.
Nuestras miradas se encontraron. Luego, bajó los ojos a la Kodak que le había entregado. Hizo un gesto brusco y me dio la impresión o, más bien, la certeza de que entendió todo de súbito. Sí, ahí, entre las estrechas paredes de tela negra, en las cavidades del pequeño objeto que había tenido la precaución de depositar en sus manos antes de que Ganimard me detuviera, se encontraban los veinte mil francos de Rozaine y las perlas y los diamantes de lady Jerland.
–¡Ah! Juro que en ese solemne momento en que me rodearon Ganimard y dos acompañantes suyos todo me era indiferente: la detención, la hostilidad de la gente. Todo menos la decisión que tomaría miss Nelly sobre el objeto que le había confiado.
No quería imaginarme que ellos tuvieran esta prueba material definitiva que me condenaba. ¿Miss Nelly se decidiría a entregarla? ¿Me traicionaría? ¿Me perdería? ¿Se portaría como una enemiga implacable o como una mujer que no olvida, pero que suaviza su desprecio con algo de indulgencia y algo de simpatía involuntaria?
Pasó frente a mí. Me incliné apenas, sin decir una palabra. Mezclada entre los demás pasajeros, se encaminó a la pasarela con mi Kodak en la mano.
Pensé que no se atrevería en público y que dentro de un instante, en una hora, la entregaría. Pero al llegar a la mitad de la pasarela, con torpeza fingida, dejó caer la cámara al agua, entre el cantil del muelle y el flanco del barco.
Y luego se alejó.
Su hermosa silueta se perdió entre la multitud, la entreví de nuevo y volvió a desaparecer. Se acabó para siempre.
Quedé inmóvil un segundo, triste y al mismo tiempo embargado por una dulce ternura. Para la gran sorpresa de Ganimard, suspiré:
–Qué lástima que no soy un hombre honrado...
Así fue la historia de su detención que me contó una noche de invierno Arsène Lupin. La sucesión de incidentes que pondré por escrito algún día había anudado entre nosotros lazos... ¿de amistad? Sí. Me atrevo a creer que Arsène Lupin me honró con su amistad y que por eso a veces me visita de improviso y llena el silencio de mi gabinete de trabajo con su alegría juvenil, el resplandor de su vida apasionada, el buen humor de un hombre a quien el destino no le ha dado más que favores y sonrisas.
¿Su retrato? ¿Cómo podría trazarlo? Conozco a Arsène Lupin desde hace veinte años, y veinte veces se me ha presentado un ser diferente... o, más bien, el mismo ser cuyos veinte reflejos me proyectaron otras tantas imágenes deformadas, cada una con ojos diferentes y una figura peculiar, aunque siempre con sus propios gestos, su silueta y su personalidad.
–Yo mismo –me dijo alguna vez– no sé bien quién soy. Frente al espejo, ya no me reconozco.
Un desplante, sin duda, y una paradoja. Pero también una verdad para quienes se topan con él y desconocen sus recursos infinitos, su paciencia, su arte para el maquillaje, su prodigiosa facultad de transformar hasta las proporciones de su rostro y de alterar incluso la relación entre sus rasgos.
–¿Por qué debería tener una apariencia definida? ¿Por qué no evitar el peligro de una personalidad siempre idéntica? Mis actos me retratan suficientemente –y aclara con una nota de orgullo–: cuánto mejor si nadie puede decir nunca con certeza este es Arsène Lupin. Lo esencial es que se diga, sin temor a equivocarse: esto lo hizo Arsène Lupin.
Intento reconstruir algunos de sus hechos y de sus aventuras a partir de las confidencias que tuvo la gentileza de hacerme, durante varias noches de invierno, en el silencio de mi gabinete de trabajo...
2
Arsène Lupin
en prisión
No hay turista digno de ese nombre que no conozca las orillas del Sena y al que no le haya llamado la atención, al ir de las ruinas de la abadía de Jumièges a las de la abadía de Saint-Wandrille, el pequeño y extraño castillo feudal de Malaquis, levantado con tanta audacia sobre la roca que ocupa la mitad del río. Un puente en arco lo conecta con el camino en tierra firme. La base de sus torrecillas sombrías se confunde con el granito que lo sostiene, un bloque enorme desprendido de quién sabe qué montaña y arrojado ahí por obra de alguna tremenda sacudida. A su alrededor, el agua tranquila del gran río juega entre los juncos y las lavanderas revolotean sobre la superficie mojada de los guijarros.