Ya esta mera relación de hechos, sucesos e ingredientes muestra claramente que esta época fue todo lo contrario de un siglo «armónico». Y quedan pocos motivos para una actitud de «añoranza» de esta época, aun prescindiendo de que tales añoranzas son de todas formas absurdas.
No obstante, tal vez se puede decir, si consideramos la historia del pensamiento, que es en este siglo XIII, en toda esta polifonía, cuando se consiguió por un corto espacio de tiempo algo así como un acorde y una «perfección clásica» que duró de tres a cuatro décadas. Gilson habla de una especie de «serenidad»[8]. Y este momento, aun cuando naturalmente sea algo pasado y en modo alguno pueda otra vez revivir, parece pervivir con razón en el recuerdo de la Cristiandad occidental como algo paradigmático y modélico, como una especie de idea madre, como una norma que, por supuesto bajo condiciones cambiantes y por tanto de una nueva forma, «de verdad» debería lograrse como acontecimiento feliz.
Pues bien, en este corto momento histórico se halla la obra de Tomás de Aquino. Quizás pueda decirse que su obra encarna este momento. De todas formas es efectivamente en este sentido en el que, casi a lo largo de siete siglos, se ha entendido y valorado la tarea de Santo Tomás, aun cuando ciertamente no de un modo unánime. Lutero llama a Santo Tomás «el mayor parlanchín» de los teólogos escolásticos[9]. Pero la voz del asenso y de la veneración nunca ha enmudecido. Y también, dejando aparte su obra escrita, su destino personal y su biografía reúnen casi todos los elementos de aquel siglo tan lleno de contradicciones en una especie de síntesis «existencial». De todo esto habrá que hablar extensamente y en detalle.
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Vayan de entrada un par de observaciones sobre bibliografía.
La mejor y primera introducción al espíritu de Santo Tomás nos sigue pareciendo aún el pequeño libro de Chesterton Tomás de Aquino, que últimamente ha vuelto a aparecer en traducción alemana[10]. Por supuesto que no se trata de un libro propiamente científico; antes bien se podría calificar de periodístico, por lo que le cito aquí con algún titubeo. Maisie Ward[11], la copropietaria de la editorial americana que publicó el libro, dice en su biografía de Chesterton que ella misma se había sentido cohibida ante su publicación. Pero Gilson dijo tras su lectura: «Chesterton desconcierta. A lo largo de toda mi vida he estudiado a Tomás y nunca hubiese podido escribir un libro semejante». Es evidente que esta afirmación no tendría que tomarse como una aprobación ilimitada. Por ello Maisie Ward nos informa más adelante que había pedido de nuevo a Gilson un juicio sobre el libro de Chesterton, a lo que aquél había contestado: «Lo tengo por el mejor libro sin comparación que jamás se haya escrito sobre Santo Tomás... Indudablemente todo el mundo tiene que reconocer que es un libro “inteligente”; pero los pocos lectores que durante veinte o treinta años hayan estudiado a Tomás de Aquino y tal vez incluso hayan publicado dos o tres volúmenes sobre él, no pueden menos de notar que el llamado ingenio de Chesterton ha eclipsado su erudición... Él ha hecho todo lo que ellos más o menos torpemente buscaban expresar en formulaciones académicas». Esto es lo que dice Gilson. Consideramos este elogio algo exagerado; pero de todas formas no hay que esforzarse demasiado en recomendar aquí un libro «no científico».
Naturalmente que no basta Chesterton, ni siquiera como introducción. Por eso citamos también, como una introducción más erudita, la obra de Martín Grabmann Thomas von Aquin. Persönlichkeit und Gedankenwelt, aparecida desde 1912 en numerosas ediciones[12]. Grabmann —muerto en Munich en 1949— es el maestro conocido y reconocido en todo el mundo de la investigación de la Escolástica; su libro tiene aquel peso específico que sólo se alcanza cuando un investigador, que conoce la materia hasta sus últimos detalles a través de las fuentes y en gran parte las ha trabajado él mismo y las ha hecho accesibles por primera vez, escribe un resumen para el no erudito. Esto hay que decirlo expresamente, ya que Grabmann oculta su erudición tras una exposición muy sencilla.
De los últimos años hay que citar ante todo la grandiosa, al mismo tiempo profunda y brillante, Introduction à l’étude de St. Thomas d’Aquin de Marie-Dominique Chenu[13]. Chenu estructura su libro en dos partes, de las cuales la primera trata de «la obra» y la segunda de «las obras». Estimamos que se puede decir que, por el momento, no hay ninguna introducción a Santo Tomás —al mismo tiempo histórica y sistemática— mejor.
Por último, como una exposición total de la filosofía de Santo Tomás —igualmente histórico-sistemática— más amplia y exigente hay que nombrar la obra de Etienne Gilson, Le Thomisme. Introduction à la Philosophie de St. Thomas, últimamente aparecida en una revisión en inglés bajo el título The Christian Philosophy of St. Thomas Aquinas[14].
Los dos libros últimamente citados de Chenu y Gilson tienen una característica común que aparece a primera vista. Ambos autores son franceses (Chenu es dominico; Gilson un laico, originariamente profesor en el Collège de France), pero los dos han enseñado muchos años en el «Nuevo Mundo», en Canadá. Este hecho de que ambos libros hayan aparecido en la atmósfera peculiar de este joven continente, nos parece que es algo más que un dato externo. Creemos que en su lectura continuamente se puede percibir algo del viento fresco de Norteamérica, con lo que queremos indicar algo bastante preciso, es decir, una cierta objetividad marcadamente imparcial, que, más allá de toda erudición meramente histórica, radica en que se plantea la pregunta sobre la verdad de las cosas y se responde conforme a lo auténticamente decisivo.
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También de entrada, dirijamos una rápida mirada a los hechos biográficos.
Tomás nació alrededor de 1225 en el castillo de Roccasecca, cerca de Aquino, una pequeña ciudad entre Roma y Nápoles. ¿Es, por tanto, «latino», italiano del sur? Sí y no. Ya esta dificultad es importante. Por una parte habría que responder que «sí»: Tomás es italiano; sabemos que más tarde predicó en su lengua materna, en el lenguaje del pueblo de Nápoles. Y uno de sus hermanos, Reinaldo, alcanzó fama como poeta[15], como autor principalmente de poesías amorosas en lengua popular, que por entonces —dos generaciones antes de la Divina Comedia, de Dante— empezaba a convertirse en lengua culta. También la dinámica interna de los articuli latinos de Santo Tomás tiene que considerarse a la manera y ritmo de la lengua italiana meridional: rápida y muy enérgica. No obstante, hay que recordar que Tomás es de sangre germana tanto por lado paterno como materno; la familia materna es normanda; la paterna es o lombarda o asimismo normanda. Y el ambiente social del que Tomás procede y en el que crece está impregnado por el sello de los emperadores suabios de los Hohenstaufen. Su padre y su hermano pertenecen a la aristocracia cortesana de Federico de Hohenstaufen. Todo ello significa que Tomás no procede del antiguo suelo imperial romano, sino que viene de las nuevas estirpes que, primero como fuerzas bárbaras invasoras, después como «ocupación» y finalmente como inteligentes discípulos y herederos históricos, inundaron y ocuparon el Imperium Romanum. Los tiempos de Boecio, que intenta entregar a las nuevas fuerzas históricas la herencia de la Antigüedad greco-romana mediante la traducción y el comentario, hace tiempo que han pasado. Los discípulos han llegado a la mayoría de edad.
El niño Tomás, que es el más joven de sus hermanos, es enviado a la escuela, y a los cinco años de edad, a la cercana Abadía de Montecasino. Escasamente diez años después —según se encuentra en más de una exposición biográfica— «se traslada» a Nápoles. Tras un estudio más detallado se ve que no se trata de un simple cambio de residencia, sino de una huida. Como tampoco sería exacto si se dijese de los intelectuales emigrados de la Alemania nacionalsocialista que un día «marcharon» a América. Y la huida del joven Tomás tiene igualmente que ver con la historia política universal, es decir, con la lucha entre el Emperador y el Papa. Montecasino no era meramente una abadía benedictina, sino también el castillo fronterizo entre las posesiones imperiales y pontificias. Por cierto que el monasterio que había fundado Benito en el 529 —en el año de la disolución de la Academia platónica en Atenas— ya había sido destruido entonces dos veces, una por los longobardos y otra por los sarracenos; incluso había permanecido desierto