Por eso, los chicos se encuentran solos, al tener que afrontar este paso tan delicado: viven la salida de la omnipotente belleza del niño y el ingreso en el imperfecto cuerpo adolescente como una profunda injusticia, una supresión, un error del que hacen inconscientemente responsable al adulto, al que culpan de haber permitido la ilusión y de no estar en condiciones de mantenerla. Le hacen culpable, además, de un desencanto que les impide contener su ansiedad ante el cambio.
Así, también en situaciones en las que el cuerpo del niño ha sido amado, asistimos a una proliferación del malestar con la identidad corporal: el primero de todos es el trastorno alimentario en sus diversas formas, que actualmente ataca a mujeres y varones de cualquier edad. También se multiplican las formas de intervención sobre el cuerpo (piercing, tatuajes, intervenciones quirúrgicas) que se presentan como intentos de tener un control activo allí donde, a causa del crecimiento, el control parece completamente inalcanzable.
Es cierto que el adulto no puede hacer indoloro este paso delicado. Pero sí podría dar testimonio de que se trata de un paso bueno, de una crisis positiva: es el primer paso para llegar a ser realmente uno mismo, precisamente a partir de un cuerpo que, sin duda, es perfectible, pero también personal, y bello en su belleza. Un cuerpo que, tal vez, hay que valorar con sus características, más que homogeneizarlo con un modelo abstracto de perfección. En cualquier caso, es un cuerpo que eres tú, que siempre será agradable si eres capaz de desarrollar la inteligencia y la personalidad.
Esta incapacidad para aprender a aceptar el cuerpo real puede incluir como defensa un peligroso desapego en el plano de la identidad: mi cuerpo y yo ya no somos lo mismo. El cuerpo se convierte, así, en un objeto que poseo como si fuera un vestido. Un objeto que manipular y usar, que se puede personalizar igual que se personaliza la moto o el bolso; un objeto del que servirse cuando se puedan obtener ventajas con ello; un objeto que me sirve para recibir atención y seguridad sobre mi valor, en continuidad con la percepción infantil de que el cuerpo tan amado y acariciado en la infancia es la única fuente auténtica de satisfacción y de placer.
Desgraciadamente, hoy es frecuente que los chicos, y también muchos adultos, no “sean” su propio cuerpo, sino que “tengan” o “posean” el cuerpo. Parece que el alma se retira, como en el caso de Chiara, a lugares secretos, lejanos, difíciles de alcanzar, donde se encuentra cada vez más sola.
Para la psicología también es conocido que el paso puberal marca el acceso a una percepción diferente de la realidad en su conjunto. A la cabeza de esta se encuentra el tema imprescindible de la muerte. Está fuertemente vinculado al cambio en el sentido del tiempo: salgo del tiempo indefinido y dilatado de la infancia, para entrar en un tiempo personal, definido, que va a conducirme inexorablemente hacia mi muerte. Esto explica la profunda atracción de los adolescentes hacia la muerte, tan profunda cuanto más la quieran negar o esconder los adultos, y a veces capaz de llegar a la exasperación. Se puede observar que, cuanta menor capacidad hay en los adultos para llevar a la reflexión colectiva el tema de la finitud y la muerte, con todo su escándalo, más adolescentes tratan de desvelar su secreto, escenificando lo inimaginable. Son muy numerosos los comportamientos de desafío a la muerte entre los adolescentes —a veces conscientemente, pero con mayor frecuencia inconscientemente—, desde el uso indiscriminado de drogas y alcohol a los deportes extremos, desde el sexo peligroso a las matanzas del sábado por la noche. Al contrario de lo que pensamos, advertirles de los peligros que corren es, por lo general, totalmente inútil, porque el peligro de rozar la muerte es muchas veces lo que motiva su comportamiento de riesgo.
Solo los adultos que se enfrentan con la conciencia de la muerte pueden ayudar a los jóvenes a crecer, aceptando la vida en su realidad.
¿Dónde se esconden, hoy, estos adultos? ¿Cómo se les reconoce, detrás de los cuerpos rejuvenecidos o vigorizados artificialmente mediante hormonas? Hemos de tener el valor de envejecer, para prepararnos a tener el valor de morir y transmitir a nuestros hijos el valor de vivir. Paradójicamente, solo esta habilidad, difícil pero no imposible, nos mantiene jóvenes hasta la muerte, porque logra que seamos personas auténticas y no simplemente imágenes muy parecidas unas a otras.
Dada la centralidad del cuerpo en las relaciones entre los sexos, lo que hemos dicho hasta ahora no puede dejar de tener repercusiones profundas también a este nivel. Existe el riesgo de que la relación entre los cuerpos deje de ser relación entre dos personas. Se convierte entonces en relación entre dos formas, frágiles ambas, y ambas en la tensión de mostrar lo que consideran mejor de sí, con la esperanza de buscar al otro. Existe el riesgo de que el sexo no sea una buena intimidad (que acoge la verdad del otro), sino un intercambio de prestaciones, en el que esperamos recibir y tal vez dar placer, pero bajo la agotadora tensión de quedar bien. Como hemos dicho, corremos el riesgo de que ninguno de nosotros permita al otro el acceso al lugar secreto de la propia intimidad.
Este tipo de acercamiento, que no se busca conscientemente pero que está muy difundido, ha empobrecido la auténtica naturaleza del intercambio entre el hombre y la mujer, también sexual. Desgraciadamente, amenaza con convertirse en la única modalidad al alcance de las nuevas generaciones.
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