Pero, para que esto pueda suceder, en primer lugar, es necesario tener un horizonte temporal. O, quizá mejor, un horizonte de eternidad. Es necesario aprender a moverse en la dimensión del romance y no en esa otra dimensión, actualmente más común, del relato breve. Solo en su dimensión más amplia es posible ver cómo se despliega poco a poco la trama compleja que permite la entrada en escena de nuevas generaciones, y también seguir el desarrollo de eventos que descubren su verdadero significado si tenemos el valor de no abandonar el escenario antes de tiempo...
Cuando nos enamoramos, todos tenemos la experiencia de que el amor pide un horizonte de eternidad. Un signo sencillo y evidente de ello son todas las poesías de amor y todas las canciones, que son una forma actual de poesía. Hoy como ayer nos acompañan, sin cambios sustanciales, a pesar del tiempo. Hoy, igual que ayer, las canciones y las poesías hablan del deseo de un amor capaz de desafiar al tiempo, que nos haga sentirnos acogidos por lo que somos, que vaya más allá de las apariencias; hablan del profundo dolor de quien se ve abandonado, de la aspiración profunda del corazón al confiarse plenamente al otro.
¿Por qué, entonces, se ha vuelto tan difícil moverse en el surco de este deseo? ¿Por qué los matrimonios no duran, y se rompen con tanta facilidad? Es más: ¿Por qué nos estamos dirigiendo hacia un mundo en el que las personas renuncian incluso a casarse y prefieren limitarse a hacer inversiones modestas en pequeñas historias, en las que cada uno estará muy pendiente de no entregarse demasiado al otro, para no acabar herido?
El matrimonio parece haber perdido su significado fuerte de promesa y de novedad. La mayoría de la gente lo considera una realidad superada, inútil, cuando no falsa y perjudicial para el amor entre dos personas. Se considera que, solo en muy pocos casos y especialmente afortunados, es posible seguir amándose toda la vida y que, después de unos cuantos años, lo más probable es que sigan juntos “solo por los hijos” o “por costumbre”, mientras se cultiva una extrañeza progresiva en la cual ambos buscan en otro lugar la verdadera respuesta a sus deseos. Desde esta lógica parece que las personas más honestas son aquellas que no hacen grandes promesas de amor eterno, o aquellas que, si han sido tan temerarias como para casarse, tienen después la “valentía de separarse” en cuanto el sentimiento se debilita o se apaga.
Este libro nace del deseo de ofrecer algunos puntos de reflexión para volver a entender el sentido convincente de aquella “relación para siempre” que tendría que ser el matrimonio, y que por desgracia se ha perdido: creo que no hay aventura humana más profunda, enriquecedora y apasionante que la que puede desarrollarse en la vida de dos personas que deciden seriamente unirse hasta la muerte. Ciertamente, no se trata de una aventura fácil ni siempre agradable, porque como todas las grandes aventuras incluye insidias, momentos de desorientación, dolor, incertidumbre. En todo caso, se trata de una gran aventura, o por lo menos contiene todas las características para poder serlo si volvemos a interpretarla en su significado originario, saliendo de la banalidad complaciente en la que se ha ido deslizando la relación hombre-mujer.
En el matrimonio religioso del pasado se pronunciaba la fórmula «hasta que la muerte os separe». Actualmente la fórmula ha cambiado y los esposos se prometen de forma más simple «amarse y respetarse para toda la vida». Me parece una pena la desaparición de aquella referencia tan explícita a la muerte, porque estoy profundamente de acuerdo con Georges Bataille cuando afirma que «la vida necesita mantenerse a la altura de la muerte. La suerte de un gran número de vidas privadas es la mezquindad. Pero una comunidad no puede durar si no es al nivel de intensidad de la muerte. Se descompone desde el momento en que desatiende la grandeza particular del peligro»[1].
Nuestro verdadero riesgo, hoy en día, es permitir que se marchite por completo el sentido de la profundidad de las cosas, dando primacía a la cantidad de experiencias, en detrimento de su intensidad. Esta falta de consistencia de la experiencia hace que hoy en día todo sea más difícil y frágil.
Nos faltan la imaginación, la paciencia, y el valor: sobre todo, nos falta el valor necesario para esperar, para mantener la fe en las promesas, para buscar nuevas vías, cuando las más conocidas se revelan como equivocadas. Nos falta esa referencia a la muerte como horizonte ineludible de la vida, que nos permite situar cada cosa en su justo orden y disfrutar al máximo y en toda su belleza de cada momento de la vida.
Dice Fabrice Hadjadj: «El amor puede hacerse verdadero a este precio: cuando se asegura de que acompañará a la tumba el cuerpo muerto de quien tanto nos atrajo cuando estaba vivo». ¿Pero quién puede, hoy en día, defender una idea como esta? La vulnerabilidad de las cosas y de las personas es parte integrante de su precioso carácter, y tendría que empujarnos a tratar de multiplicar nuestra capacidad de amarlas y de cuidar de ellas. El miedo, en cambio, nos empuja a apartar la mirada lejos de lo que es frágil, a esconder lo que en nosotros es imperfecto, y a evitarlo cuando el otro está presente.
La relación de intimidad entre un hombre y una mujer pone al desnudo su vulnerabilidad recíproca y por eso, sobre todo hoy en día, supone un gran desafío que pocos están dispuestos a acoger.
Desde hace bastantes años, me dedico a escuchar y acompañar a parejas en crisis. Cuando hablan conmigo, muchas veces las personas atraviesan una profunda desconfianza recíproca. Acudir al especialista se les presenta como el último recurso antes de una separación, a lo mejor ya prevista, cuando no ya decidida por uno de los dos.
La posición del psicoterapeuta no es sencilla: tiene que salir de la acostumbrada alianza con uno de los dos que sufren, para establecer una alianza con su relación. Es necesario reinterpretar, tras las ruinas de la casa común, lo que era el proyecto originario, dar un sentido a las incomprensiones recíprocas, activar en cada uno los recuerdos que todavía están presentes y disponerles a emprender un nuevo proyecto realista, en el que a ambos merezca seguir invirtiendo. Además, es necesario poner de manifiesto de modo tangible que la familia que han construido es una criatura viviente con su propia identidad, sobre todo cuando hay hijos. El desafío es alto y no siempre tiene éxito; pero cuando, implicándose a fondo, son capaces de hacer que la relación vuelva a empezar, es frecuente que ese nuevo trato entre ambos sea más valioso y sólido que antes. Perdonarse mutuamente es arduo y muy doloroso, pero puede valer la pena hacer la experiencia.
Hablar del matrimonio hoy exige, en primer lugar, un trabajo de “limpieza”: se parece a tener que liberar un objeto precioso de las incrustaciones del tiempo, o a redescubrir un fresco antiguo bajo estratos de pintura acumulados durante siglos: solo entonces el fresco originario vuelve a aparecer en toda su sencillez y belleza, como el autor lo había pensado.
Pasa lo mismo con el matrimonio. Su naturaleza más profunda y originaria es la de una alianza íntima y fuerte entre el hombre y la mujer, que desafía su diversidad y les hace capaces, juntos, de crear y de hacer que crezca la vida. Sin embargo, con el paso del tiempo este designio se ha desvaído y se ha vuelto confuso, y han prevalecido los aspectos que reducen el matrimonio solo —o sobre todo— a un contrato social, y acaban transformando la pareja y la familia en lugares de abuso mutuo.
Como sucede con cualquier realidad que se pone en discusión, los oponentes tienen buenas razones. ¿De qué matrimonio estamos hablando? Quizá vale la pena limitar el uso de esta palabra tan comprometedora y hermosa a quienes quieren penetrar en sus secretos, y acepten el desafío de un encuentro con el otro.
“Matrimonio” es, en muchos casos, una palabra de significado marchito, al igual que muchas otras palabras que constituían la trama de una cultura compartida. A nuestra vida diaria se ha ido añadiendo una dificultad nunca vista: la pérdida de capacidad para entenderse mediante códigos comunes a todos, que no hace falta explicitar.
De vez en cuando, al final de una conversación larga y trabajosa con padres o con una pareja, percibo un cansancio muy especial, que se suma al que suele sentir quien busca comprender los procesos de la mente. Es un cansancio similar al de quien se esfuerza por hablar con quien no conoce su idioma: exige comprobar continuamente que nos hemos entendido, también en lo que consideramos obvio. Cuando el tema es la familia, las relaciones de pareja, el matrimonio, la educación, frecuentemente somos incapaces de entendernos porque partimos de presupuestos no