¡Espíritu y materia! Es la gran fórmula, la razón última de todo lo que corresponde a la vida de DIOS, de DIOS, que crea sin cesar, porque sin cesar concibe, ejecuta, de DIOS, que es la soberana concepción, la soberana ejecución.
En el total equilibrio, en la perfecta armonía de estos dos principios, tan necesarios, tan coexistentes de toda eternidad, es donde debemos buscar, debemos situar la ley futura de nuestra felicidad, de nuestro porvenir de liberación y de satisfacción; y por ello hoy sentimos, reclamamos la restitución de la carne azotada, torturada durante tantos siglos bajo la ley cristiana que consagraba la predominancia injusta de uno de los principios por sobre el otro.
Y ha llegado el momento en que la carne debe ser reivindicada, en que la materia será una igual del espíritu, y no esclava suya, en que ya no más un principio se desarrollará en detrimento del otro, sino que cada uno realizará su acción con toda su fuerza, con toda su energía, con toda su santidad, ¡¡y así la vida retomará su curso uniforme, majestuoso, y completará, por todas las vías, su obra fecunda!! Y solo entonces, por fin, el hombre será la imagen de DIOS.
Estas consideraciones abstractas eran indispensables para la comprensión de lo que me queda por decir. Llego finalmente a la solución del gran problema que nos ocupa:
Del amor, de la unión de los sexos, debe en definitiva resultar, como de cualquier otra causa, una creación necesaria; en él, como en todas partes, los dos principios, espíritu y materia, deben desarrollar su acción simultánea; en él también siempre debe haber reivindicación. Nótese bien que no me quejo de que, hasta ahora, esa necesidad de realización no haya sido sentida, comprendida o satisfecha: por el contrario, incluso bajo el más absoluto imperio de la ley cristiana, los hombres más espiritualistas tomaron ampliamente las sendas de reproducción y de vida; en todo momento, hemos realizado, realizado mucho, y en esa cuestión nunca la humanidad ha temido que su desarrollo se detuviera. En cuanto a mí, solo querría que tuviéramos la franqueza de reconocer, de proclamar en alta voz esta necesidad, ¡sin bajar párpados mentirosos, sin sonrojarnos por un pudor místico que no comprendo!
Seamos algo consecuentes con nosotras mismas, con nosotras que proclamamos la reivindicación de la materia, la santificación de la carne, y tengamos en cuenta el principio material, demos satisfacción a la carne.
Repito: en el futuro, la unión de los sexos deberá ser el resultado de las más amplias simpatías, mejor estudiadas desde todos los puntos de vista posibles; y entonces, reconoceremos la existencia de las relaciones íntimas, secretas y misteriosas de dos almas; entonces, a la vez, tendremos conciencia de una perfecta unidad de sentimientos, pensamientos, deseo. Todo ello bien podría llegar a chocar contra una última prueba decisiva, pero necesaria, indispensable.
¡¡¡LA PRUEBA de la MATERIA por la MATERIA; la CARNE puesta a PRUEBA por la CARNE!!!
* * *
He pronunciado, por fin, la gran palabra ante la cual tantos audaces innovadores se han detenido, temerosos de los clamores, del tumulto y de las odiosas imputaciones que el eco de su palabra intrépida e incisiva alzaría en torno a ellos.
Y también yo, débil mujer, inquieta y alarmada, he tenido que permanecer largo tiempo en suspenso, y mientras la tormenta se disponía a hacer rodar mi nombre de mujer por las agitaciones de la corriente popular, permanecer preparada para perder definitivamente, en la tormenta de ese dar a publicidad, el reposo de mi vida solitaria e ignorada, y la necesidad de decir lo que he comprendido tanto como el deber de plasmar la obra que, según yo sentía, tenía la misión de llevar a término.
Mi decisión está tomada: hablo. Sin dudas, no me faltarán fuerzas para sostener mi palabra.
Ahora vendrán las calumnias, con su cortejo de burlas mordaces, palabras amargas, insinuaciones pérfidas. Estoy preparada. ¡Mi vida, por completo amurallada, no transcurre bajo la luz sombría, voluptuosamente misteriosa, de los cortinados de seda de un tocador! Mi puerta siempre se abre al visitante, sin importar a qué hora llame a ella.
Puede venir el anatema, la persecución; repito: estoy preparada.
¿Acaso el que opera, dejándose vencer por los llantos, las lágrimas, las injurias de un enfermo, aleja de este el hierro que penetra la carne, el fuego que la cauteriza?
Y considero que estaba bien, que era buena cosa; que era cristiana, espiritualista en sus actos, aquella que se atreviera a abogar por la causa del amor material.
He hablado de la necesidad de una prueba plenamente física de la carne por obra de la carne.
Esto, porque muy a menudo, en el umbral de la alcoba, una llama devoradora termina por apagarse. Muy a menudo, en más de una gran pasión, las sábanas perfumadas del lecho se han convertido en mortaja fúnebre; acaso lea estas líneas más de una que, palpitante de deseos y de emociones, por la noche, habrá entrado en el tálamo del himeneo, para luego levantarse fría y gélida por la mañana.
Soy YO la que habla. He podido descansar voluntariamente solo durante una hora en los brazos de un hombre, y esa hora erigió una barrera de saciedad entre él y yo; esa hora, la única posible para él, fue suficientemente larga para volver a colocarlo, respecto de mí, en la multitud monótona de los indiferentes; él volvió a ser para mí una de esas unidades que no dejan más rastro en nuestra vida que un recuerdo común, frío y banal, sin valor, sin placer, sin lamentos.
Y aquí ya no pretendo hablar de las decepciones que pueden resultar del extraño y enorme sacrificio, por cuyo riesgo, bajo el cielo ardiente de Italia, más de un niño puede a edad temprana correr la suerte de convertirse en un célebre maestro; antes bien, hablaré de las que hallan sus causas en las desproporcionadas liberalidades de una naturaleza cruel, burlonamente pródiga. No hago alusiones. Mil causas diversas pueden dar el mismo resultado.
[…]
Ahora bien, admitida la necesidad de poner a prueba la carne, ¿qué sucede con la ley de proclamación pública? ¿Habría que incluir entonces, en la confidencia de esas pruebas más o menos prolongadas, si llegan o no a un resultado? No lo creo. Pero, entonces, ¿en qué punto exacto deberá concluir el misterio? ¿Quién fijará la hora exacta de la puesta en público?… En esta cuestión, estamos forzosamente obligados a someternos al libre arbitrio de los interesados; debemos conceder la mayor amplitud a cada individualidad, de modo que aquellos puedan permanecer en el misterio, si así lo desean. Si así no fuera, ya no sé qué debemos entender por libertad, por satisfacción dada a cada carácter, porque cada carácter es bueno…
¿Dónde culmina el período de prueba? ¿Dónde comienza la etapa del matrimonio? Allí radica toda la cuestión. O, antes bien, el matrimonio es apenas una seguidilla continua y prolongada de pruebas, que tarde o temprano debe llevar –al menos en el caso de las naturalezas móviles, inconstantes– a un enfriamiento, a una separación.
[…]
Dicen ustedes que hay hombres constantes, estables, y otros que, en cambio, son móviles, inconstantes. Señálenme, entonces, ¿cuál es el punto de separación entre la constancia y la inconstancia, entre la estabilidad y la inmovilidad, dónde finaliza una y dónde comienza la otra? En verdad, mis ojos débiles y miopes no podrían hacer esta distinción.
¡Proclaman ustedes dos naturalezas! Y bien, mañana, dependiendo de que el mayor número confiese ser de una o de otra, darán mayor importancia a una sobre la otra; tal vez involuntariamente harán predominar a una sobre otra, proclamarán que una es mejor que la otra; y pronto tendremos una naturaleza mala y una naturaleza buena, un pecado original; y pronto recaeremos en un paraíso y un infierno; pondrán una aureola de santo en la frente de una; y sumirán la otra en las llamas vengadoras de los condenados; ustedes serán de Dios; yo, del demonio.
[…]
Que las mujeres que me lean dejen de lado cualquier