Chaplin insistió enfáticamente en que el barbero de El gran dictador no era Charlot (si bien el personaje de 1940 mantuvo el bigote, el sombrero y la apariencia en general de este). Quizás el hecho —tan relevante para nuestro estudio— de que el protagonista de El gran dictador hablara, cosa que nunca llegó a hacer Charlot (pues en Tiempos modernos solamente canturreaba), resultase determinante para Chaplin en este sentido. En cualquier caso, el humilde judío que en El gran dictador padece los abusos del fascismo toma la palabra en la película, quizás de un modo parecido a como lo hace David (nombre falso) en la pequeña historia que se acaba de exponer. Lo que Twitter le permite a este último es, desde esta perspectiva, comparable a lo que consigue el barbero cuando deviene doble del dictador Hynkel: una tribuna pública desde la cual expresar sus opiniones.
La cuestión que más interesa aquí —y que podría pasar tan desapercibida como la aparición, tras los respectivos discursos del barbero y el del tirano, de unos aplausos tal vez demasiado parecidos entre sí— es la forma en la que tanto el barbero de la película como David (nombre falso) en el relato llegan a alcanzar esa posición, esa potestad enunciadora. En ambos casos es el puro azar lo que les ubica ante una audiencia masiva. Los dos personajes se yerguen como defensores, y acaso representantes, de causas que pueden ser loables… Pero no han sido elegidos (desde luego, no democráticamente) por ese público que los aclama, ni está claro qué representan exactamente (¿intereses generales, o más bien particulares?), y este es un hecho que puede pasar desapercibido no solamente en el relato de Pérez Ledo, sino también en El gran dictador.
La vocación masiva de la radio, que normalmente se predica pensando en los pasivos oyentes de este medio, podría ahora contemplarse desde el otro lado de la membrana del micrófono. Los personajes y situaciones que se acaban de analizar ponen de manifiesto cómo es, también, una suerte de individuo-masa (anónimo e irresponsable en un sentido literal: no responde ante nadie de sus actos) quien puede ocupar esa posición de autoridad que confiere, precisamente, el manejo de la membrana. Esta, al concentrar, amplificar y multiplicar aquello que recibe, y proyectarlo hacia el inmenso y mostrenco espacio radiofónico, realiza —de manera invisible y sutil— una función cuyos efectos no son solamente éticos y políticos, sino también ontológicos: transforma lo particular en general.
WALTER RUTTMANN: HACIA WOCHENENDE
El filósofo de ascendencia marxista Herbert Marcuse ubicó, ya desde la publicación en 1964 de El hombre unidimensional, las raíces del problema que se acaba de plantear:
[…] nuestros medios de comunicación de masas tienen pocas dificultades para vender los intereses particulares como si fueran los de todos los hombres sensibles. Las necesidades políticas de la sociedad se convierten en necesidades y aspiraciones individuales, su satisfacción promueve los negocios y el bienestar general, y la totalidad parece tener el aspecto mismo de la Razón.
Sería fácil describir como un engaño esta capacidad de medios como la radio para magnificar aquellos intereses particulares que se transmiten a su través, creando la ilusión de que podrían ser generales —esto es, que pueden afectar a todos los miembros de la comunidad—. Aquí se manifiesta otra característica fundamental del espacio radiofónico, que antes solo ha podido ser mencionada de pasada: su carácter multiplicador. «Ahora mismo, mi voz llega a millones de seres en todo el mundo», afirmaba Chaplin en su discurso final. La relación entre las dos membranas extremas que configuran los límites principales del espacio radiofónico no está equilibrada. En el esquema básico de la topología radiofónica, a un micrófono le corresponden varios altavoces, y es precisamente esta desproporción lo que provoca ese efecto multiplicador en la recepción de sus contenidos, y en definitiva lo que configura la radio como el primer medio de comunicación de masas… O, más bien, como lúcidamente corregía y propugnaba el pensador y filólogo Agustín García Calvo, como un medio de formación de masas.
Aquí ese carácter multiplicador que atribuimos al espacio radiofónico se combina con lo que denominaremos el efecto magnificador del micrófono. Más allá de cualquier comparación evidente entre este instrumento de captación sonora y una lupa o un microscopio, también debe reconocerse —dentro de la perspectiva sobre la escucha radiofónica que estamos trazando— la capacidad del micrófono para agrandar, en un plano conceptual, aquellas señales que su membrana recibe. Una primera y evidente plasmación de esta capacidad magnificadora del micrófono se manifiesta, retomando las palabras literales de Marcuse, cuando esta lupa sonora contribuye a presentar «los intereses particulares como si fueran los de todos los hombres sensibles».
Al efecto magnificador del micrófono se contrapone el efecto concentrador del tímpano. Conforme al primero, como se acaba de expresar, las ideas volcadas a través del transductor se amplifican también metafóricamente, es decir, se hacen más abstractas y genéricas. El efecto concentrador del tímpano, por su parte, implica que las señales procedentes del espacio radiofónico se percibirán como un mensaje concreta y específicamente destinado a su receptor —esto es, el titular de ese tímpano vibrante—. Este efecto resulta fundamental para comprender el fenómeno, más amplio, de la intimidad radiofónica (que se analizará unas páginas más adelante). La idea de proximidad, de cercanía emocional que propicia en el oyente la escucha radiofónica obedece a ese efecto concentrador del tímpano, como si este medio enfatizara los sesgos cognitivos vinculados al narcisismo. En contraste, el micrófono consigue desparticularizar las señales que recibe: aunque estas estuviesen dirigidas a (o pensadas para) un receptor específico, la agnóstica membrana microfónica consigue abstraerlas, desproveerlas de todas sus circunstancias y particularidades, transformándolas en errantes electrones a la espera de que un tímpano las haga suyas.
Los multitudinarios discursos fascistas que inspiraron la parodia de Chaplin, al igual que la propia ideología que los sustenta, se basan en los dos efectos que se acaban de describir. Cada uno de los radioyentes que escuchaba esas arengas percibía que aquellos mensajes estaban destinados, específicamente, a él o ella, que tenían que ver —muy directamente— con su vida, con sus circunstancias particulares: a eso denominamos efecto concentrador del tímpano. Pero, al otro lado del espacio radiofónico, las emisiones captadas por el micrófono, esas vibraciones que en última instancia tienen su origen en alguien o algo preciso y concreto al atravesar la membrana transductora se generalizan, devienen indeterminadas.
En ese cruce imposible entre lo extremadamente individualizado y la abstracción informe, entre el rostro preciso y la borrosa mancha, está la masa. Los regímenes totalitarios del siglo XX, con los fascismos a la cabeza, supieron ubicarse en ese emplazamiento a la vez político y psicológico. Un lugar tan limítrofe y difícil de aprehender como el espacio radiofónico, cuyo gran potencial esos regímenes supieron detectar y aprovechar, otorgándole una fisonomía que aún nos acompaña.
La difusión generalizada de los medios de comunicación en amplios sectores sociales (fenómeno característico de las primeras décadas del pasado siglo) no puede desligarse del surgimiento de la sociedad de masas. El inaudito crecimiento demográfico en las ciudades occidentales iniciado con la Revolución Industrial ya había transformado la escala y la apariencia de los núcleos urbanos. A partir de ese momento, estas metrópolis serán progresivamente habitadas por un nuevo tipo de individuo, cada día más distinto del que desarrolla su vida en un ambiente rural. Seres anónimos, no necesariamente vinculados a una familia, a un oficio o a un lugar que los identifique y defina ante sus nuevos vecinos, y que en última instancia determine sus posibilidades vitales.
Dentro del cada vez más asentado marco de producción y consumo capitalista, estas personas pueden desempeñar —normalmente en el contexto floreciente de las fábricas— un trabajo no demasiado especializado, muy diferente de un oficio en el sentido tradicional de este término. Es decir, en las ciudades realizarán labores fácilmente sustituibles unas por otras, dependiendo de las necesidades del mercado. Se convierten así, en cierta manera, y siempre a los ojos de la industria —pero también de buena parte de la sociedad—, en seres indistintos, difícilmente diferenciables los unos de los otros. Mujeres y hombres masa.
Quizás